domingo, 22 de junio de 2014

EL BLOC DEL CARTERO, MONARQUIA Y REPUBLICA,./ LA CARTA DE LA SEMANA, UNA HISTORIA DE ESPAÑA (XXVII),.

TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO, MONARQUIA Y REPUBLICA,.

Desde que Juan Carlos I anunciara su abdicación, hemos tenido ocasión de escuchar muchas apologías (con frecuencia, meras logomaquias) de la monarquía y la república. Siendo completamente sinceros, hemos de reconocer que los apologistas de la república suelen ser, por lo común, mucho más convincentes que los apologistas de la monarquía, por una sencilla razón: sus apologías republicanas son |foto| sinceras y coherentes, mientras que las apologías monárquicas resultan siempre utilitarias, inconsistentes y molestamente aderezadas con cuadros amedrentadores de épocas republicanas pretéritas. La razón por la que los apologistas republicanos resultan más convincentes que los monárquicos es bien sencilla: mientras los republicanos creen en unos principios (que sean acertados o erróneos es otro cantar), los exponen y desarrollan sin ambages, los monárquicos escamotean sus principios (o simplemente no los tienen y los sustituyen por «razones de conveniencia»), de tal modo que sus apologías resultan vacuas, dejando además el fétido regusto de que solo desean preservar su posición.
Afirmaba Donoso Cortés que toda gran cuestión política supone y desarrolla una gran cuestión religiosa. Esta observación fundamental no ha escapado a ningún pensador de cierta envergadura: así, por ejemplo (por citar a alguien en las antípodas de Donoso), Proudhon escribía en Confesiones de un revolucionario: «Es sorprendente que en el fondo de la política encontramos siempre a la teología». En efecto, no puede separarse la historia de las creencias religiosas de un pueblo de la historia de sus instituciones; y, todavía más, cada régimen político refleja las tendencias de la religión dominante en su época. El régimen político natural de la sociedad católica era la monarquía tradicional y representativa, que se convirtió en monarquía absoluta en los países protestantes. En España, la monarquía tradicional alcanza su apogeo cuando la sociedad era más netamente religiosa; y empieza lentamente a declinar cuando flaquean tales creencias y la monarquía se contamina de absolutismo.
La monarquía tradicional creía en el origen divino del poder; la absolutista, en el origen divino de los reyes, cosa muy distinta, pues desde el momento en que el rey se cree un diosecillo es inevitable que acabe infatuándose: surge así el concepto de 'soberanía' definido por Bodino, al principio soberanía absoluta del rey, posteriormente soberanía popular en la era de las revoluciones, que no hacen sino transferir al pueblo un poder que ya había perdido, para entonces, su entronque divino. Y como la bajada del termómetro religioso apareja la subida del termómetro político, la soberanía popular, organizada democráticamente, hubo de fundar una serie de mitos políticos (a modo de sucedáneos de los dogmas religiosos, para llenar su hueco): derechos humanos, división de poderes, etcétera. Y, al lado de estos mitos políticos, una 'técnica' de funcionamiento que habría de consagrar una nueva modalidad de político que desempeña su labor sin fin moral alguno, según avizorase Tocqueville en La democracia en América: «He visto otros que, en nombre del progreso, se esfuerzan por materializar al hombre, queriendo tomar lo útil sin ocuparse de lo justo, la ciencia lejos de las creencias y el bien separado de la virtud: he aquí, se dice, a los campeones de la civilización moderna».
Estos campeones de la civilización moderna ya no son guerreros dispuestos a ofrendar su sangre para proteger a su pueblo de los abusos del Dinero, al estilo de los viejos reyes, sino jugadores al servicio del Dinero (¡bien pagaos!) que se organizan en equipos (partidos políticos) y compiten en estadios (antaño parlamentos, hoy también platós televisivos), jugando a veces en casa (cuando gobiernan) y a veces fuera (oposición), para disfrute o cabreo de sus respectivas hinchadas; y el modo fetén de organizar este juego ¡la liga de campeones del mundo mundial! es la república.Lo cierto es que un rey no pinta nada en esta liga, ni siquiera como 'árbitro' (así llaman eufemísticamente los apologistas de la monarquía la posición del rey, aunque saben que más bien es un 'dontancredo'), porque los reyes lo son cuando mandan y son depositarios de una encomienda divina. Si el clima de la época rechaza tal encomienda, o simplemente no la reconoce, la monarquía ya no se puede defender sino mediante subterfugios, como ocurre siempre que se defiende algo escamoteando su verdadera naturaleza. De ahí que los apologistas de la monarquía resulten tan poco convincentes. A los pueblos sin teología solo les queda la república, coronada o sin coronar; y es que el moderno, como ironizaba Paul Valéry, se conforma con poco.

TÍTULO:  LA CARTA DE LA SEMANA, UNA HISTORIA DE ESPAÑA (XXVII),.


