Rosa Villacastín tenía entonces nueve años, pero
nunca olvidó aquella visita. Estaba en casa de su abuela Paca, en
Navalsauz, un pueblecito de Ávila, del que procede su familia materna,
cuando los vio llegar. Eran dos importantes visitantes y querían ver a
su abuela.
La
escritora Carmen Conde primera mujer en ingresar en la Real Academia de
la Lengua y su marido, Antonio Oliver, habían viajado hasta aquel
pueblecito de la sierra de Gredos para hablar con Paca de un misterioso
baúl azul, un arcón que la pequeña Rosa había visto en la buhardilla de
la casa del pueblo. La abuela Paca al principio se mostró
recelosa, pero Conde y Oliver acabaron por convencerla de algo que aún
hoy toda la literatura hispana agradece. Tras aquel encuentro, celebrado
en 1956, Paca donó al Estado el contenido del baúl: postales,
telegramas, fotos, tarjetas de visita y la abundante correspondencia que
Rubén Darío mantuvo con otros grandes escritores de la época y con ella
misma, con su querida Paca, su gran amor.
Así descubrió Rosa
Villacastín que su abuela Francisca Sánchez del Pozo había sido durante
más de 16 años la mujer (aunque sin casarse) de Rubén Darío. Que,
además, había tenido con él cuatro hijos y que había sido su compañera
fiel en París, Madrid, Palma de Mallorca y Barcelona durante una de las
etapas más ricas y tormentosas del poeta.
La historia es
digna de un folletín, con un protagonista principesco, una muchacha de
origen humilde y una mujer malvada. El galán es Rubén Darío, Príncipe de
las Letras Castellanas y precursor del modernismo; la cenicienta,
Francisca Sánchez, hija de un guardés de la Casa de Campo, una mujer
sencilla y analfabeta; y la pérfida, Rosario Murillo, segunda esposa del
poeta.La historia de Paca arranca en Navalsauz.
Su padre,
Celestino, un campesino lleno de hijos, trabaja las tierras de don
Francisco Silvela. Cuando el político es rehabilitado y lo llaman a
Madrid para presidir el consejo de ministros, le ofrece a Celestino un
puesto como jardinero de los terrenos del Palacio Real.
Francisca,
la hija mayor, se encarga de llevar la comida a su padre a la Casa de
Campo. Allí se cruza un día con dos hombres, uno de los cuales galantea
con ella. Francisca, que no ha ido a la escuela, no reconoce a
su admirador, el escritor nicaragüense Rubén Darío, de paso por España a
instancias del diario argentino La Nación para narrar el clima del
desencanto español tras el desastre de 1898. Paca tampoco reconoce a su
amigo, don Ramón María del Valle-Inclán.
Las habilidades galantes
de Darío surten efecto: al mes y medio de conocerlo, Francisca de 24
años ya vive con él y está embarazada. El escándalo familiar es
mayúsculo. Al principio, los padres de ella están indignados con el
poeta, que los convence de su buena fe con un viaje a Navalsauz, en tren
y en pollino, para pedir formalmente la mano de Francisca, aunque solo
sea para callar las habladurías: Darío piensa casarse con Paca, pero...
ya estaba casado.
Félix Rubén García Sarmiento tuvo una vida
atropellada, de idas y venidas, romances, borracheras y tertulias. Había
nacido en Metapa (Nicaragua) y el desarraigo lo visitó pronto: su
padre, alcohólico, se marchó; su madre lo dejó con unos tíos abuelos
cuando encontró a otro hombre.
Félix Rubén tomó por
apellido 'Darío', un antiguo apodo de la familia (así se llamaba un
tatarabuelo), y se reveló como un niño prodigio: a los 3 años ya leía y a
los 13 publicaba poemas en los periódicos.Vivió de escribir poemas y
crónicas en la prensa, se mudó a Chile y El Salvador y saltó a la fama
por su poemario Azul.
Tuvo una primera mujer, Rafaela Contreras,
con la que tuvo un hijo y a la que le fue infiel con una adolescente de
ojos de gata, la Garza morena que describe en Azul, una muchacha
ambiciosa que lo cautivó y le amargó la vida: Rosario Murillo.
Cuando murió Rafaela, a Darío lo embaucaron Rosario y su hermano Andrés,
un ávido político: lo emborracharon y lo casaron. Nunca se pudo desatar
de aquella cadena. Así lo creía Paca, aunque no es solo la típica
versión de la 'amante que odia a la ex de su hombre': es una verdad
corroborada por expertos en la obra de Darío, como Teodosio Fernández,
que confirma:
«Rosario Murillo le hizo la vida imposible a Darío y le impidió siempre el divorcio».
