domingo, 29 de junio de 2014

EL BLOC DEL CARTERO, PALABRAS,./ SILENCIO POR FAVOR,La chica de la tienda,../ LA CARTA DE LA SEMANA,.Terrazas de hotel y palmeras de Matisse,.

TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO, , PALABRAS,.

En su última columna en XLSemanal, el escritor Juan Manuel de Prada escribe las palabras “Dios” y “Creación” con mayúsculas y “ciencia” y “universo” con minúsculas. El detalle no tiene la menor importancia, por supuesto, pero dado que utiliza su tribuna para atacar a la Ciencia y manipular la realidad en favor de sus creencias, me ha parecido oportuno dar respuesta una vez más a tanta efervescencia cavernaria.
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No contento con haberse erigido en el pasado en el gran defensor del Creacionismo, el señor De Prada se descuelga este domingo (atentos a su quiosco) con un alegato anticientífico en el que hace gala de su ignorancia y distorsiona gravemente lo que significa la Ciencia y cuáles son sus verdaderos objetivos. Bajo el título de “Ciencia y fe”, De Prada arremete contra ese constructo imaginario que él ha dado en llamar “mesianismo científico” o “idolatría de la ciencia” y que, como trataré de demostrar, no es más que una sucesión de falacias que no aguantan el más mínimo análisis intelectual. Pero antes de desmontar sus argumentos, procedamos a leer lo que dice el escritor con sus propias palabras:
La idolatría de la ciencia… pretende que el conocimiento científico y la fe religiosa son irreconciliables; y que la misión de la Ciencia no es otra sino instaurar un Paraíso en la tierra que expulse la fe al lazareto de las supersticiones. Inevitablemente, cuando la ciencia se endiosa y se hace idolatría, acaba exigiendo que no exista ninguna instancia moral que pueda poner cortapisas a su desarrollo: todo lo que es científicamente posible – afirma esta nueva forma de mesianismo científico- debe hacerse sin vacilación.
En primer lugar, estaría bien preguntarle al señor De Prada si cuando dice que la Ciencia “se endiosa” se refiere a que adquiere las malas costumbres de los dioses imaginados por los hombres, es decir, que trata de destruir todo aquello que no encaje con el dogma de fe. De ser así, el señor De Prada debe saber que el objetivo de la Ciencia no es dar un patrón de ideas inamovibles ni arrinconar ninguna idea en función de su procedencia sino ponerla en contraste con la realidad de los hechos y su posible falsabilidad mediante experimentos. Si su idea es producto de su imaginación y no hay manera de demostrarla, la carga de la prueba corre de su cuenta y no debe enfadarse por el nombre que le ponga la ciencia sino esforzarse en demostrar con pruebas que tiene razón y que existe su particular tetera de Russel o que hay un dragón en su garaje.
Por otro lado, la afirmación de que no existe “ninguna instancia moral que pueda poner cortapisas a su desarrollo” está escrita desde la profunda ignorancia de lo que es la Ciencia. Por un lado, existen los comités de ética y las autoridades administrativas, y por otro los científicos no son seres humanos desprovistos de un código de valores y llegados desde la nada para sembrar el mal. Es ésta una vieja falacia de la religión, insistir en que solo se puede tener moral, o principios, desde la creencia en seres mitológicos y pautas estipuladas desde algún altar, y que una persona agnóstica o atea tiene por fuerza que ser una criatura rastrera y sin moral.
Por último, la afirmación de que “todo lo que es científicamente posible debe hacerse sin vacilación” merecería despeñar al señor De Prada por el mismo precipicio por el que se arrojan desde hace siglos las ideas científicas que, aún siendo posibles, se han descartado por impracticables, inútiles o disparatadas. Hay mucha gente allí, pero seguro que les hace compañía.
Una vez realizada la primera embestida, llega el momento de poner en práctica este ejercicio tan divertido que hace todo intolerante, que es indicar que él no tiene ningún problema con lo tuyo, en serio, y que le estás malinterpretando:
