domingo, 13 de julio de 2014

SILENCIO POR FAVOR, ANTONIO MANUEL ALVAREZ VELEZ, CANTANTE DE FLAMENCO,./ EL BLOC DEL CARTERO,CAPITALISMO,./ LA CARTA DE LA SEMANA, UNA HISTORIA DE ESPAÑA (XXVIII),.

Pitingo
TÍTULO: SILENCIO POR FAVOR, ANTONIO MANUEL ALVAREZ VELEZ, CANTANTE DE FLAMENCO,.

Antonio Manuel Álvarez Vélez es el nombre real de Pitingo. ... último disco, 'Cambio de tercio', es una vuelta a sus orígenes más flamencos. |foto|,.

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¡Silencio por favor! Pitingo

Antonio Manuel Álvarez Vélez es el nombre real de Pitingo. Nació en Huelva en 1980. Su último disco, 'Cambio de tercio', es una vuelta a sus orígenes más flamencos.
 Pitingo recibe a XLSemanal en el estudio donde, después de esta sesión fotográfica, ensayará su espectáculo con la troupe que lo acompaña en directo. Allí, entre micrófonos y amplificadores responde a nuestro cuestionario arrancándose, cuando la ocasión lo exige, a cantar o a explicar los secretos de algún que otro palo del flamenco. Se nota que su último disco, Cambio de tercio, es un regreso a los orígenes. Si en otras ocasiones se ha atrevido con el soul o con versiones de Nirvana, este disco es puro flamenco, en forma de seguiriyas, bulerías, fandanguillos... Se acompaña, además, de grandes nombres como Estrella, Soleá y José Enrique Morente; Carmen Linares; Miguel Poveda... y hasta de su propio hijo, que apenas tenía dos años cuando se grabó. 

TÍTULO:   EL BLOC DEL CARTERO, CAPITALISMO,.

En un pasaje particularmente penetrante de su obra Los límites de la cordura, Chesterton nos advertía de que los defensores del capitalismo suelen confundirse a los ojos de la gente incauta con defensores de la propiedad privada, cuando en realidad son sus más enconados enemigos. Y proponía una definición de capitalismo que considero bastante acertada: «Organización económica dentro de la cual existe una clase de capitalistas, más o menos reconocible y relativamente poco numerosa, en poder de la cual se concentra el capital necesario para lograr que una gran mayoría de los ciudadanos sirva a esos capitalistas por un sueldo». Le faltó añadir, sin embargo, un elemento distintivo de esta forma de organización económica que la convierte definitivamente en una máquina depredadora; nos referimos como el lector inteligente ya habrá adivinado al principio de responsabilidad limitada, que separa la persona individual del capitalista de la personalidad jurídica de la empresa que dirige.(foto)
De este modo, el capitalismo termina de aniquilar el concepto de propiedad (que estaba ligado indisolublemente a la responsabilidad personal) para sustituirlo por el de 'empresa' o 'sociedad', un artificio o embeleco jurídico que, mientras crece, reparte beneficios entre sus titulares, pero que cuando se declara en quiebra deja a acreedores y trabajadores a dos velas, obligándolos a repartirse los exiguos despojos de la sociedad quebrada, mientras el capitalista disfruta tan tranquilo de su patrimonio intacto. Y si la quiebra de la empresa pone en peligro la estabilidad económica (pensemos en los bancos, por ejemplo), el principio de responsabilidad limitada alcanza todavía un estadio más rapaz, de tal modo que las pérdidas son de inmediato socializadas, mediante exacciones tributarias, recorte de salarios, etcétera. El capitalismo, en fin, actúa como el carterista: defendiendo la empresa privada a costa de la propiedad ajena.
Decía Proudhon que «la propiedad es un robo»; pero, si leemos la cita en su contexto, descubriremos que el pensador revolucionario no propone eliminar la propiedad, sino la acumulación de propiedad en unas pocas manos (o sea, el capitalismo), que considera con razón la causa principal del despotismo de unos hombres sobre otros. Como ocurre en tantos pensadores revolucionarios, su diagnóstico es certero; pero es errónea la solución que propone para acabar con este despotismo, que no es otra sino la universalización de la propiedad (o sea, el comunismo), que tal vez sea una solución inteligente en comunidades pequeñas y muy vinculadas (una congregación religiosa, por ejemplo), pero que en sociedades menos fraternas acaba generando la esclavitud propia del colectivismo.
Pero la solución errónea de Proudhon nos enseña que el capitalismo, al concentrar en unos pocos lo que por naturaleza tendría que estar repartido (y al permitir que esos pocos se enriquezcan a costa de los muchos despojados, según postula el principio de responsabilidad limitada), genera una inevitable reacción airada entre los despojados que acaba aniquilando la necesaria paz social. Por supuesto, el capitalismo, consciente de su naturaleza inicua, ha tratado (sobre todo después de que el comunismo triunfase en vastas regiones del planeta) de aplacar a la gran mayoría despojada con sobornos diversos: el más elaborado y promisorio fue el llamado 'Estado de bienestar', que a la postre se desveló un trampantojo limosnero; y ahora, con el llamado 'Estado de bienestar' quebrado, el soborno básicamente consiste en suministrar derechos de bragueta y entretenimiento a granel (con el interné erigido en máximo proveedor gratuito).
Mediante estos sobornos sucesivos (y cada vez menos convincentes) el capitalismo ha pretendido animalizar a la gente, reducirla a un estadio de bestia que halla consuelo en la satisfacción de unos pocos caprichos; y, al menos en parte, lo ha logrado. Pero solo en parte: porque está inscrito en el alma humana el deseo de ser propietario; es ley natural que el hombre quiera vivir de los frutos que le rinde su propiedad, a través del trabajo. Y, por ello mismo, el despojo sobre el que se funda el capitalismo (la concentración de esa propiedad que naturalmente debería estar repartida) deja en el alma una herida irrestañable. Son varias las agonías por las que ha atravesado el capitalismo; y en todas, en lugar de aceptar su error, ha perseverado en él. Pero las almas heridas y sangrantes suelen (sobre todo cuando se las priva de consuelo sobrenatural) reaccionar muy malamente. Ha ocurrido en el pasado y volverá a ocurrir en un futuro próximo.

TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA, UNA HISTORIA DE ESPAÑA (XXVIII),.

( foto)
La verdad es que aquellos dos jovencitos, Isabel de Castilla y su consorte, Fernando de Aragón, dieron mucha tela para cortar, y con ella vino el traje que, para lo bueno y lo malo, vestiríamos en los próximos siglos. Por un lado, un oscuro marino llamado Colón le comió la oreja a la reina; y apoyado por algunos monjes de los que habríamos necesitado tener más, de ésos que en vez de quemar judíos y herejes se ocupaban de geografía, astronomía, ciencia y cosas así, consiguió que le pagaran una expedición náutica que acabó descubriendo América para los españoles, de momento, y con el tiempo haría posibles las películas de John Ford, Wall Street, a Bob Dylan y al presidente Obama. Mientras, a este lado del charco, había dos negocios pendientes. Uno era Italia. El reino de Aragón, donde estaba incluida Cataluña, ondeaba su senyera de las cuatro barras en el Mediterráneo Occidental, con una fuerte presencia militar y comercial que incluía Cerdeña, Sicilia y el sur italiano. Francia, que quería parte del pastel, merodeaba por la zona y quiso dar el campanazo controlando el reino de Nápoles, regido por un Fernando que, además de tocayo, era primo del rey católico. Pero a los gabachos les salió el cochino mal capado, porque nuestro Fernando, el consorte de Isabelita, era un extraordinario político que hilaba fino en lo diplomático. Y además envió a Italia a Gonzalo Fernández de Córdoba, alias Gran Capitán, que hizo polvo a los malos en varias batallas, utilizando la que sería nuestra imbatible herramienta militar durante siglo y medio: la fiel infantería. Formada en nuevas tácticas con la experiencia de ocho siglos contra el moro, de ella saldrían los temibles tercios, basados en una férrea disciplina en el combate, firmes en la defensa, violentos en la acometida y crueles en el degüello; soldados profesionales a quienes analistas militares de todo pelaje siguen considerando la mejor infantería de la Historia. Pero esa tropa no sólo peleaba en Italia, porque otro negocio importante para Isabel y Fernando era el extenso reino español de Granada. En ese territorio musulmán, último de la vieja Al Andalus, se había refugiado buena parte de la inteligencia y el trabajo de todos aquellos lugares conquistados por los reinos cristianos. Era una tierra industriosa, floreciente, rica, que se mantenía a salvo pagando tributos a Castilla con una mano izquierda exquisita para el encaje de bolillos. Las formas y las necesidades inmediatas eran salvadas con campañas de verano, incursiones fronterizas en busca de ganado y esclavos; pero en general se iba manteniendo un provechoso statu quo, y la Reconquista -ya se la llamaba así- parecía dormir la siesta. Hasta que al fin las cosas se torcieron gacho, como dicen en México. Toda aquella riqueza era demasiado tentadora, y los cristianos empezaron a pegarle ávidos mordiscos. Como reacción, en Granada se endureció el fanatismo islámico, con mucho Alá Ajbar y dura intolerancia hacia los cristianos que allí vivían cautivos; y además -madre del cordero- se dejó de pagar tributos. Todo esto dio a Isabel y Fernando el pretexto ideal para rematar la faena, completado con la metida de pata moruna que fue la toma del castillo fronterizo de Zahara. La campaña fue larga, laboriosa; pero los Reyes Católicos la bordaron de cine, uniendo a la presión militar el fomento interno de -otra más, suma y sigue- una bonita guerra civil moruna. Al final quedó la ciudad de Granada cercada por los ejércitos cristianos, y con un rey que era, dicho sea de paso, un mantequitas blandas. Boabdil, que así se llamaba el chaval, entregó las llaves el 2 de enero de 1492, fecha que puso fin a ocho siglos de presencia oficial islámica en la Península. Hace 522 años y un mes justos. Los granadinos que no quisieron tragar y convertirse fueron a las Alpujarras, donde se les prometió respetar su religión y costumbres; con el valor que, ya mucho antes de que gobernaran Zapatero o Rajoy, las promesas tienen en España. A la media hora, como era de esperar, estaban infestadas las Alpujarras de curas predicando la conversión, y al final hubo orden de cristianar por el artículo catorce, obligar a la peña a comer tocino -por eso hay tan buen jamón y embutido en zonas que fueron moriscas- y convertir las mezquitas en iglesias. Total: ocho años después de la toma de Granada, aquí no quedaba oficialmente un musulmán; y, para garantizar el asunto, se encargó a nuestra vieja amiga la Inquisición que velara por ello. La palabra tolerancia había desaparecido del mapa, e iba a seguir desaparecida mucho tiempo; hasta el extremo de que incluso ahora, en 2014, resulta difícil encontrarla.

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