TÍTULO: ENREDATE, ESPIA EN HOLLYWOD,.
Se llamaba Stenne, el pequeño Stenne. Era un niño
de París, débil, paliducho, que lo mismo podía tener diez años como
quince. Con estos chiquillos, no se puede decir la edad con exactitud.
Su madre había muerto; su padre, antiguo soldado de la marina, era
guarda de jardines en una plaza del barrio del
Temple. Los niños, las niñeras, las señoras mayores que van con sus
sillas plegables bajo el brazo, las madres pobres, toda la gente
sencilla y tímida que busca amparo contra los carruajes en esos
parterres rodeados de aceras, conocían al señor Stenne y lo apreciaban.
Todos sabían que bajo aquellos grandes bigotes, espanto de
los perros y de los ociosos que bostezan en los bancos, se ocultaba una
tierna sonrisa casi maternal, y que para hacer surgir esa sonrisa no
había más que preguntarle al pobre hombre: «¿Cómo está su hijo? ¿Qué tal
se porta?». ¡Quería tanto a su hijo! ¡Era tan feliz cuando por la
tarde, al salir de la escuela, el niño venía a
buscarlo y juntos daban una vuelta por los paseos, deteniéndose ante
cada banco para saludar a los conocidos y corresponder a sus saludos!
Pero
llegó el sitio y, desgraciadamente, todo cambió. Cerraron el jardín y
lo convirtieron en depósito de barriles de petróleo, y el pobre hombre,
obligado a
una vigilancia constante, se pasaba la vida deambulando entre los
macizos desiertos, destrozados, solitarios, sin poder fumar, sin poder
ver al hijo nada más que en casa, por la noche y ya muy tarde. Así que
había que ver sus bigotes cuando le mencionaban a los prusianos...foto
Pero
Stenne hijo, por
supuesto que no se quejaba de la nueva vida. ¡Un sitio! ¿Hay algo más
entretenido para un chiquillo? ¡Ni escuela ni maestros! Vacaciones
perpetuas y la calle animada como una feria... El niño se pasaba el día
entero fuera de casa, en total libertad. Acompañaba a los batallones del
barrio que iban a los fuertes, eligiendo
preferentemente a los que tenían una buena banda, y en esto el chico
era experto. Decía con aplomo que la del 96 no valía gran cosa; pero
que, en cambio, la del 55 era estupenda. Otras veces miraba cómo los
guardias móviles hacían instrucción. Y además tenía otro
entretenimiento: las colas. Con su cesta al brazo, se metía en
aquellas largas filas que se formaban, en la oscuridad de las mañanas
de invierno sin gas, a la puerta de las carnicerías, de las panaderías.
Con los pies en los charcos, se trababan nuevas amistades, se hablaba
de política y, como hijo del señor Stenne, los demás le pedían su
opinión. Pero más divertidas aún eran las
partidas de chito, famoso juego de galocha que pusieron de moda los
móviles bretones durante el sitio. Cuando Stenne hijo no estaba en las
fortificaciones ni en las panaderías, ya se sabía dónde se le podía
encontrar: en la partida de chito que se hacía junto al Château-d'Eau.
Él no jugaba, claro está; necesitaría mucho
dinero y no lo tenía; pero se contentaba mirando cómo jugaban los
demás. Uno de ellos, alto, de camisa azul, que manejaba mucho dinero,
despertaba su admiración. Cuando corría se le oían sonar los francos en
el bolsillo. Un día, al agacharse para coger una moneda que había rodado
hasta los pies de Stenne, el chico le dijo en
voz baja:
-No te quedes bizco. Si quieres, puedo decirte de dónde se sacan.
Cuando la partida terminó, se lo llevó consigo a un rincón de la
plaza y le propuso ir juntos a vender periódicos a los prusianos. Se
sacaban treinta francos limpios por cada viaje. Al principio, Stenne lo
rechazó muy indignado, y se pasó tres días sin volver a la partida; tres
días terribles, sin comer ni dormir. Por la
noche veía montones de chitos, derechos, al pie de la cama, y monedas
de franco, brillantes, deslizándose por el suelo... La tentación era
demasiado fuerte, y a los cuatro días volvió al Château-d'Eau, vio al
otro y se dejó convencer. Una mañana que había nevado salieron con su
saco al hombro y los periódicos escondidos bajo
las camisas. Cuando llegaron a la puerta de Flandes, no se veía
apenas; el grande tomó a Stenne de la mano, y acercándose al centinela
-un buen hombre civil, con la nariz roja y aspecto de infeliz- le dijo:
-Déjenos pasar, buen hombre. Tenemos a nuestra madre enferma y no
tenemos padre. Voy con mi hermano a ver si podemos coger algunas papas
en el campo...
