Naceen Lumbrales (Salamanca) el 29 de octubre de 1930. Estudia Filosofía y Letras en Salamanca y luego Cine en Madrid.
Carrera: cofundador de la revista
'Cinema Universitario' y promotor de las trascendentales Conversaciones
de Salamanca, que marcan el rumbo del nuevo cine español. Debuta como
director con 'Nueve cartas a Berta', que gana numerosos premios, entre
ellos la Concha de Plata de San Sebastián.
'Del amor y otras soledades', 'Canciones para después de
una guerra', 'Queridísimos verdugos', 'Caudillo', 'Los paraísos
perdidos', 'Madrid', 'Octavia' y un puñado de documentales (entre ellos,
'Libre te quiero' sobre el 15-M), audiovisuales, videoinstalaciones y
filmes para televisión.
Los ha recibido en España y fuera: Espiga de Oro, Medalla de la Academia, Bérgamo, San Remo, Cannes, Figueira-Da Foz...
Basilio Martín Patino (Lumbrales, Salamanca, 1930) camina
por entre la corte de los milagros que a todas horas, mañana, tarde y
noche, ocupa la Puerta del Sol. Dos hombres disfrazados de monstruos
galácticos al estilo 'Alien' e instalados en sendas peanas frente a la
sede del Gobierno regional -el edificio con el famoso reloj de las
campanadas de Nochevieja- juegan a atemorizarlo ante la cámara del
fotógrafo. No saben que hace algo más de medio siglo, este director de
cine de culto visitó en más de una ocasión los calabozos de lo que
entonces era la Dirección General de Seguridad y eso sí que daba miedo.
Del auténtico. Mucho después, el 16 de mayo de 2011, a las nueve de la
mañana, estaba en esta misma plaza con todo su equipo para filmar a la
multitud que pacífica, harta e indignada exigía un cambio. Un director
ya octogenario fue el que mostró más reflejos, el primero que se dispuso
a tomar el pulso a un movimiento con gran peso entre los jóvenes; el
más interesado en retratar la sociedad de su tiempo con sus miserias e
ilusiones, como lo hiciera antes con la añeja burguesía del franquismo y
las suyas. Hay en su mirada azul, su largo pelo blanco y su actitud
ante la vida mucha rebeldía. Tanta que asegura que 'Libre te quiero', el
documental sobre el 15-M, es un filme incompleto que requiere una
segunda parte: la que narre el episodio del cambio que allí se
reclamaba. Lo dice convencido.
- Estábamos en Salamanca cenando con unos amigos cuando
alguien comentó que se estaba concentrando gente en la Puerta del Sol.
Todos eran escépticos sobre la posibilidad de hacer algo, estaban
resignados, y me rebelé contra aquello. Al terminar la cena, llamé a mi
equipo y cité a todos para las nueve de la mañana en la Puerta del Sol,
con todo el material. Cogimos el coche y nos vinimos a Madrid
inmediatamente. A las cinco ya estábamos en la plaza, observando a la
multitud.
En esa noche se unieron las dos ciudades de su vida:
Salamanca, donde pasó la adolescencia y la juventud y a la que siempre
vuelve, y Madrid, donde reside desde hace casi sesenta años. A la
capital charra llegó con nueve. Sus recuerdos anteriores, los de
Lumbrales, tienen un evidente aire machadiano.
- Allí viví años de felicidad total. Tengo una imagen
bucólica: una casa muy grande, con un huerto y unos animales. La vida
del pueblo era la gente y los amigos. Casi todos han ido muriendo...
- ¿Recuerda su primera sesión de cine?
- En Lumbrales había un local donde proyectaban películas,
el único en toda la comarca. No sé qué película fue la primera que vi,
pero sospecho que sería algo religioso, quizá de la Pasión. Mi padre era
muy católico y estábamos sometidos a esa forma de ser.