Para un creyente, la ciencia no supone ningún obstáculo a su fe, puesto que ningún avance científico podrá jamás negar la existencia de Dios; por el contrario, el creyente verá siempre en la ciencia una posibilidad de avanzar en el conocimiento del universo, de las realidades empíricas, en definitiva, de la Creación.
Teniendo en cuenta la historia de la humanidad, esta parte tiene bastante poca gracia. Si la religión no encuentra obstáculo en la Ciencia, ¿por qué han tratado de impedir cualquier avance científico o del conocimiento humano desde la noche de los tiempos? Tal vez sea un malentendido y se hayan repuesto, pero la hostilidad de esta columna contra el avance científico no nos da muchas esperanzas.
Por cierto, lleva usted razón. La Ciencia no podrá demostrar la inexistencia de dios ni del Unicornio rosa. Prosigamos:
Pero llegó un momento en que la idolatría de la ciencia quiso erigirse en la única sabiduría o certeza posible, todo lo que no pudiera cobijarse en el ámbito científico quedaba automáticamente descalificado, como mera superstición y opinión prescindible.
Muy al contrario de lo que afirma el señor De Prada, la Ciencia no otorga certezas absolutas ni verdades inamovibles, sino que está sometida a revisión constante por la realidad de los hechos contrastados. Si alguien demuestra que una hipótesis es falsa, la Ciencia no actúa como la religión, persiguiendo al hereje, sino que termina reconociendo que tiene razón. Es razonable que la pérdida de la posición hegemónica de la religión le escueza al señor De Prada , pero en materia de persecución y de verdades absolutas, más le valdría no tirar mucho de archivo, a ver si le va a doler.
La idolatría de la ciencia pretende que el conocimiento empírico que nos brinda la ciencia… invada ámbitos que le son ajenos. La ciencia, por mucho que avance, no podrá explicarnos jamás la genialidad de una obra artística, ni dictaminar sobre nuestros sentimientos… simplemente porque son realidades que no pertenecen al mundo material. Y sin embargo son realidades plenamente existentes que exigen otras formas de conocimiento. Pero la idolatría de la ciencia… pretende convencernos de que la genialidad de una obra artística depende de las reacciones químicas que su contemplación produce nuestro organismo; pretende explicar genéticamente la índole de nuestros sentimientos…. y pretende, también, negar la existencia de Dios.
¡Uy! Esta falacia me encanta. Y el señor De Prada parece abonado a ella. Consiste en contraponer la ciencia con el mundo del arte y la creatividad. Está en la línea de la cita del a veces brillante Luis Buñuel, profundamente equivocado en esta ocasión: “La ciencia no me interesa. Ignora el sueño, el azar, la risa, el sentimiento y la contradicción, cosas que me son preciosas”. Bueno, pues va a ser que no, queridos amigos. El arte, el sueño y la risa no están reñidos con la Ciencia. De hecho, no conozco ninguna otra faceta de nuestra actividad tan plena de emociones intensas y ansia por saber, ni que implique tan profundamente al espíritu humano. Conocer las reacciones químicas que se producen en el cerebro, o indagar sobre nuestros genes, no mata la obra artística ni amenaza la genialidad de nadie. ¿Qué tontería es ésta? De Prada, como un niño asustado, reclama al mago que no le desvele el truco. “Por favor, no indaguéis en la causa última de las cosas, no desveléis la gracia de lo no revelado”. La ignorancia como coartada para el misticismo, un vicio intelectual como otro cualquiera.
Negando la existencia de Dios, en el fondo, la idolatría de la Ciencia niega la existencia de un Logos, de una Razón Creadora; y en un mundo carente de razón, sometido por lo tanto al caos, es más fácil defender la actuación de una ciencia liberada de todo tipo de trabas éticas o morales, una ciencia que ya no se conforma con escudriñar las leyes más íntimas de la naturaleza, sino que aspira a hurgar en ellas a capricho, aspira a alterarlas, a contrariarlas, a invertirlas, a abolirlas en fin, con la coartada de propiciar un mayor progreso humano.