Lloraba mientras hablaba. Stenne, avergonzado, bajaba la cabeza; el
centinela los miró un instante; luego miró el camino, nevado y desierto:
-¡Está bien, pasen! -les dijo, dejándolos pasar.
Ahí los vemos camino de Aubervilliers. ¡Y anda que no se reía el
grandullón! Desconcertado, y como en sueños, Stenne veía fábricas
convertidas en cuarteles, barricadas desiertas, llenas de andrajos
mojados; largas chimeneas que perforaban la niebla y ascendían hacia el
cielo, rotas, desportilladas. De trecho en trecho un
centinela, oficiales encapuchados, que miraban a lo lejos con
gemelos, y tiendas de campaña hundidas en la nieve, fundida junto a las
hogueras medio apagadas. El joven conocía los caminos y se echaba a
campo traviesa para evitar los puestos. Pero, de repente y sin tener
escapatoria, fueron a dar de bruces con una avanzada de
franco-tiradores. Los franco-tiradores, vestidos con capotes cortos,
se agazapaban en el fondo de una trinchera encharcada que corría
paralela al ferrocarril de Soissons. Ahora no les valió repetir su
triste historia: no los dejaron pasar. Mientras lloriqueaba, de la casa
de la guardesa salió un sargento, de cabeza canosa y
cara arrugada, que se parecía al señor Stenne.
-¡Vamos, pequeños, límpiense esas lágrimas! -dijo a los chicos-.
Luego irán a coger papas; ahora entren a calentarse un poco. ¡Vaya una
cara de frío que tiene este chiquillo!
¡Ay! Stenne no temblaba de frío precisamente; temblaba de miedo, de
vergüenza. En el puesto encontraron algunos soldados acurrucados junto
al fuego agonizante, un auténtico fuego de viuda, a cuya llama
deshelaban la torta, pinchada en la punta de las bayonetas. Les dieron
una copa y un poco de café. Mientras bebían, un
oficial llegó a la puerta, llamó al sargento, habló en voz baja con
él y se fue enseguida.
-¡Muchachos! -dijo feliz el sargento-. ¡Esta noche va a haber hule!
Conocemos el santo y seña de los prusianos. Me parece que esta vez les
arrebatamos ese condenado fuerte de Bourget.
Sonó una explosión de ¡bravos! y de risas. Bailaban, cantaban,
limpiaban los machetes. Aprovechando el bullicio, los muchachos
desaparecieron. Más allá de la trinchera sólo se veía la llanura, y al
fondo un largo muro blanco, agujereado de troneras. Se dirigieron hacia
aquel muro, deteniéndose a cada paso e inclinándose como
para coger papas.
-Volvamos... No
vayamos allá -decía a cada momento el pequeño. El otro se encogía de
hombros y seguía adelante. De repente oyeron el tictac de amartillar un
fusil.
-¡Agáchate! -dijo el mayor, echándose cuerpo a tierra.
Luego silbó; otro silbido le respondió sobre la nieve. Avanzaban a
rastras. Delante del muro, a ras del suelo, surgieron dos bigotes rubios
bajo una gorra grasienta. El mayor saltó dentro de la trinchera, junto
al prusiano.
-Es mi hermano -dijo, señalando a su acompañante.
Stenne era tan pequeño que, al verlo, el prusiano se echó a reír y
tuvo que cogerlo en brazos para subirlo hasta la brecha del muro. Al
otro lado de éste se veían terraplenes, árboles tendidos, agujeros
negros en la nieve, y en cada agujero, la misma gorra grasienta, los
mismos bigotes amarillentos riendo al ver pasar a los
chiquillos.