- En esta misma serie de entrevistas, su hermano José María
contó que en su casa no había tiempo para la holganza: cuando acababan
sus tareas se ponían a leer. ¿Lo recuerda así también?
- Yo creo que más que leer me ponía a hacer teatritos, o
escenas de cine con papel de cebolla, una caja de zapatos y una
bombilla. Era un mundo elemental, pero nos hacía felices.
- En Salamanca estudia Filosofía y Letras. ¿Por qué?
- Era lo que más cerca quedaba del cine... Tuve buenos
profesores. Allí estaba Tovar como rector, y Lázaro Carreter y tantos
otros. Era una Facultad muy interesante. Hace poco encontré entre mis
papeles una carta de Tovar. Me reñía mucho, pero también me ayudó en
numerosas ocasiones.
- ¿Cómo era el ambiente estudiantil entonces?
- Espléndido. Fue una fortuna para mí. Además, enseguida
montamos un cine-club, buscábamos películas por toda España, incluso a
veces fuera, y la ciudad se entregó.
- Fue el impulsor de las Conversaciones de Salamanca, que
sentaron las bases de la renovación del cine español. ¿Imaginó en algún
momento la trascendencia de aquella reunión?
- No, porque ni siquiera nos resultó difícil organizarla.
Gracias al cine-club nos relacionábamos con mucha gente y todos los que
nos interesaban respondieron al llamamiento.
- Luego se vino a Madrid a estudiar Cine. ¿Cómo fue el cambio?
- Estábamos en el Colegio Mayor Guadalupe y allí nos
reuníamos con Camus, Summers, Saura, Borau y otros. Nos preparábamos
para salir a la profesión, y mientras tanto montamos otro cine-club.
- El ambiente sería muy distinto al de Salamanca.
- Sí. Madrid era entonces una ciudad conflictiva, había
continuas detenciones... Pero habíamos desarrollado una personalidad que
nos permitía estar tranquilos ante la Policía. Además, tomábamos
algunas precauciones. Sabíamos que había un grupo de falangistas, los de
la Centuria 20, que siempre andaban al acecho. Un día, cuando estábamos
proyectando 'Roma, ciudad abierta', fíjese qué película tan católica,
entraron al cine con la intención de pegarme, y tuve que esconderme. Por
eso, más tarde poníamos a gente en la puerta para que avisara si
venían.
- Su primera película, 'Nueve cartas a Berta', se convirtió
de inmediato en lo que se llama un 'filme de culto' y además tuvo un
notable éxito de taquilla. ¿Se sube eso a la cabeza?
- No. Era bastante normal lo que pasó, así que el éxito fue
una sorpresa solo relativa. Éramos conocidos en Madrid, nos había ido
bien desde el principio y eso había generado una expectativa.
- Pero no la rodó en Madrid. ¿Por qué?
- Regresé a Salamanca a rodar quizá porque, con todo, era
el sitio que mejor conocía, con su pequeña burguesía y su
intelectualidad.
Calabozos y censura
El éxito no le libró de visitar comisarías y calabozos y
sufrir interrogatorios a cargo de policías brutales a quienes la calidad
estética y la profundidad de sus filmes no decía nada. Hay en su
memoria un nombre grabado a fuego, el del policía que dirigía las
operaciones y muchas veces golpeaba a los detenidos. «Se llamaba Yagüe, y
me puso a un agente que en cuanto salía a la calle me seguía. Yo vivía
entonces en Fuencarral y ya me lo tomaba a broma. Más de una vez, el
policía me condujo a Sol (la Dirección General de Seguridad)». Lo dice
sin rencor, como si hubiese sido un juego, una escena de una de sus
películas. Llama la atención que subraye más «la chulería» con la que
aquellos jóvenes hacían frente a un policía «prepotente y con muy mal
genio».
- Nos ponían en fila y era el mismo Yagüe el que iba dando
bofetadas y golpes. Al llegar a mí, se paraba. Yo le provocaba
diciéndole que por qué a mí no me golpeaba, pero no lo hacía. En ese
sentido, no me quejo. Conmigo no se portaron del todo mal.
