domingo, 1 de junio de 2014

SILENCIO POR FAVOR, LA CARTA DE LA SEMANA, PERIÓDICOS,./ EL BLOC DEL CARTERO, UNA HISTORIA DE ESPAÑA ( XXVI),.

TÍTULO: SILENCIO POR FAVOR, LA CARTA DE LA SEMANA, PERIÓDICOS,.

El otro día, en un contenedor de escombros que han instalado en mi calle, al pie de un edificio que andan remozando, me encontré entre enseres desvencijados y papelorios amarillecidos con un viejo ejemplar del diario ABC del año 1950, de páginas gangrenadas por la humedad. Lo llevé a casa y, para entretener el insomnio, me puse a leerlo: encabezaba el periódico una tercera de Agustín de Foxá sobre las tiendas de juguetes, fulgurante de metáforas y preñada de emoción elegiaca; pasadas las páginas de 'actualidad gráfica', Josefina Carabias escribía sobre los valles de Gredos, acuciados en verano por la sequía, evocando una deliciosa anécdota protagonizada por Unamuno; a continuación, Luis Soler dedicaba una estampa vibrante al idilio pictórico (y carnal) de Goya con «la duquesa Cayetana»; y Miguel Pérez Ferrero ofrecía una crónica nostálgica, acariciada por la brisa de Ramón Gómez de la Serna, sobre el cierre del café Pombo; se sucedían a continuación un par de páginas de crítica literaria y, mediado casi el periódico, las noticias de actualidad local, nacional, internacional y deportiva, salpimentadas por una divagación de Luis Calvo y por las crónicas de los corresponsales del periódico Massip desde Nueva York, Cortés Cavanillas desde Roma, etcétera, hasta llegar a las esquelas y los anuncios clasificados. Confesaré que dediqué más tiempo a leer aquel ejemplar vetusto de ABC que a ningún otro periódico del día; y también que su lectura se me antojó infinitamente más amena, instructiva, vigente y actual que la de todos los periódicos que he leído en los últimos años. ( foto )
¿Qué es lo que un lector se encuentra hoy en muchos periódicos? Pues, por ejemplo, un carretón de artículos de 'análisis político' que son auténticas olimpiadas del anacoluto y el lugar común; artículos sin poesía, sin cultura, sin ironía y sin donaire en torno a las últimas declaraciones romas y somníferas de tal o cual politiquillo con mando en plaza; artículos escritos en muchos casos por tertulianeses que, durante el día anterior, han evacuado machaconamente las mismas palabras fiambres en las doscientas o trescientas tertulias por las que han desfilado a matacaballo. ¿De veras la razón de ser de un periódico es repetir (o regurgitar, habría que decir para ser más exactos) esa morralla archisabida, redactada además en un estilo patatero? Y, pasado el chaparrón de prosa tertulianesa, tenemos que bregar con noticias que parecen dictadas desde Génova o Ferraz, según el negociado que las oligarquías partitocráticas hayan asignado al periódico en cuestión; tan escoradas y tendenciosas que el lector, a veces, tiene que suspender su incredulidad, como si estuviese leyendo una novela de vampiros o marcianos, para poder llegar hasta el final. Por supuesto, antes de acabar, el lector también habrá de soportar que los periódicos se rebajen a glosar las mil memeces que son 'tendencia' en las redes sociales, en un esfuerzo patético por captar a un público que jamás de los jamases se gastará un duro en un periódico, a la vez que expulsan a quienes añoran un periódico en el que aún se puedan leer noticias que no sean intoxicaciones y artículos que alimenten el espíritu sobre las tiendas de juguetes, los cafés literarios, los amores de Goya o los valles de Gredos.
Cada vez que se quiere justificar que los periódicos se hayan convertido en recipientes de alfalfa tertulianesa, intoxicaciones partidistas y guiños patéticos a la cofradía tuitera, en contraste con lo que fueron en otra época, se suele aducir que antaño no estaba permitido hablar de política y que, inevitablemente, todo periódico anterior a la democracia tenía que cargar las tintas hacia la literatura. Esta excusa siempre me ha resultado grotesca, tan grotesca como aducir que el amor de don Quijote hacia Dulcinea no es carnal porque toda novela anterior al cine porno tenía que cargar las tintas hacia la sublimación de las pasiones. Lo cierto es que antaño se podía hablar de política del mismo modo en que se puede hablar ahora: elogiando a quienes mandaban y execrando a quienes no comulgaban con el mando; la única diferencia es que antes el mando estaba concentrado y hoy se reparte en negociados. La verdadera diferencia entre los periódicos de antaño y los de ahora es que los de antaño tenían consideración hacia el lector y entendían que debían brindarle lecturas jugosas llenas de poesía, cultura, ironía y donaire que alimentasen su espíritu; mientras que los de hogaño se conforman con arrojar al comedero un pienso reciclado para consumo de la 'ciudadanía', que es el nombre moderno y respetable con que nos referimos a los zombis gregarios. Pero los zombis, puestos a deglutir pienso, siempre preferirán una pantallita.

TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO,. UNA HISTORIA DE ESPAÑA ( XXVI),.


  1. Habíamos quedado en que el burocrático Felipe II, asesorado por su confesor de plantilla, prefirió ser defensor de la verdadera religión, como ...( foto)
     Habíamos quedado en que el burocrático Felipe II, asesorado por su confesor de plantilla, prefirió ser defensor de la verdadera religión, como se decía entonces, que de la España que tenía entre manos; y en vez de ocuparse de lo que debía, que era meter a sus súbditos en el tren de la modernidad que ya pitaba en el horizonte, se dedicó a intentar que descarrilara ese tren, tanto fuera como dentro. Dicho en corto, no comprendió el futuro. Tampoco comprendió que los habitantes de unas islas que estaban en el noroeste de Europa, llamadas británicas, gente hecha a pelear con la arrogancia desesperada que les daba la certeza histórica de su soledad frente a todos los enemigos, formaban parte de ese futuro; y que durante varios siglos iban a convertirse en la pesadilla constante del imperio hispano (la famosa pesadilla que se muerde la cola, que diría Belén Esteban). A diferencia de España, que pese a sus inmensas posesiones ultramarinas nunca se tomó en serio el mar como camino de comercio, guerra y poder, y cuando quiso tomárselo se lo estropeó ella misma con su corrupción, su desidia y su incompetencia, los ingleses -como los holandeses, por su parte- entendieron pronto que una flota adecuada y marinos eficaces eran la herramienta perfecta para extenderse por el mundo. Y como el mundo en ese momento era de los españoles, el choque de intereses estaba asegurado. América fue escenario principal de esa confrontación; y así, con guerras y piraterías, los marinos ingleses se pusieron a la faena depredadora, forrándose a nuestra costa. Esos y otros asuntos decidieron a Felipe II a lanzar una expedición de castigo que se llamó Empresa de Inglaterra y que los ingleses, en plan de cachondeo, apodaron la Invencible: una flota de invasión que debía derrotar a la de allí, desembarcar en sus costas, hacer picadillo a los leales a Isabel I -para entonces los ingleses ya no eran católicos, sino anglicanos- y poner las cosas en su sitio. Prueba de que siempre hemos sido iguales es que, a fin de que los diversos capitanes, que iban cada cual a lo suyo, obedecieran a un mando único, se puso al frente del asunto al duque de Medina Sidonia, que no tenía ni puta idea de tácticas navales pero era duque. Así que imaginen el pastel. Y el resultado. La cosa era, sobre todo, conseguir el abordaje, donde la infantería española, peleando en el cuerpo a cuerpo, era todavía imbatible; pero los ingleses, que maniobraban de maravilla, se mantuvieron lejos, usando la artillería sin permitir que los nuestros se arrimaran. Aparte de eso, los rubios apelaron todo el rato a una palabra (apenas pronunciada en España, donde tiene mala prensa) que se llama patriotismo, y que les sería muy útil en el futuro, tanto contra Napoleón, como contra Hitler, como contra todo cristo; mientras que a los españoles nos sirve poco más que para fusilarnos unos a otros con las habituales ganas. El caso es que los súbditos de Su Graciosa resistieron como gatos panza arriba, y además tuvieron la suerte de que un mal tiempo asqueroso dejara a la flota española hecha una piltrafa. Donde sí hubo más suerte fue en el Mediterráneo, con los turcos. El imperio otomano estaba de un chulo insoportable. Sus piratas y corsarios -ayudados por Francia, a la que inflábamos a hostias un día sí y otro también, y por eso nunca perdía ocasión de hacernos la puñeta- daban la brasa por todas partes, dificultando la navegación y el comercio. Así que se formó una coalición entre España, Venecia y los Estados Pontificios; y la flota resultante, mandada por el hermano del rey Felipe, don Juan de Austria, libró en el golfo de Lepanto, hoy Grecia, la batalla que en nuestra iconografía bélica supone lo que para los ingleses Trafalgar o Waterloo, para los gabachos Austerlitz y para los ruskis Stalingrado. Lo de Lepanto, eso sí, fue a nuestro estilo: la víspera, aparte de rezos y misas para asegurar la protección divina, Felipe II aconsejó a su hermano que, entre los soldados y marineros de su escuadra, «los que sean cogidos por sodomíticos, instantáneamente sean quemados en la primera tierra que se pueda». Pero Juan de Austria, que tenía otras preocupaciones, pasó del asunto. En cualquier caso, Lepanto fue la de Dios. En un choque sangriento, la infantería española, sodomitas incluidos, se batió ese día con su habitual ferocidad, machacando a los turcos en «la más alta ocasión que vieron los siglos». El autor de esa frase fue uno de aquellos duros soldados, que combatió en un puesto de gran peligro y resultó herido grave. Se llamaba Miguel de Cervantes Saavedra, y años después escribiría la novela más genial e importante del mundo. Sin embargo, hasta el día de su muerte, su mayor orgullo fue haber peleado en Lepanto.

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