Ya sabía yo que tarde o temprano iban a salir los “invertidos”. Por supuesto, la Ciencia es perversa porque pretende alterar el orden natural, un orden que curiosamente siempre coincide con la verdad arbitraria definida por la religión de cada cual. Jugando a la falacia circense, si las naturaleza debe ser inamovible, ¿deberíamos dejar de luchar contra la malaria o esos gusanos que, como suele citar David Attenborough, se comen los ojos de los niños? Si hablamos de la crudeza con que suceden las cosas en el orden natural le podría dar una charla sobre parásitos, enfermedades o leones que matan a sus crías. Ay, amigos impíos, ¡qué ambivalencia la del orden natural!
Por cierto, ¿habla De Prada del “progreso humano”? Mmmm, en seguida vamos a ello, pero dejemos que antes nos deje su momento extático para la demonización:
Pero ese mesianismo científico que se nos ofrece como una especie de panacea universal se revela, a la postre, una trampa saducea: las coartadas para propiciar un mayor desarrollo humano acaban convertidas en instrumentos de una mayor destrucción humana. Así ocurrió en el pasado en el ámbito de cierta investigación atómica, que acabó abriendo las puertas de la creación de armas mortíferas; sí ocurre hoy, por ejemplo, en el ámbito de cierta investigación genética.
No hay un solo artículo anti-científico en el que no acabe apareciendo la bomba y el viejo argumento de los científicos locos con ansias de destrucción. Los autores de este tipo de afirmaciones resultan ser algo olvidadizos. Se dejan en el tintero las vacunas, la penicilina, el aumento de la esperanza de vida gracias a los avances de la ciencia, los conocimientos sobre cuanto nos rodea, los avances técnicos que han mejorado la vida de millones de personas y hasta la imprenta, que permite poner negro sobre blanco pensamientos tan oscuros como el que acabamos de leer. El “progreso humano”, del que habla De Prada con añoranza en el anterior párrafo, se ha producido indefectiblemente cuando el ser humano se ha defendido de este tipo de ideas, cuando ha tirado a los predicadores del púlpito y ha decidido empezar a pensar libremente y sin inquisidores de la moralidad.
… una ciencia demente que, en su loca carrera en pos de beneficios pingües y espectacularidad mediática, no vacila en fomentar los métodos más sensacionalistas y en infundir las esperanzas más quiméricas entre quienes padecen enfermedades incurables, con tal de acrecentar su predicamento.
No tengo palabras para describir la vileza que destila este penúltimo párrafo. Las esperanzas quiméricas a los enfermos incurables, señor De Prada, se las suelen dar aquellos que recetan soluciones mágicas, oraciones o visitas a un santuario, no los científicos que trabajan honradamente para encontrar una solución. ¿Quién es el “demente” aquí y quién intenta “acrecentar su predicamento”? Conozco a algún columnista capaz de escupir sobre la razón y la libertad para defender sus creencias, está usted refinando el estilo, sin duda.
Y el colofón:
Así la ciencia se convierte en superstición, que era exactamente el calificativo que los idólatras de la ciencia reservaban a las creencias religiosas.
Rimbombante e inexacto, como todo el artículo en general. La última vez que le escribí le aconsejé que leyera y estudiara antes de meter la pata. Veo que no ha seguido mis consejos. Respeto profundamente que usted crea en lo que quiera, desde luego, pero utilizar una tribuna pública para mentir e intoxicar es harina de otro costal. Esa ciencia “demente” de la que usted habla ni existe ni da miedo, más bien deberíamos cuidarnos de ideas como las que promueven el retorno a la caverna. La Ciencia solo dice que sus creencias no se pueden demostrar, guarde la palabra “persecución” para mejor ocasión.

