La fascinación por las islas de Gauthier Toulemonde
(Roubaix, 1959) no es nueva. De pequeño devoraba novelas de aventuras y
por las noches sus sueños se confundían con las peripecias de Robinson
Crusoe o las hazañas del protagonista de cualquier libro de Julio Verne.
En cuanto se hizo un poco más mayor quedó deslumbrado por el comandante
Costeau y sus singladuras a remotos archipiélagos tropicales a bordo
del 'Calypso'. Esa mezcla de ficción y realidad forjó en una parte de su
cerebro una asociación entre los territorios insulares y los conceptos
de libertad y autosuficiencia que se ha revelado uno de sus más sólidos
principios.
Pero los arrecifes no dan de comer, así que Gauthier
arrinconó sus fantasías infantiles y terminó convertido en un alto
ejecutivo de la banca. Durante años pisó las alfombras que adornan las
altas esferas del poder financiero y compartió mesa y mantel con
personalidades como Bill Clinton o Kofi Anan.
Un día se dio cuenta de que ese camino le alejaba cada vez
más de los archipiélagos que seguían navegando en uno de los cuadrantes
de su cabeza y lo mandó todo a paseo. Adquirió una modesta editorial que
publicaba una revista sobre sellos, otra de sus pasiones, y emprendió
una nueva vida más acorde con sus sueños infantiles.
El tiempo que ganó con su nueva ocupación lo invirtió en
emular a sus héroes de la niñez. Viajó al Polo Norte, visitó remotas
islas caribeñas, exploró cuencas fluviales tropicales y hasta navegó a
bordo del 'Planetsolar', la primera embarcación que dio la vuelta al
globo movida por la energía del sol. Fue precisamente en el
'Planetsolar' donde empezó a acariciar la idea de convertirse en un
Robinson Crusoe a tiempo parcial. Uno de los técnicos que conoció en el
barco le enseñó que la luz del sol era capaz de hacer funcionar
cualquier ingenio y decidió poner esa sabiduría al servicio de su nuevo
proyecto.
Cargó su maleta con un par de ordenadores portátiles
alimentados por paneles solares, dos teléfonos satélite, un poco de ropa
y una hamaca, y se plantó en un islote deshabitado del Índico que tiene
700 metros de largo y 500 de ancho. En la isla no hay agua potable, así
que tuvo que llevarse también una desalinizadora solar. Quería
comprobar si era posible alejarse de las servidumbres de la vida
contemporánea sin abandonar sus obligaciones laborales gracias a las
nuevas tecnologías.
Nubes de insectos
El pasado 8 de octubre tomó posesión del islote, situado a
cinco horas de navegación del núcleo habitado más próximo, con la única
compañía de su perro. Su primera ocupación tras construirse un refugio
básico para pernoctar fue verificar si podía conectar con sus compañeros
de trabajo, ubicados a más de 10.000 kilómetros de distancia. La
comunicación funcionó y Toulemonde inició así una peculiar relación
laboral que se ha prolongado durante más de cinco semanas: juntos
repasaban los acontecimientos y planificaban las tareas de la jornada
pese a las seis horas de diferencia. «Se puede trabajar a distancia pero
se pierde el contacto humano que tan necesario es para el buen
funcionamiento de una empresa», ha recapitulado tras poner fin a su
experimento.
El empresario volverá esta semana a Francia con unos
cuantos kilos de menos pero con la satisfacción de haber hecho realidad
su sueño. Puede que la isla resultase paradisiaca, pero el blog que ha
mantenido activo todo este tiempo refleja que su estancia ha sido algo
más accidentada de lo que se podía pensar: lluvias torrenciales, vientos
huracanados y nubes de insectos de afiladas dentaduras le han mantenido
en permanente tensión. «El paraíso se vuelve a veces un infierno», ha
confesado en sus momentos más bajos. Son los gajes de ser náufrago en la
era digital.
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