Cuando
Francisca lo conoció, Darío era un hombre de prestigio, admirado por
Manuel Machado o Juan Ramón Jiménez. Era también un hombre alcoholizado y
atormentado. Con la hija del jardinero encontró, sin embargo, una vida
serena: Paca era atenta y solícita, estaba pendiente de sus gustos y
necesidades.
«Mi abuela le dio un hogar. Darío nunca había
tenido uno», explica hoy Rosa Villacastín. Paca y Darío vivieron primero
en un pisito de la calle Marqués de Santa Ana, en Madrid. No fue una
vida fácil. El primer obstáculo fue social. Como su familia al
inicio, muchos se distanciaron, reprobando esa convivencia sin
matrimonio. La niña que esperaban poco después de conocerse, Carmen la
primera que tuvieron, murió de viruela al año de nacer.
En 1900,
La Nación envió al poeta a París a cubrir la Exposición Universal. Pese a
no conocer el idioma ni saber leer, Paca encontró en París cierto
sosiego. Amado Nervo compañero de piso de Darío y corresponsal de
El
Imparcial de México convivió con la pareja y se aplicó con Darío en
enseñar a Paca a leer y escribir. La apodó, además, Princesa Paca.
Fueron dos años de relativa tranquilidad, aunque los ingresos del poeta
eran inestables y su alcoholismo, creciente.
Siguió
su vida ambulante con un breve regreso a Madrid, como embajador de
Nicaragua; en 1903 tuvo otro hijo: Rubén Darío Sánchez, al que el poeta
llamaba Phocás, porque le recordaba al pastor tracio que se convirtió en
emperador romano. Terminó a su vez Cantos de vida y esperanza,
colaboró con Juan Ramón en la revista Helios y bebía cada vez más.En
1905, Phocás muere. Su padre se atiborra de viajes: a Inglaterra,
Bélgica, Río de Janeiro... Suma a su vez otra estancia en París, como
cónsul. Allí se encontró Paca con Rosario Murillo, quien, enarbolando
sus derechos de esposa legítima, embargó todos los bienes de Darío.
Murillo interrumpía también las tertulias, las cenas en los
restaurantes...
Paca perdió una niña a los cinco meses de
gestación, pero en Francia, en 1907, nació Rubén Darío Sánchez, apodado
Güichín. Darío se marchó otra vez, ahora a Nicaragua, a luchar por su
divorcio. No pudo ser. La Ley Darío como se conoce la norma
para el divorcio en su país exigía que los contrayentes no se hubieran
visto ni mantenido contacto alguno en los últimos cinco años. Murillo
esgrimió pagos que Darío le había hecho para invalidar la disolución
matrimonial.
Un golpe de Estado en Nicaragua despoja a Darío de
su puesto en París. Regresa con Paca a España y se instalan en
Barcelona. Sus únicos ingresos fijos son los pagos de La Nación. Y el
alcohol se ha adueñado de su vida.
Sufre neurosis, su aspecto es
macilento y febril. Busca el aislamiento.Pero todo empeora. Su
secretario, Alejandro Bermúdez, roba inéditos de los cajones, firma
artículos en su nombre y lo convence de emprender una insensata gira
americana. En el puerto de Barcelona se da la dramática despedida. Paca
le suplica que no se marche. Tras su paso por los Estados
Unidos y Guatemala, Darío regresa a Nicaragua, llevado por Rosario
Murillo, que lo acapara. Allí muere, en 1916.
Paca regresa
a Madrid. Pero tiene la fortuna de encontrar a un buen hombre, José
Villacastín, que se dedica a reunir la obra del poeta y funda con
Güichín la editorial Rubén Darío. Paca tiene con él otra hija,
la madre de Rosa Villacastín, con la que regresa a Navalsauz, siempre
custodiando el baúl azul, hasta que Carmen Conde y su marido la
visitaron.
Paca como fuente de inspiración
Darío le dedicó versos: «Seguramente Dios te ha conducido / para
regar el árbol de mi fe / hacia la fuente de noche y de olvido /
Francisca Sánchez acompáñame». Paca ayudó al poeta a inspirarse cuando
el alcohol y la página en blanco lo estrangulaban.
Cuenta Rosa
Villacastín en La Princesa Paca que Darío debía redactar el poema de
apertura de un importante encuentro de escritores y políticos
hispanoamericanos en el Ateneo de Madrid. Cuando Paca llegó a casa, lo
encontró desmayado por la angustia y la borrachera. Casi llorando le
suplicó que bailara desnuda ante él. Ella lo hizo. De pronto,
al poeta le entró un arrebato inspirador y escribió del tirón su
Salutación del optimista, que comienza con los versos: «Ínclitas razas
ubérrimas, / sangre de Hispania fecunda...».
«Mi tataya, hoy
te escribo ya repuesto de unos días de enfermedad que he pasado.
