domingo, 15 de junio de 2014

LA CARTA DE LA SEMANA, PAZ,./ EL BLOC DEL CARTERO, ELLOS TAMBIEN SON GILIPOLLAS,.

TÍTULO :LA CARTA DE LA SEMANA, PAZ,.

 Quizá no haya un bien tan precioso para los pueblos como la paz; pues, faltando ese bien, todos los demás bienes ...foto,.
Quizá no haya un bien tan precioso para los pueblos como la paz; pues, faltando ese bien, todos los demás bienes no pueden alcanzarse en plenitud ni disfrutarse sin temor. Precisamente por ser un bien tan preciado, la consecución de la paz es una tarea que a todos nos obliga; y muy especialmente a los Estados, como titulares de un deber de reconciliación entre los pueblos, en el que las relaciones de fuerza se sustituyan por relaciones de colaboración con vistas al bien común. A esta tarea de lograr la paz se han entregado con denuedo las llamadas cínicamente 'naciones civilizadas' (que, en puridad, no son sino las naciones cuya supremacía bélica intimida a las demás); pero, por supuesto, la paz lograda ha sido por completo engañosa: en primer lugar, porque la jurisdicción de dicha paz se ha circunscrito a las 'naciones civilizadas', que mientras mantenían su casa en paz desaguaban sus tensiones convirtiendo los arrabales del atlas en escenario de atroces guerras; pero también porque, aun la paz lograda por las 'naciones civilizadas' en territorio propio, es una falsificación pérfida sobre la que luego se ha erigido una de las ideologías más características de nuestro tiempo, el pacifismo, que con frecuencia no es sino irenismo hipócrita que disfraza de elevados sentimientos lo que no es sino deseo egoísta de mantener a toda costa el bienestar alcanzado; cuando no algo todavía más inicuo: fatalismo, pusilanimidad, inhibición del espíritu combativo y desprecio de la justicia.
Y aquí llegamos adonde deseábamos: porque no hay paz verdadera sin justicia; pero todas las formas de paz que nuestra época propone como solución a los conflictos se fundan sobre una supuesta imposibilidad para reconocer la justicia, dando por supuesto que es una cuestión incognoscible. Y así se alcanzan tan solo paces de componenda, en las que absurdamente se reconoce una porción de justicia 'alícuota' a cada parte, en caso de equilibrio de fuerzas; o bien paces impuestas por decreto, en las que las condiciones las impone la parte más fuerte.
De este modo, no se logra otra cosa sino que las injusticias anestesiadas por la morfina del pacifismo se vayan amontonando unas encima de otras, hasta hacer de esa falsa paz una montaña de injusticias presta a estallar como un Etna de resentimientos atávicos. Porque la paz no es ausencia de guerra (al estilo de la pax romana lograda por Octavio) ni un equilibrio entre fuerzas adversas (al estilo de la llamada 'guerra fría'), sino la búsqueda de un orden fundado en la justicia, que exige dar «a cada uno lo suyo»: castigo al criminal, resarcimiento a la víctima y garantías de que la injusticia no podrá seguir reinando, para lo que con frecuencia habrá que hacer uso de la fuerza. He aquí lo que el pacifismo contemporáneo no quiere aceptar; de ahí que casi todas las paces que logra sean paces que cierran en falso heridas que acaban enconándose.
Tras la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial, la sociedad de las naciones se afanó en construir un 'nuevo orden mundial' (¡qué miedito!) que preservara a las generaciones futuras del flagelo de la guerra, instituyendo la prohibición generalizada del recurso de la fuerza, con las excepciones consabidas de legítima defensa y las medidas acordadas para mantener la paz por su Consejo de Seguridad. Pero ¿en verdad esa prohibición generalizada del recurso de la fuerza garantiza el mantenimiento de una paz justa o, por el contrario, contribuye a enquistar situaciones estructurales de injusticia?
Y, en el sentido contrario, ¿qué legitimidad moral podemos reconocer a las potencias de ese Consejo de Seguridad que, antes que el bien común, buscan fortalecer sus posiciones geopolíticas y económicas, sostenidas sobre principios inicuos? ¿No podría ocurrir que la paz y la guerra que decreten sean siempre una paz inicua y una guerra injusta? Se nos dice que, en sus decisiones, los mueve la promoción y el desarrollo de los pueblos; pero ¿de qué 'promoción' y 'desarrollo' estamos hablando? ¿Tal vez del desarrollo de una legislación laboral inspirada en el crecimiento económico chino? ¿Tal vez de la promoción de los pueblos entendida al modo igualador y colonialista del Tío Sam? ¿Tal vez promoción y desarrollo de las generaciones presentes a costa de la ruina de las generaciones venideras, sea a través del expolio de los recursos naturales, sea a través del aborto generalizado?Cuando era niño, había una frase misteriosa de Jesús cuyo sentido último no lograba penetrar: «La paz os dejo; mi paz os doy. No os la doy como os la da el mundo». Ahora la entiendo perfectamente; y sé que esa paz evangélica es exactamente la contraria de la que preconiza la ideología pacifista.

 TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO, ELLOS TAMBIEN SON GILIPOLLAS,.

  1. Consuela comprobar que en todas partes cuecen habas, y que otros, a veces, incluso las cuecen más gordas. El daño colateral, sin embargo, ...-foto
    Consuela comprobar que en todas partes cuecen habas, y que otros, a veces, incluso las cuecen más gordas. El daño colateral, sin embargo, es que, como toda estupidez suele ser contagiosa, y España -lugar donde una ardilla podría recorrer la península saltando de idiota en idiota- es lugar bastante propenso a tales contagios, al final las habas gordas de los demás también acabamos, indefectiblemente, cociéndolas nosotros. Con lo que no hay disparate guiri digno de telediario que, tarde o temprano, no acabe siendo adoptado, con militante entusiasmo, por nuestros tontos del haba de aquí.
    La última es tan excelsa que no me resisto a contársela. En Gran Bretaña, impulsada por una oenegé llamada Action for Children -gente que parece de lo más respetable, por otra parte-, están preparando la que llaman allí, y no es coña, Ley Cenicienta; aunque habría sido más bonito, más literario y más inglés llamarla Ley Dickens. Pero, bueno. En cualquier caso, como su apodo sugiere a quien haya leído lo de los hermanos Grimm, esa modificación legal pretende que los padres que priven a sus hijos de abrazos, besos o muestras de cariño se enfrenten a penas que irían desde multas hasta diez años de cárcel. Según el Daily Telegraph, que comenta el asunto, se pretende modificar la legislación vigente para introducir como delito la crueldad emocional paterna, situándola casi al mismo nivel de los abusos físicos o sexuales. Y ahí no hablamos ya de malos tratos a niños, incluso psicológicos -punto sobre el que no hay discusión ni matiz posible-, sino de si se les besa y abraza lo bastante, se les dice hijo mío cuánto te quiero, y cosas así. Cómo se evalúa eso es lo de menos: ya se irá viendo. Lo que cuenta es que los padres culpables de ignorar afectivamente a sus hijos o de no darles suficiente cariño, perjudicando así su desarrollo emocional, puedan ser detenidos por la policía y llevados ante un tribunal, donde un juez decidirá sobre el asunto después de averiguar -calculen la finura que se le supone a su señoría- si el niño se siente lo bastante amado por sus padres, si éstos le dan besos y abrazos suficientes, o si, por el contrario, muestran una frialdad afectiva que, según la oenegé antes citada, «puede producir problemas de salud mental y, en algún caso, el suicidio».
    No cabe duda de que el bocado es tan jugoso, tan de telediario, tan fácil de manejar una vez adobado con la demagogia idónea, que de aquí a nada tendremos en España bellas iniciativas como ésa. Bofetadas habrá para apropiarse el bombón y masticarlo. Todo, claro, con la etiqueta política de cada cual, derecha e izquierda -está científicamente probado que los maltratadores siempre son de derechas-, y planteado mucho más a lo radical que en Gran Bretaña -donde, por cierto, uno de los paladines de esta ley es un diputado conservador-. Si en España basta que una señora diga en una comisaría que su marido o su novio la maltratan para que, con sólo su palabra, sin averiguación ni comprobación previa y garantía mínima de veracidad, el fulano pase esa primera noche automáticamente en un calabozo, y mañana ya veremos, calculen cuando haya de por medio, con una ley Cenicienta sobre la mesa, un niño -y eso incluye cabroncetes de hasta dieciséis años- que llega y dice: «Oiga, señor policía, mis padres no me quieren lo suficiente, eso perjudica mi desarrollo emocional y un día de éstos acabaré suicidándome». Esposados salen de casa, como el Lute. No les quepa a ustedes la menor.
    Y es que esto es España, recuerden. Así que los progenitores poco afectuosos pueden ir poniendo los pavos a la sombra. Imaginen a un juez, según respire, estableciendo si los abrazos que tal o cual madre da a sus retoños son apretados de achuchón o sólo fríos gestos para cubrir el expediente. Si supone delito no arropar a un hijo y leerle cuentos hasta que se duerme. Si es punible, o no, que mientras un padre hace la declaración de Hacienda, ocupado en desear un futuro de felicidad al ministro Montoro y a todos sus muertos, no bese a su hija cada vez que ésta pasa cerca. Si es frialdad afectiva prohibir al niño matar vampiros en la videoconsola hasta las tres de la madrugada, o hasta qué punto el hecho de que por imprevisión paterna se acaben los crispis para el desayuno puede causar trastorno emocional, con el correspondiente suicidio cuando cumples los cuarenta tacos. Imaginemos, en resumen, el interesante panorama paterno-filial que puede abrirse aquí con una ley semejante. Las deliciosas escenas. Todas esas madres abalanzándose enloquecidas sobre sus criaturas de quince años, a la salida del cole, rivalizando en colmarlos de besos y abrazos ante sus compañeros. Por si acaso. 
     

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