REVISTA CAMPO - TAPAS Y BARRAS - UN PAIS PARA COMERSELO -Obsesion por el frio , fotos.
Dentro del debate en torno al cambio climático, muy pocas veces se acude a la revisión histórica para analizar la evolución del clima a lo largo de los siglos. Periodos de frío y de calor se han ido sucediendo sin ninguna intervención del hombre.
Como resulta frecuente, la recién
llegada primavera se ha estrenado con una ola de frío que nos ha
recordado, cuando ya habíamos arrumbado el abrigo, lo más recio del
invierno. Como acompañamiento natural de lluvias y estornudos, ¿quién no
ha despotricado sobre el cambio climático y sus locos efectos? ¿Qué
comentarista no se habrá sentido obligado a ilustrarnos, una vez más y
con la misma afectada gravedad, de los terribles males que nos esperan
ya hiele o haga calor, ya rompan los diques los temporales, ya se
agrieten los cimientos de los resecos pantanos?
Y, sin embargo, esta humanidad afligida,
que pregunta tantas veces a la historia lo que la historia no puede
contestar, no suele recurrir en esta tesitura a los interesantes
estudios existentes desde hace décadas sobre la evolución del clima.
Estudios cada vez más refinados y fiables sobre cuya plural y, a veces
extremadamente compleja, metodología no podemos detenernos aquí. Sin
necesidad ni curiosidad para remontarnos a distancias geológicas, sino
plena e inmediatamente históricas, ¿qué puede decirse del clima europeo
en los últimos mil años?
Lo primero es que, como tendencia
general, cabe hablar de ciclos cortos, más cálidos o más fríos, de
varias décadas de duración, que se inscriben en otros más largos en los
que los caracteres dominantes son más visibles. De este modo, puede
afirmarse que desde el siglo VIII y hasta fines del siglo XIII, Europa y
sus aledaños se vieron afectados por un ciclo cálido que es conocido
como “óptimo climático medieval” o “periodo cálido medieval”. Y
a fuer que debió ser cálido, pues las temperaturas medias en Europa se
mantuvieron a lo largo de esos siglos entre 1º y 3º por encima de las
actuales. Ello explica fenómenos curiosos como la extensión de la vid
hacia tierras tan al norte, como es el caso de Inglaterra, o que la
inhóspita Groenlandia fuese colonizada en el siglo X por escandinavos
que no dudaron en bautizarla con su nombre de Tierra Verde, que es lo
que patentemente significa. Pero eso es lo anecdótico.
No es habitual acercarse a la historia para analizar los estudios existentes sobre la evolución del clima a lo largo de los siglos y las consecuencias que este factor provocó
Lo importante es que ese óptimo cálido
permitió, entre otros efectos, la gran expansión agrícola europea, la
puesta en cultivo de millones y millones de hectáreas a costa de bosques
y pantanos y, con ello, la creación de la base económica y demográfica
que hizo posible el primer despliegue de nuestra civilización. Curiosamente, ese aumento de las temperaturas no implicó mayores sequías, al menos en España y otros países mediterráneos,
y es que la ecuación de períodos generales cálidos con sequías
prolongadas, que es lo que instintivamente tendemos a pensar, es falsa.
500 años de frío
A este periodo cálido le sucedió, desde
el siglo XIV hasta aproximadamente 1850, un ciclo frío que los
historiadores llaman la “Pequeña Edad de Hielo”, con fríos máximos hacia
1650, 1770 y 1850. Por supuesto, los glaciares europeos se
expandieron entonces hasta esos límites que hoy muchos creen de los
tiempos paleolíticos y el frío intenso descendió hasta muy al sur.
Por ejemplo, en 1788, y de nuevo en 1789, el Ebro, a su paso por
Zaragoza, se mantuvo helado durante quince días seguidos. En conjunto, y
sin salir de la Península Ibérica, pueden señalarse cuatro períodos de
sucesos catastróficos relacionados con la “Pequeña Edad de Hielo”,
situados a mediados del siglo XV, y entre los años 1570–1610, 1769–1800 y
1820–1860. Además de por fríos, heladas y nevadas muy intensos, estos
periodos se caracterizaron por la alternancia entre fuertes lluvias y
sequías extremadas, así como grandes temporales marinos. Los efectos
sobre la agricultura y sobre la vida de los europeos fueron muy duros,
como, refiriéndose al siglo XVII, ha puesto de manifiesto la gran y
reciente monografía de Geoofrey Parker sobre esa centuria, El siglo maldito.
Las cosas empezaron a mudar, para bien,
desde 1850, y en esas estamos todavía hoy, del mismo modo esencialmente
misterioso, ya que las causas de estas fluctuaciones, aunque se conocen o
sospechan en términos generales, no son siempre evidentes. Entre ellas,
la cambiante actividad solar y su no menos cambiante incidencia sobre
la superficie terrestre, la existencia de ciclos oceánicos de varias
décadas de duración y difícil explicación, la mayor o menor frecuencia e
intensidad de erupciones volcánicas, de probada influencia sobre el
clima de enormes regiones y, por último, la todavía discutida posible acción antrópica, merced al vertido de gases a la atmósfera.
Según un estudio reciente aparecido en Nature, esa
actividad humana, generadora del famoso efecto invernadero, podría
haber retrasado en unos 50.000 años la llegada de una nueva Edad de
Hielo como las del Pleistoceno, algo que, sin esa acción involuntaria
del hombre, debería estar a punto de suceder en función de las actuales
condiciones astronómicas. Al parecer, son muchos los que
lamentan ese retraso, a juzgar por la aflicción con que los medios
pintan el paulatino deshacerse de los modernos glaciares pero, aunque
deteste el calor, no seré yo quien me queje de tal cosa. Más bien tiendo a considerarlo un nuevo beneficio que agradecer a mister Ford y a herr Benz. A mi edad, uno ya no aspira, en relación con el clima, a otra cosa que no sea la constatación de lo que el barón de Rotschild
aseguró a un pelmazo que lo asediaba para que le revelara algo de sus
acreditados saberes sobre el futuro comportamiento de la Bolsa de
Londres: -¿Subirá, bajará? No sé, señor mío, lo que puedo decirle es que
fluctuará.
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