Felizmente no ha sido muy fuerte, pero me has hecho muchísima falta.
No
hay como mi tataya para acompañarme. Recibí tu cartita y así quiero que
me escribas. Mucho me gusta que estés engordando y que tú y María estén
con buena salud. Cuídate mucho, mucho. Aquí ha vuelto el frío. Está
muy bien que te hayas comprado la máquina. Así te distraerás más en la
casa y harás tus cositas. Yo ya estoy con ganas de volver a París y
procuraré hacerlo lo más pronto posible. Don Crisanto no ha vuelto
todavía. Muchos besos a ti y María y que te acuerdes a cada rato de mí,
como yo. Tu tatay».
TÍTULO: ¿ QUÉ MOTIVOS TENEMOS HOY PARA SER FELICES?,.
Aunque no lo crean, hoy tenemos más motivos que nunca para ser felices. Tomen perspectiva histórica y piénsenlo. Hoy vivimos más y mejor ...
Aunque no lo crean, hoy tenemos más motivos que
nunca para ser felices. Tomen perspectiva histórica y piénsenlo. Hoy
vivimos más y mejor que nunca gracias a la medicina, las mejoras
higiénicas y el avance de la tecnología. Las verdades
científicas por fin han sustituido a los intocables dogmas del pasado.
La violencia está en declive, pese a que los medios de comunicación nos
recuerden a todas horas que aún no la hemos extinguido; y, a cambio, el
altruismo y la cooperación se expanden.
Las redes sociales consiguen mantenernos conectados en masa y ponen en jaque al monstruo de la soledad.
Pero
el descubrimiento reciente que ha revolucionado nuestro modo de ver las
cosas es, sin duda, el aprendizaje social y emocional.
En los
últimos años, en mis charlas con centenares de científicos de todo el
mundo, he podido constatar que el aprendizaje social y emocional se
sustenta gracias a tres grandes experimentos.
El primero
es el que realizó Walter Mischel, psicólogo de la Universidad de
Columbia, con niños que debían resistir, durante diez o veinte minutos,
la tentación de comerse una golosina para ganarse una ración doble a
modo de recompensa.
Con este test, Mischel puso a prueba su
fuerza de voluntad y demostró, tras años de estudios, que esta capacidad
puede influir en su comportamiento durante la edad adulta. Luego,
Eleanor Maguire, del University College de Londres, a través del estudio
que realizó con los taxistas de Londres y que ya he explicado
en anteriores ocasiones, evidenció el proceso denominado 'plasticidad
cerebral' o, en otras palabras, el impacto de nuestras acciones en el
desarrollo del cerebro.
Y el tercero ha sido descubrir la enorme importancia del pensamiento intuitivo.
Gracias
a los estudios de John Bargh, de la Universidad de Yale, sabemos que el
espacio que la intuición ocupa en el cerebro es mucho mayor que el
correspondiente al pensamiento racional; y que no solo podemos, sino que
debemos, fiarnos de nuestros instintos y emociones básicas y
universales.
Podría seguir citando ejemplos, pero hay una
razón que tiene una importancia aplastante: ahora disponemos de más
tiempo que nunca para dedicarnos a ser felices. Desde hace más de un
siglo y medio, la longevidad de los habitantes de los países prósperos
no para de crecer.
Y sigue al alza a una tasa constante que los
demógrafos estiman en dos años y medio por cada década. Eso significa
que disponemos de más años de vida, cada vez y si no los invertimos en
ser más felices, mal lo tendremos. Implantar el aprendizaje social y
emocional en las escuelas implicaría dotar a la gente de la calle de las
herramientas básicas para entender y gestionar sus emociones, lo que
tendría enormes repercusiones en sus niveles de felicidad.
Esto
me lo explicó otra gran neurocientífica del University College de
Londres, Tali Sharot. Según las evidencias que ha podido recopilar en
sus años de carrera investigadora, Sharot ha llegado a la conclusión de
que el ser humano llega al mundo con un optimismo innato.
Seguro
que cualquier lector de estas líneas está convencido de que conduce
mejor que la media, que toma mejores decisiones que los demás, que es
más listo. Pero párese y reflexione: la mayoría de la gente cree lo
mismo, y es imposible que la mayoría sea superior a la media.
Eso se debe a que tenemos una visión sesgada de nuestra vida y nuestras expectativas.
Es
lo que Sharot denomina el 'sesgo optimista'.Este carácter optimista es
necesario para que podamos tirar adelante, para emprender, para innovar,
y es el motor que nos impulsa hacia la felicidad. De no
existir esta visión optimista de lo que nos depara el futuro, les
aseguro que no avanzaríamos en nuestra búsqueda de la felicidad. De
hecho, no haríamos nada. En realidad es en este camino, en la propia
búsqueda, donde reside la felicidad.
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