lunes, 27 de enero de 2014

EL BLOC DEL CARTERO, Libertad de opinión,./ LA CARTA DE LA SEMANA, Ese fulano (quizás usted) me roba,.


  1. Castellani llamaba a la libertad de opinión «patente del sofista», y también «el chillar de los ineptos para acallar al sabio». Esto, dicho ...
     
    Castellani llamaba a la libertad de opinión «patente del sofista», y también «el chillar de los ineptos para acallar al sabio». Esto, dicho desnudamente, puede parecer tremebundo; pero, si nos detenemos a reflexionarlo, habremos de concluir que el agreste cura argentino tenía -como casi siempre- razón. El origen de esta conversión de la libertad de opinión en un campo de Agramante donde los sofistas y los ineptos sacan partido habría que buscarlo en la malversación del principio de igualdad, que tal como fue formulado en sus orígenes establecía que los hombres eran iguales por origen, pero en modo alguno iguales en méritos. Hogaño, una persona puede dedicar su vida entera, por ejemplo, al estudio de Homero; puede quemarse las pestañas en la medición de sus versos, en la ponderación de sus epítetos y en el escrutinio de sus figuras retóricas; y llegar a la conclusión de que Homero es la octava o novena maravilla del orbe.
    Del mismo modo, una persona que solo haya leído a Homero en una traducción inepta (¡o incluso que no haya posado los ojos en su puñetera vida sobre una línea de Homero!) puede decir sin empacho, haciendo uso de su sacrosanta libertad de opinión, que Homero es una mierda pinchada en un palo; y su opinión será tan 'digna' como la del estudioso devoto (incluso podría ocurrir, si tiene cuerdas vocales más resistentes y mayor desparpajo, que su opinión prevalezca sobre la del estudioso). Sobre todo, porque los destinatarios de sus sinrazones, que en su mayoría serán igual de refractarios a las delicias homéricas que él, se identificarán antes con el borrego que rebaja la categoría del rapsoda ciego que con los argumentos del experto, que inevitablemente hablará en un lenguaje que a la mayoría se le antojará jeroglífico (¡sabihondo!, ¡pedante!, ¡fascista!, le gritarán). Y es que nada odia más el que no sabe que aquello que no puede entender, en razón de su ignorancia.
    Una vez igualados en 'dignidad' el docto y el ignaro, el siguiente paso consistirá en expulsar al docto del ágora, no sea que de vez en cuando logre convencer a alguien, a pesar de su pedantería. Para ello, el ignaro procurará desterrar del debate cualquier asunto cuya comprensión requiera siquiera una pizca de sabiduría, o bien abordar tales asuntos desde perspectivas que hagan ininteligible (haciéndola aparecer incluso como ridícula ante los ojos de la chusma) la aportación del sabio. Así se explica, por ejemplo, el viaje hacia el inframundo que los medios de comunicación iniciaron hace ya bastante tiempo, y de modo especialmente penoso la televisión, donde los programas de 'debate' y 'tertulia' se han convertido en un auténtico 'chillar de los ineptos', solo que sin ningún sabio que acallar; y si, por rara casualidad, un sabio se inmiscuye en el guirigay habrá de resignarse a parecer igualmente necio, a chillar tanto como los demás y proferir las mismas necedades (a ser posible, siguiendo el argumentario que le dicten desde Ferraz o Génova), como el protagonista de El país de los ciegos, el relato de H. G. Wells, tuvo que dejarse sacar los ojos para ser aceptado en sociedad.
    A este estado calamitoso nos ha llevado la libertad de opinión entendida como patente del sofista. A ello se suman otros factores que entenebrecen aún más ese gran pandemónium en el que se han convertido las opiniones en porfía. La mayor parte de los 'opinantes' son personas que, más allá de su dudosa formación, más allá de su menesteroso dominio de las reglas de la sintaxis y la sindéresis, se muestran incapaces de elevar los hechos hasta sus primeras causas; es decir, no les da el cuero (que diría un argentino) para hallar, entre el embrollo de enrevesadas minucias con que nos golpea la actualidad, el camino que conduce hacia los principios originarios (tal vez porque carecen de principios).
    Y así, sus opiniones, en lugar de desenredar el ovillo de estrépitos con que nos aturde la actualidad, no hacen sino incorporar nuevos ruidos discordantes al barullo. Como, además, los 'opinantes' suelen caracterizarse por un lenguaje mostrenco y nada creativo, en el que los pensamientos luminosos brillan por su ausencia, en el que las delicias de la retórica se han declarado en huelga, en el que las dulzuras asociativas de las ideas y las palabras quedan reducidas hasta extremos de parálisis, y en donde los apriorismos más rudimentarios, los eslóganes más marrulleros y la bazofia de las consignas partidarias campean por sus fueros... su papilla de palabras muertas logrará, en efecto, acallar cualquier intento de razonamiento que rebase, aunque sea mínimamente, las posibilidades intelectivas de un homínido.
    Todo ello, por supuesto, en nombre de la sacrosanta libertad de opinión.