TÍTULO: SILENCIO POR FAVOR, La chica de la tienda,.

No cabe duda que todas las etapas de la vida son lindas. Sin embargo, para una gran mayoría, la adolescencia es la más bella de todas porque es cuando se (foto) producen los cambios emocionales más sorprendentes, Es la edad de las nuevas sensaciones y emociones y, al mismo tiempo, de grandes incertidumbres y temores, de las primeras relaciones amorosas, del primer beso y de ese “inolvidable y único gran amor”. Es cuando empezamos a asistir a las fiestas para conocer a las chicas y nos convertimos en protagonistas de las más inesperadas aventuras.
Es en esta bella etapa de nuestra vida que nos damos cuenta que, de pronto, nuestro corazón late a más velocidad no solo cuando corremos, saltamos, bailamos o subimos una montaña sino, sobre todo, cuando conocemos a alguien que nos atrae y creemos que es la chica de nuestros sueños.
Esta es también la etapa de nuestras solitarias luchas contra las adversidades porque, casi siempre, nuestros padres jamás tienen tiempo para hablar con nosotros y hasta nos dan las espaldas cada vez que acudimos a ellos en busca de ayuda o de un consejo y nos vemos obligados a recurrir al amigo o al compañero de estudios quienes, generalmente, no están preparados para brindarnos una respuesta correcta y en lugar de tendernos la mano termina burlándose de nosotros y hasta de ridiculizarnos contando los secretos que les confiamos para que se rían en nuestra cara.
Esa fue una poderosa razón para que Rafael, mi amigo y compañero de clase, no confiara en nadie. Ya estábamos en Quinto de Secundaria y aún no había descubierto lo que era el amor, mucho menos habia tenido una experiencia sexual. Era tan tímido que a veces me daba ganas de zarandearlo porque muchas de mis amigas se morían por él y, nada de nada, cero balas, cero puntos.
Hasta que un día ocurrió el milagro. Mientras salíamos del colegio me buscó y a boca de jarro me dijo…
–Te quiero confesar un secreto. Estoy enamorado de una chica, pero ella no lo sabe ¿Qué hago?
–Ah, ¿Con que por fin cupido dio en el blanco? Mira hermano, la cosa es muy sencilla: Lo primero que tienes que hacer es que ella lo sepa, de lo contrario solo perderás el tiempo. Le respondí, como si fuera un experto conquistador de corazones.


TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA, Terrazas de hotel y palmeras de Matisse,.

  1. Tuve la suerte de criarme en una casa con biblioteca. Incluyendo abuelos y abuelas, en casas con biblioteca. Y en cierto modo se repartían los ...-foto,.
     