  1. Y fue ahí, en el paso del siglo XVI al XVII, cuando España, dueña del mundo pero casi empezando a dejar de serlo, dio lo mejor que ha dado ...-foto
     Nos habíamos quedado con Cervantes manco. Y fue ahí, en el paso del siglo XVI al XVII, cuando España, dueña del mundo pero casi empezando a dejar de serlo, dio lo mejor que ha dado de sí: la cultura. Aquel tiempo asombroso en lo diplomático y lo militar, lo fue todavía mucho más en algo que, a diferencia del oro de América, las posesiones europeas y ultramarinas, la chulería de los viejos tercios, conservamos todavía como un tesoro magnífico, inagotable, a disposición de cualquiera que quiera disfrutarlo. Aquella España que equivalía en cuanto a poder e influencia a lo que hoy son los Estados Unidos, la potencia que dictaba las modas y el tono de la alta cultura en toda Europa, la nación -ya se llamaba así, aunque no con el sentido actual- que saqueaba, compraba o generaba cuanto de bello y eficaz destacaba en ese tiempo, parió o contrató a los mejores pintores, escultores y artistas, y arropó con el aplauso de los monarcas y del público a artistas y literatos españoles cuyos nombres se agolpan hoy, de modo abrumador, en la parte luminosa de nuestra por lo demás poco feliz historia. Aunque es cierto que la sobada expresión siglo de oro resulta inexacta -de oro vimos poco, y de plata la justa- pues todo se iba en guerras exteriores, fasto de reyes y holganza de nobles y clérigos, sería injusto no reconocer que en las artes y las letras -siempre que no topasen con la religión y la Inquisición que las pastoreaba- la España de los Austrias resultó espléndida. En lo tocante a ciencia y pensamiento moderno, sin embargo, las cosas fueron menos simpáticas. El peso de la Iglesia y su resistencia a cuanto vulnerase la ortodoxia cerró infinitas puertas y aplastó -cuando no achicharró- innumerables talentos. Y así, la España que un siglo antes era el más admirable lugar de Europa fue quedando al margen del progreso intelectual y científico. Felipe II -calculen el estrago- prohibió que los estudiantes españoles se formaran en otros países, y el obstat eclesiástico cerró la puerta a libros impresos fuera. Mucho antes, nada menos que en 1523, Luis Vives, que veía venir la tostada, había escrito: «Ya nadie podrá cultivar las buenas letras en España sin que al punto se descubra en él un cúmulo de herejías, errores y taras judaicas. Esto ha impuesto silencio a los doctos». El lastre del fanatismo religioso, la hipocresía social con que los poderes remojados en agua bendita -llámense Islam radical, judaísmo ultra o ultracatolicismo- envenenan cuanto se pone a tiro, se manifestó también con las artes plásticas, pintura y escultura. A diferencia de sus colegas franceses o italianos, los pintores españoles o a sueldo de España se dedicaron a pintar vírgenes, cristos, santos y monjes a lo Zurbarán y Ribera -salvo alguna espléndida transgresión como la Venus de Velázquez o la Dánae de Tiziano-, y sólo el talento de los más astutos hizo posible que, camufladas entre lienzos de simbología católica y Nuevo Testamento, Vírgenes dolorosas, Magdalenas penitentes y demás temas gratos al confesor del rey, despuntaran segundas lecturas para observadores perspicaces; consiguiendo a veces el talento del artista plasmar en vírgenes y santas, con pretexto del éxtasis divino y tal, el momento crucial de un orgasmo femenino de agárrate y no te sueltes -de ésos, el mejor fue el italiano Bernini, con un Éxtasis de Santa Teresa a punto de ser penetrada por la saeta de un guapo ángel, que te pone como una moto-. En todo caso, con santos o sin ellos, la nómina de artistas españoles de talento de la época es extraordinaria; y el sólo nombre de Velázquez -posiblemente el más grande pintor de todos los tiempos- bastaría para justificar el siglo. Pero es que en la parte literaria aún corrimos mejor suerte. Es cierto que también sobre nuestros plumillas y juntaletras planeó la censura eclesiástica como buitre meapilas al acecho; pero era tan copioso el caudal de la tropa, que lo que se hizo fue extraordinario. De eso hablaremos otro día, creo; aunque no podemos liquidar éste sin recordar que aquella España barroca y culta alumbró también la obra del único pensador cuya talla roza, aunque sea de refilón, la del monumental francés Montaigne: Baltasar Gracián, cuyo Oráculo manual y arte de prudencia sigue siendo de una modernidad absoluta, y lectura aconsejable para quien desee tener algo útil en la cabeza: «Vívese lo más de información, es lo menos lo que vemos; vivimos de la fe ajena. Es el oído la puerta segunda de la verdad, y principal de la mentira. La verdad ordinariamente se ve, extravagantemente se oye. Raras veces llega en su elemento puro, y menos cuando viene de lejos; siempre tiene algo de mixta de los afectos por donde pasa». Por ejemplo. [Continuará]

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