- ¿Alguna vez tuvo que pedir a su hermano, que era la mano derecha del cardenal Tarancón, que intercediera por usted?
- No. Me comprendía, pero no habría recurrido a él nunca.
- En el calabozo coincidió con Ridruejo, Caballero Bonald, Sastre...
- Sí, estuvimos juntos una semana más o menos, en el
calabozo primero y luego en Carabanchel. Ridruejo era encantador y muy
buena persona... Lo pasamos bien todos. Nunca nos faltó la alegría y
creo que ninguno de nosotros tuvo miedo. O no lo parecía. Nuestros
carceleros sabían que el franquismo estaba acabado. Puede que estas
impresiones le parezcan contradictorias, pero así lo recuerdo.
- ¿Y la censura? ¿Cómo la vivió?
- Conocíamos a los censores y teníamos confianza con ellos,
en el aspecto personal. Nos pasaba un poco como con los policías: con
frecuencia, pensábamos que estábamos por encima. Creo que no había
ningún tipo de rencor mutuo. Simplemente, existían dos bandos.
- Pero tres de sus películas, 'Canciones para después de
una guerra', 'Queridísimos verdugos' y 'Caudillo', no se pudieron
estrenar hasta después de la muerte de Franco.
- No lo vimos claro, y los distribuidores nos pidieron que aplazáramos el estreno.
- También rodó muchas escenas de sus películas en un sótano.
- Fue más por comodidad que por miedo. Y sabíamos que ellos sabían que rodábamos.
- Entre los críticos había muchos franquistas irreductibles. ¿Cómo se llevaba con ellos?
- Era una relación peculiar. Le voy a contar una cosa: a la
gente del cine nos daban entradas para los estrenos, malas localidades,
en la parte alta de la sala. Desde allí veíamos entrar a los críticos.
Había uno llamado Pascual Cebollada que era muy conservador; en el
fondo, un infeliz. Cuando entraba a la sala, muchas veces empezábamos a
gritar: «¡Cebollón! ¡Cebollón!». Pero luego le saludábamos y hacíamos
bromas con él. Y con otros.
- Franco era muy aficionado al cine. Llegó a conocerlo.
- No. No tuve ese honor (sonríe). Para él éramos chicos malos, algo peligrosos. Aunque creo que no pasaba de ahí.
- En el Palacio del Pardo se vieron algunas de sus películas. ¿Cómo les llegaban las copias si no habían sido distribuidas?
- No lo sé. Me enteré de que habían visto 'Canciones para
después de una guerra'. Alguien se la llevaría. Tuvimos que guardar una
copia en el sótano de la casa de una de mis hermanas, porque querían
destruirla. La cosa empezó cuando en uno de esos pases la vio la mujer
de Carrero Blanco, y le dijo a su marido que tenía que verla. Él le
contestó que no, que había que destruir lo que había hecho «ese mal
español». Era yo, claro.
- A diferencia de la mayoría de sus compañeros de generación, usted nunca se afilió al PCE. ¿Por qué?
- Nunca tuve carné, es cierto. Creo que porque tenía un
gran afán de libertad y algunos prejuicios. Muchos queríamos liberarnos
de ataduras, incluida la de la militancia. En cualquier caso, sabían que
podían contar conmigo.
El cine es la vida
Ese afán por no depender de nadie le llevó también a crear
muy pronto su propia productora y a asumir tareas no habituales en un
director. «Estábamos acostumbrados a hacerlo todo o casi todo», cuenta
mientras mira, más que come, un plato de arroz con cerdo y alcachofas.
Apenas unos minutos antes, mientras recorría con parsimonia el corto
trayecto entre su casa y el restaurante, en el corazón del Madrid de los
Austria, varias personas lo han parado para saludarlo. Vecinos, amigos,
aficionados al cine.