    1. El otro día, en Twitter, un bobo escribió algo que me tiene caliente: «La cultura debe ser de acceso libre y gratuita». El fulano criticaba un ...
       
      El otro día, en Twitter, un bobo escribió algo que me tiene caliente: «La cultura debe ser de acceso libre y gratuita». El fulano criticaba un artículo de Javier Marías en el que éste, con argumentos de peso y conocimiento del asunto, señalaba el grave perjuicio económico que para editores, libreros y autores supone la piratería electrónica en España: uno de los países europeos donde, con desvergonzado beneplácito gubernamental, más impunemente se piratea literatura en la red; hasta el punto de que las ventas cayeron el año pasado hasta el 70% del anterior, con el desastre que eso supone para cuantos viven de la industria del libro.
      Y ya que hablamos de desvergüenza y gobiernos, palabras sinónimas, no estaría de más recordar que Ignacio de Luzán, literato aragonés, escribió en el siglo XVIII: «Sólo un Estado organizado y fuerte, liberal y protector con sus artistas, pensadores y científicos, es capaz de proveer al progreso material y moral de la Nación». Dejando aparte el toque absolutista propio de su tiempo, la idea básica sigue siendo válida, y explica muchos males de ahora. Sin cultura no hay educación, sin ésta no hay futuro, y los gobiernos -en democracia, con la colaboración de los ciudadanos responsables- deben garantizar su desarrollo y beneficios generales.
      En España ocurre todo lo contrario, y sobre todo con el gobierno de Mariano Rajoy -tan aficionado, por otra parte, al fútbol y al ciclismo- que en materia de cultura hace que Zapatero y su chusma de iletrados e iletradas parezcan la escuela de Atenas. En vez de garantizar la cultura y proteger a sus creadores, esta pandilla desprecia todo lo relacionado con ella, y lo hace de un modo tan infame que acabas preguntándote si tiene cuentas por saldar. En un país donde un producto cultural tiene el mismo trato fiscal que una camiseta de Zara; donde a un director de cine, a un músico o un novelista el ministerio de Hacienda los mete en el mismo grupo que a actrices porno, futbolistas o pedorras de la telebasura, el ministro Montoro encabeza, desde el primer día de gobierno del Pepé, una campaña de acoso e intimidación fiscal nunca antes vista a cuanto tiene que ver con la cultura. Exprimirla sin miramientos, es la idea. Pero a nadie, ni en este miserable Gobierno ni en el anterior, se le ocurre nunca proteger sus derechos. Su trabajo. Su futuro.
      Lo contaba Javier Marías en el artículo que mencioné antes. Dos años de esfuerzo en una novela obtienen a cambio el 10% sobre su precio. Si la novela se vende a 20 euros, el beneficio para el autor son 2 euros por cada libro: 10.000 ejemplares vendidos supondrán 20.000 euros de salario por dos años, lo que no es demasiado, sobre todo si se tiene en cuenta que cuando alguien invierte dos años de su vida en escribir una novela, nada le garantiza que ésta vaya a venderse. Eso, sin contar viajes, materiales, inversiones previas necesarias para escribir la obra. En cuanto al libro electrónico legal, si el precio es de 8 euros, el beneficio para el autor será de 0,80 euros. Eso significa que cada lector que baje por la patilla esa novela de la red le estará robando a Javier, a mí, a quien se dedique a esto, entre 0,80 y 2 euros, según el soporte. Lo que significa que 5.000 lectores piratas, a cambio de libros gratis que quizás ni lean, habrán robado al autor entre 4.000 y 10.000 euros. Sin contar el daño hecho a editores y libreros, y a quienes para ellos trabajan. Porque no hablamos sólo de autores, sino de toda una compleja industria y de los miles de personas, empleados y sus familias, que viven de ella.
      Algo semejante ocurre con músicos y cineastas. Por eso se desploma el mercado de la cultura, entre quienes la consumen menos y quienes no pagan por ella. Hay esfuerzos y gastos previos imposibles si la rentabilidad es poca. Fabricar cultura es un trabajo como cualquier otro, y exige una remuneración adecuada, sobre todo si ese trabajo es tu medio de vida. Además, un escritor o un artista suelen tener fecha de caducidad, como los yogures, y tal vez esa persona aún deba vivir muchos años de lo que ganó en un momento de éxito. Creer que la cultura es algo que los autores fabrican en ratos libres, por diversión y sin esfuerzo, es una estupidez en la que incurren muchos. Así que calculen lo que pasa cuando las ventas legales caen en picado. Y si eso sucede con autores superventas, que aún se las apañan, consideren lo que espera a los autores modestos. Quién podrá permitirse, de aquí a nada, dedicar dos años a crear algo sabiendo que después no cobrará por ello. Imaginen a un abogado, un arquitecto, un fontanero, a los que no pagaran sino tres de cada diez clientes. Si este trabajo lo quieres gratis, dirían, que lo haga tu puta madre.




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