    LA CHICA GUAPISIMA Y EL PERROTuve la suerte de criarme en una casa con biblioteca. Incluyendo abuelos y abuelas, en casas con biblioteca. Y en cierto modo se repartían los géneros: la de mis abuelos paternos abundaba en libros de Historia, grandes novelistas del XIX y principios del XX, novelas de folletín tipo Dumas, Hugo, Sue, Féval y Zevaco -heredadas de una bisabuela y leídas por tres generaciones- y volúmenes de revistas ilustradas como La Esfera, La Ilustración y Buen Humor. No recuerdo haber visto nunca allí un libro publicado después de 1936; todos eran libros «de antes de la guerra», como decían entonces las personas mayores.
    La biblioteca de mi abuela materna era más actual. Allí leí a Hemingway, a John Dos Passos, a los Mann, a Stephan Zweig y a Scott Fitzgerald, entre otros. Y como esa abuela, que se llamaba María Cristina, vivía con una hermana solterona -la tía Pura- que tenía gustos literarios propios, la biblioteca contaba con una importante sección dedicada a novela policíaca -Hammet, Chandler, George Harmon Coxe, Agatha Christie, Eric Ambler: recuerdo como el paraíso cierto armario ropero repleto de ellos- y otra a los grandes bestseller de entonces, lo que incluía desde Vicky Baum, Frank Slaugther o Frank Yerby hasta Blasco Ibáñez, Graham Greene o Somerset Maugham. Algunos de estos libros traían en la contratapa fotografías de los autores. Y esas fotos marcaban la idea que yo tenía entonces de un escritor de éxito: alguien que, en la terraza de una villa o un hotel de lujo con vistas al Caribe o al Mediterráneo, al Paseo de los Ingleses, a las villas de la Costa Azul, Capri o Corfú, escribía su novela con una estilográfica Montblanc o Parker Duofold sobre una mesa de la que aún no habían retirado el desayuno.
    Siempre afirmo -y no siempre me creen- que nunca tuve intención de ser novelista. Lo mío es accidental. Aquella imagen del autor de El filo de la navaja en albornoz, escribiendo con el fondo de las palmeras de Matisse, estaba lejos de mis aspiraciones. Los hoteles que yo quería eran de otra clase: se llamaban Continental de Saigón, Aletti de Argel, Commodore de Beirut, tenían muros picados de metralla y ventanas rotas, aparecían en Paris Match y en los telediarios, y eran frecuentados por reporteros -Jean Lartéguy, Oriana Fallaci, Pierre Schoendoerfer- cuyas vidas yo deseaba compartir. Hasta que al fin lo hice; y también, mochila al hombro, fui habitual de esos hoteles desde principios de los años 70. Sus terrazas no eran las del Negresco, el Danieli o el Vittoria; pero desde ellas vi a críos de quince años recibir con lanzagranadas a los Merkava israelíes en la carretera de Tiro; vi el cielo de Kuwait negro de humo de petróleo en llamas; bailé un bolero con una cantante chadiana a cincuenta pasos de la orilla de un río llena de cadáveres recién ejecutados; y, cómodamente sentado después de una buena cena, vi arder Dubrovnik con el rojo de los incendios reflejándose en los cubitos de hielo que tintineaban en mi copa.
    Ahora, con todo eso en la memoria, escribo novelas. O más bien las escribo con la mirada que aquella vida me dejó, interpretada a la luz de los libros que leí. Y sí. Con el tiempo, la buena suerte que siempre me acompañó en las bibliotecas y en la vida hizo posible lo que nunca busqué: que yo también me viese, al cabo, corrigiendo manuscritos en terrazas de hoteles lujosos, con palmeras de Matisse al fondo, o lo que equivalga a eso. Las mismas, quizás, que salían en las fotos de Somerset Maugham o Graham Greene que ilustraban los libros de mi tía Pura. Sin embargo, después de treinta años escribiendo novelas, sé que aquellas imágenes no mostraban la vida real de un escritor. Eran anécdotas comerciales, trofeos gráficos de algo más complejo, duro y gris: el trabajo metódico, agotador, de días y meses y años. La suma de voluntad y tenacidad que supone escribir una novela en la que intentas que todo esté como Dios manda. Las incertidumbres y esfuerzos solitarios sin cámaras ni desayunos con glamour, a solas contigo y con tu historia; sumando folio tras folio, tachando, corrigiendo, llevando sobre el papel, para que otros puedan hacerla suya, la historia por contar que tienes en la cabeza. Con café, aspirinas, cigarrillos para quien los fuma. Con mucho trabajo. Uno o dos años de tu vida y tu salud, para una aventura que no sabes qué suerte correrá cuando otros la lean. Es así como se escriben las novelas: oscura y duramente. «Hacerlo fatiga, mata más que las bombas», me dijo Oriana Fallaci en una de las viejas guerras del Golfo, cuando ya estaba enferma de cáncer. Y es cierto. Allí donde un novelista trabaja no hay terrazas con palmeras de Matisse.

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