- Tuvimos que rodar 'Queridísimos verdugos' con un equipo
técnico portugués, para evitar en lo posible que las autoridades se
enteraran de lo que estábamos haciendo. Eso hizo que entablara contacto
con mucha gente de allí. Algo después, tras la Revolución de los
Claveles, estuve en Portugal y me traje películas y documentales que
habían rodado ellos sobre la Guerra Civil y la postguerra. Aquello
estaba prohibido, por supuesto, así que metimos los rollos de película
en tinajas para aceite para poder pasar la frontera.
- Se retiró relativamente pronto del cine de ficción para dedicarse al documental y las performances. ¿Por qué?
- Nunca supe distinguir entre el cine de ficción y el de no
ficción. En cuanto a los experimentos, a las performances, se debe a
que la manera de ver el cine tradicional ya no me satisfacía. Por eso he
tratado de buscar la complicidad con el espectador: ofrecer varias
historias y que él construya el relato que quiera.
- ¿Cómo se ha llevado con los actores?
- Siempre bien. Una película tiene mucho de ejercicio de
hermandad porque si no, no se puede hacer. Me he encontrado muy a gusto
con ellos.
- ¿Qué siente cuando revisa sus propias películas?
- He visto algunas con mi hija. Me reconozco en las
historias, en el lenguaje, pero sin aspavientos. No sé qué se dirá de
ellas en el futuro. Se verán, espero, y ya no es poco. Quizá hasta se
hable bien.
El futuro
Atardece mientras pone rumbo a la Puerta del Sol. Acaba de
tener un recuerdo emocionado para Carmelo Bernaola, un amigo entrañable
desde que escribió la música de 'Nueve cartas a Berta'. «Se fue
demasiado pronto», repite casi con lágrimas en los ojos. Habla
largamente del carácter del compositor vasco, de su bonhomía, su risa
franca y su afabilidad. En ello está mientras recorre los últimos metros
de la calle Mayor y se introduce en la algarabía de titiriteros,
estatuas humanas, malabaristas, cantantes con y sin licencia municipal,
vendedores de lotería, turistas, curiosos y descuideros. Un paisaje muy
diferente al del 15 de mayo de 2011 y los días posteriores. Pasea por
los mismos lugares donde rodó y donde nada más llegar se encontró a su
hija con un cartel cargado de contenido y esperanza: «Dormíamos,
despertamos».
- No sabíamos que estaba allí, pero no nos extrañó, porque
es como nosotros (al decirlo, mira a Pilar, su esposa). A ella le hacía
gracia que la gente me reconociera. Fueron unos días muy intensos. Tanto
que no había tiempo de rodar todo lo que pasaba. Recuerdo que muchas
veces me dije a mí mismo: «¡Que yo haya vivido para ver esto!»
- ¿Qué espera ahora de la vida?
- Nunca he esperado nada especial. Siempre he sido
optimista sobre el futuro. Estamos preparados para lo que suceda. La
Puerta del Sol fue un prolegómeno de algo que va a pasar. Seguro. Por
eso había que rodarlo por cojones.
euros
es el salario mínimo. Trabajan de media 400 horas más al año que un
alemán y les han vuelto a estirar la jornada semanal hasta las 40 ...
euros es el salario mínimo. Trabajan de media 400 horas más
al año que un alemán y les han vuelto a estirar la jornada semanal
hasta las 40 horas. El IVA está en el 23%.
Portugal es una casa en ruinas que se mantiene en pie
gracias al fútbol. El turismo también ayuda lo suyo: los 800.000
franceses que, por ejemplo, se bañaron en sus playas el pasado verano
han animado más de lo esperado la encogida economía lusa. El dato
saltaba el otro día en el intermedio de la versión nacional de 'Gran
Hermano', con ardiente 'edredoning' incluido. Pero es el balón lo que
calienta el corazón de los portugueses cuando la troika -los inspectores
europeos y del Fondo Monetario Internacional- les aprieta el cinturón
sin una lágrima de piedad en la mirada. Y ellos son extremadamente
sensibles. Cada ciudadano luso es un poeta secreto que se desborda en el
estadio, donde idolatran a un español: el centrocampista Diego Capel,
estrella del Sporting de Lisboa. Andaluz emotivo, se fija mucho en la
gente cuando viaja con el equipo: «Lo pasan fatal y me alucinan cuando
llenan el campo. El fútbol es su vía de escape. Ha bajado muchísimo su
poder adquisitivo. Se nota la pobreza en todas partes. Me admiran por
sus ganas de trabajar. En el centro comercial que está pegado a mi casa
abren hasta las doce de la noche con una sonrisa».
Capel vive en la zona más moderna de Lisboa, el Parque de
las Naciones, levantado para la Expo 1998. Entre cúpulas de Calatrava,
pasarelas interminables, en pleno estuario del Tajo. Cristal, diseño,
espejismo del lujo hecho añicos desde que el país fuera rescatado por
78.000 millones de euros en 2011 para evitar la bancarrota. Los vecinos
del futbolista son médicos, abogados, ingenieros, con niños que
maltratan el ipad en restaurantes con velas y aroma a lavanda. Estos
días siguen aterrados las últimas noticias del Gobierno de Passos
Coelho. La tijera desgarra en jirones la economía de la clase media,
desorientada por el fin de la prosperidad, la única ideología que les
quedaba. Qué cercano suena.
El tercer presupuesto del Ejecutivo conservador apretará
más la política de ajustes y recortes de los dos anteriores. Primero
retiró las pagas extras a los funcionarios, luego les bajó los sueldos,
subió los impuestos -en el IVA te clavan un 23%- y ahora va a pegarle
otro tajo a los salarios públicos de todo portugués que gane más allá de
675 euros. A Vania Fernandeç -viuda, 28 años y un niño de 5- le han
quitado 100 euros; lleva a casa 460 limpios. Desde hace ocho años friega
la reluciente estación de metro Baixa-Chiado, una de las más
concurridas por los turistas: «Vivo de alquiler, pago 250 euros al mes
por una habitación. Me ayuda mi madre. La comida cuesta cada vez más.
Pero este trabajo es todo lo que tengo y me permite sobrevivir».
A Marcos Horta, policía nacional por 784 euros brutos
mensuales, le van a pellizcar un 10%. Acaba de cumplir 24 años en casa
de sus padres: «Independizarme suena a chino. La vivienda cuesta
parecido a España». En noviembre se manifestaba por primera vez, junto a
miles de agentes, contra el empobrecimiento de los servicios públicos
que ahoga el país, desde la sanidad a la seguridad. «No somos gente
violenta, ni de grandes manifestaciones. Pero es que estamos muy mal.
Hay quienes no protestan por pavor a perder el trabajo».
Tul para niñas ricas
Esta temporada le ha tocado custodiar las calles de Chiado.
Por allí empiezan a abrir tiendas con sabor añejo, sobreviven algunas
librerías, boutiques con vestidos de tul para niñas ricas a partir de
350 euros. Los paseos relucen entre las pisadas de los rusos que compran
en Hermès, pero la angustia muda que recorre el país ha calado también
en este barrio, el más 'cool' de la capital. La Navidad llega de forma
discreta: algún árbol en los escaparates, luces moderadas, hasta el
'White Christmas' de Diana Krall suena más triste que sexy.
No parece que el afable agente Horta se estrese en el
trabajo. «Es cierto, aquí no hay broncas, ni se palpa la pobreza, pero
la tenemos a la vuelta de la esquina. Hay más gente durmiendo en la
calle, cada vez hay más robos y disturbios. Ahí es donde verdaderamente
se mide la crisis. No hay como darse una vuelta por las callejuelas
cercanas a la Avenida Almirante Reis para darse cuenta. A partir de las
cinco y media de la tarde no es recomendable que vaya una mujer sola».
La zona no parece tan amenazante como la pinta el policía.
Dan más miedo algunas fruterías -triunfa el 'mix fruit' de manzanas,
mandarinas y plátanos, marrones y salpicados de bichos, a medio euro el
kilo- que las miradas de tipos duros de La Morería. De día trafican con
droga, de noche con mujeres. El desconchado de los edificios no conserva
el encanto decadente del Chiado; es cutre. La basura asoma en ruas como
Benformoso. Desde hace 48 años, Rosa Capelo reina en su
droguería-bazar: «Llegué a tener 27 empleados, pero hoy solo somos 5.
Apareció la gente de Bangladesh y los chinos y empezamos a ir para
abajo. Ellos no pagan impuestos, trabajan en negro. Y luego se ha
extendido la prostitución. Por la noche es mejor no andar por aquí».
Muy cerca, en Antero de Quental, los únicos
establecimientos abiertos son los baños públicos y una pastelería sin un
solo dulce en el escaparate. Y eso es muy raro en la ciudad que presume
de tener el mayor porcentaje de confiterías por habitante. Las
persianas bajadas de medio centenar de lonjas encogen a vecinos
agotados, sin norte. María Çelenti, 66 años y viuda, directamente
solloza cuando se le pregunta: «La tristeza es enorme. Esta era una
calle viva, llena de tiendas de telas. Ahora no hay niños ni jóvenes.
Tienen que emigrar. Todo está cerrado, la miseria te va comiendo día a
día. Sobrevivo con la pensión y mi organización. No me paso en nada».
Cuatro portales abajo, Paolo Santana limpia retretes
públicos. Habla inglés y hace tiempo que no visita al dentista. En un
par de años ha pasado de ganar 1.200 euros en la construcción a 400 con
la escobilla. El alquiler de un apartamento con dormitorio, baño y
cocina se come la mitad. «Mi empresa quebró y tuve suerte de conseguir
este empleo. Esto está fatal. Dentro de poco nos vamos a empezar a
matar. Cuidado con el bolso, por cinco euros te pueden dar un buen
susto».
Suena exagerado, como las advertencias del policía
nacional. Aunque en la Casa de la Misericordia de la Avenida Almirante
Reis la cola de personas en busca de plato caliente da la vuelta a la
manzana. Los adornos navideños caseros del comedor son tan lúgubres como
las miradas de los comensales. Apenas hablan. El hambre no parece
nueva. Algunos duermen en la calle, en los soportales de las grandes
firmas de moda y joyas que adornan la Avenida de Libertad. Los agentes
del orden, que hacen horas extra en algunas tiendas de lujo y en
supermercados de la zona, respetan los lechos de cartón. «¿Cómo les
vamos a quitar lo único que tienen?», plantea Marcos Horta, el
patrullero de Chiado.
El 22% de la población lusa, 2,3 millones de personas, ya
es pobre. Lo dice su instituto nacional de estadística. Y otro 24% se
escapa de la clasificación gracias a los subsidios, recalca la ONG Ami.
En sus comedores sociales sirven el doble de comidas que hace cinco
años. La mayoría de los nuevos usuarios son jubilados y madres que van a
por unos macarrones para sus hijos. Casi a escondidas.
En las oficinas de empleo se palpa bien el drama del paro
que va destrozando vidas de forma silenciosa. La tasa ha vuelto a
descender por sorpresa en el tercer trimestre, situándose en el 15,6%.
Pero los locales donde a veces surge el milagro en forma de contrato
siguen atestados de gente como Americu, canalizador de aguas: «Tengo 57
años y ganaba 1.000 euros. Ahora recibo un subsidio de 450 euros. No he
encontrado nada, ni de barrendero». Ahorra en lo más básico: no habrá
lavado su pantalón en el último medio año. Comparte asiento con Luis,
ingeniero de 43 años, uno en paro; Concepción, médico, 37 años, cuatro
en el dique seco; Luis, traductor, 34 años: «Yo tengo trabajo, pero la
empresa no me paga desde junio de 2011. El Estado cubre parte. Vivimos
con el sueldo de mi mujer, que cobra 1.200 euros en la universidad. Es
la que reparte las becas Erasmus».
Menús a 4 euros
Jóvenes y otros lusos que ya no lo son tanto huyen del país
en estampida desde que la crisis estalló en esta esquina de Europa. El
año pasado se marcharon 100.000. Joao Rafael Gomes ha aguantado el tirón
gracias a una beca de doctorado para estudiar a Ernesto de Sousa,
fotógrafo, director de cine y crítico de arte. Investiga por 1.000 euros
al mes en la Universidad Nueva de Lisboa. Pública. Comparte el despacho
con dos colegas. Es grande, con mobiliario setentero y dos estufas
eléctricas. Su mesa mira a la ventana: un libro, un flexo, un lápiz. Ni
ordenador ni archivadores. «Trabajo con mi aparato portátil que muchos
días no traigo. Tampoco hace falta mucho más. No me voy a quejar, que mi
novia trabaja en una librería todo el día y gana 600 euros. La
situación está mal. Somos un país pobre que hemos pinchado con la
burbuja inmobiliaria. Tengo muchos amigos hipotecados. Se desesperan,
pero no protestan demasiado. La gente joven o emigra o se deprime. En
los barrios solo ves abuelitos».
En el bar universitario come un menú de 4 euros y hace
planes sobre la novela histórica que va a publicar cuando alguna
editorial le termine de abrir la puerta. La potente Babel, que fusionó
varias casas del país, acaba de cerrar su librería de Augusto de Aguiar.
El Gobierno habla de mejoría, pero es complicado encontrarla en la
calle. Enrique Santos, presidente de la influyente cámara de comercio e
industria luso española, la más grande que tenemos en el extranjero,
recuerda que «los gestores hablan de un crecimiento del 0,2% en los dos
últimos trimestres. No todo es negativo. Aunque también es cierto que
aquí se dice que se ve luz al final del túnel... pero es un camión en
sentido contrario».
Portugal acaba de aprobar el décimo examen de la troika. Le
quedan dos para salir del rescate en junio de 2014. El embajador
español, Eduardo Junco, no ve el camión que viene de frente: «Tengo la
impresión de que el país, con más dificultades que España, está
encontrando la solución. Tenemos los primeros datos positivos, se está
haciendo un gran esfuerzo. Y el momento es muy importante, porque las
inversiones españolas crecen en sectores como la hostelería».
Para el catalán Joan Camps, 18 años en Lisboa dirigiendo
empresas relacionadas con la alimentación, sigue siendo tierra de
oportunidades. «Quizás la crisis sirva para resolver cosas. La
legislación laboral era muy proteccionista, el sector público había
crecido muchísimo. Pero al ser más pequeño que España es más fácil
reaccionar. Cuando llegué había motocarros. Hoy Lisboa está
espectacular». Teresa Ricou, referencia cultural y social del país, ve
una ciudad «bella, sí, pero como una prostituta sin alma ni cultura, que
teme abrir la boca. Tenemos que mostrar nuestra alma, ofrecer turismo
cultural, sin perder la espontaneidad y que fluya la responsabilidad
social. Estoy cansada de Portugal, temo que se acabe la democracia».
«Enorme» fraude fiscal
Lleva 33 años peleando por los más débiles, niños de
orfanato, jóvenes de reformatorio, a través del proyecto de integración
social Chapitô. Para los turistas es un restaurante mágico en los
tejados de Alfama y con las mejores vistas al Tajo. Pero además es una
compañía de teatro, una escuela de circo para chicos con problemas, una
guardería para sus bebés, un engranaje que los rehabilita y busca
trabajo, con ayudas públicas que llegan con retraso.
Los cuatro corresponsales de prensa consultados también ven
el vaso medio vacío. Hablan de una clase media en peligro de extinción,
del «enorme» fraude fiscal, de los problemas para que te atienda un
médico en la sanidad pública, previo pago de 5 euros. En las Urgencias
te piden 20 nada más entrar. Si no los llevas encima, te los quitan de
la cuenta casi antes de que te pregunten dónde te duele.
La Educación no está mejor. El Gobierno ha eliminado cerca
de 25.000 plazas, incluidos los docentes que apoyaban a alumnos con
problemas. Paulo Domingos, profesor de inglés, está convencido de que
«terminarán privatizando la escuela. Todos los pasos van en esa
dirección». Gana 1.150 euros netos al mes en una ciudad donde es difícil
encontrar alquileres de vivienda por debajo de los 600 euros. Su
sueldo, encogido los últimos cuatro años, es similar al de abogados con
apenas 10 de experiencia. Es el caso de Gabriela Neves, especialista
fiscal: «Ando loca, los impuestos cambian todos los días. La
actualización es continua, pero hay que pelear. El 20% de mis amigos
está en el paro y el 40% anda por el extranjero en busca de una vida
mejor».
Pablo Javier Pérez ha viajado al revés. Vallisoletano
apasionado de Pessoa, ganó una beca en la universidad lusa: 1.000 euros
al mes para descifrar textos del poeta. Le va bien después de año y
medio parado en España. Su novia, licenciada en Empresariales, ha
encontrado trabajo en una compañía de seguros sin hablar apenas
portugués. Atiende el teléfono, que no es mucho, pero en Valladolid
llevaba meses sin que le llamaran de ningún lado. Viven en Santa
Engracia, barrio obrero envejecido. Los pocos niños que quedan juegan al
balón en la calle. Pone orden el señor Antonio, dueño de un
ultramarinos «con soluciones para todo». La pareja española va por el
tercer calentador en casa, porque el alquiler de 600 euros no da derecho
a calefacción. Pero lo que le preocupa a Pablo Javier es encontrar una
editorial española que le publique su segundo libro de poemas, ya
prologado por el Cervantes Antonio Gamoneda. «Quizás en enero tenga
suerte. Estoy contento. Hemos pasado de no tener futuro a tener
presente. Trabajo en lo que me gusta y vivo con mi novia en un país
acogedor. En España ahora es imposible».
El dato es de este año y lo ha hecho público el
Ayuntamiento lisboeta, que ha alertado del aumento de vagabundos. 800
voluntarios de la asociación Santa Casa acaban de recorrer 7.000 calles
de la capital para preguntarles edad y formación. Ya no son solo hombres
de mediana edad con problemas de salud mental y diversas adicciones.
«Encontramos población muy joven y algunos matrimonios, y eso significa
que tenemos que mirar esta realidad y las soluciones de manera
diferente», avanzan en la ONG.
Estos días no hay mucho signos de protesta, apenas unos
carteles «contra el robo del trabajo y el salario» en la plaza del
Rocío. Pero las huelgas se han sucedido a lo largo del año con una
intensidad desconocida.
Los precios fluctúan mucho en función de la zona del país.
Pero en Lisboa la vivienda no es mucho más barata que en España. Y la
carne, la fruta y la verdura cuestan parecido. En los bares, el menú de
batalla oscila entre los 4 y los 9 euros. Zara y Blanco venden
chaquetones al mismo precio que aquí. Por el centro se ven algunos
Lamborghinis, BMW y Mercedes. Pero los tranvías, a 3,85 euros, y los
autobuses, a 1,5 por viaje sencillo, van llenos. Hay tarjetas con
descuentos.
En Portugal el número de nacimientos cayó en 2012 a 90.000,
su nivel más bajo en 60 años. El envejecimiento y la emigración han
dejado al país con 10,4 millones de habitantes.
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