En un rincón se hallaba la casa del jardinero, protegida por troncos
de árboles. La planta baja estaba repleta de soldados que jugaban a las
cartas mientras se cocía la sopa sobre una espléndida hoguera. Olía
apetitosamente a coles, a tocino. ¡Qué diferencia con el campamento de
los franco-tiradores! En el primer piso se oía
a los oficiales tocar el piano, descorchar vino de Champaña. Cuando
los parisinos entraron, los acogieron con un ¡hurra!; éstos entregaron
sus periódicos y los otros los invitaron a beber haciéndolos hablar. Los
oficiales tenían un aspecto bravucón y malévolo, pero el joven los
divertía con su imaginación pintoresca y su
vocabulario de golfillo; y reían, repetían las palabras después de él
y se revolcaban gustosos en el cieno de París que llegaba hasta ellos.
Stenne también hubiera querido decir algo para demostrar que no era un
idiota; pero algo le trababa la lengua. Frente a él, a un lado, había un
prusiano mayor, más serio que los demás,
que leía, o que más bien parecía leer, porque no le quitaba ojo. En
esa mirada había una mezcla de ternura y de reproche, como si el hombre
estuviera pensando para sus adentros: «Quisiera morir antes que ver a mi
hijo hacer semejante papel». Desde ese instante, Stenne sintió como si
una mano se posase sobre su corazón y le
impidiese latir. Para aturdirse, se puso a beber copa tras copa.
Pronto todo empezó a darle vueltas; en medio de grandes carcajadas, oía
confusamente que su compañero se burlaba de los guardias nacionales, de
su manera de hacer la instrucción; imitaba un zafarancho de combate en
el Marais, una alarma nocturna en las murallas.
Después bajó la voz; los oficiales se le acercaron y sus rostros se
pusieron serios. El miserable les iba a descubrir los planes de ataque
de los franco-tiradores. Eso era demasiado. Stenne se levantó furioso,
despejado de repente. «Eso no..., no quiero». Pero el otro sólo le
contestó con una sonrisa y continuó. Antes de que
acabara, los oficiales ya se habían levantado. Uno de ellos le indicó
la puerta a los chiquillos:
-Ya pueden marcharse -les dijo. Y se pusieron a hablar muy agitados
en alemán. El mayor salió de allí altivo como un dux, haciendo sonar el
dinero; el pequeño lo seguía con la frente baja, y cuando pasó junto al
prusiano, cuya mirada tanto le había impactado, oyó una voz triste que
le decía: «Esto no está bien, no está bien».
Y los ojos se le llenaron de lágrimas.
Una vez en la llanura, los muchachos echaron a correr y entraron
pronto en París. Como llevaban el saco lleno de papas (que les habían
dado los alemanes), llegaron sin tropiezo hasta la trinchera de los
franco-tiradores. No se veía otra cosa sino preparativos para el ataque
de la noche. Sigilosamente llegaban tropas que se
agrupaban detrás de las paredes. El viejo sargento estaba muy
contento de acá para allá preparando su sección. Cuando los muchachos
pasaron, los reconoció y los saludó con una sonrisa paternal. ¡Qué daño
le hizo aquella sonrisa al pequeño Stenne! Un grito estuvo a punto de
salírsele de la boca: «¡No vayan esta noche!... Los
acabamos de traicionar...». Pero el otro lo había advertido: «Si te
vas de la lengua, nos fusilan a los dos», y el miedo le impidió hablar.
En el barrio de la Courneuve entraron en una casa abandonada para
repartirse las ganancias. La verdad me obliga a decir que la partición
se hizo con toda honradez, y que al oír sonar las monedas en su
bolsillo, y al pensar en la cantidad de partidas de chito que podría
jugar, Stenne no encontró tan horrible lo que había
hecho. Pero cuando se quedó solo, cuando pasadas unas cuantas puertas
el mayor lo dejó, entonces sus bolsillos empezaron a hacérsele cada vez
más pesados, y la mano que le oprimía el corazón se lo apretaba más
fuerte que nunca. París ya no le parecía el mismo de antes. La gente que
pasaba a su lado lo miraba severamente, como
si supiera de dónde venía. Escuchaba la palabra espía en el sonido de
las ruedas, en el redoble de tambor de los que hacían la instrucción a
lo largo del canal. Por fin llegó a su casa y, contento de que su padre
no estuviera aún allí, subió corriendo a su cuarto y escondió bajo la
almohada el dinero que tanto le pesaba.
Hacía tiempo que el señor Stenne no volvía a casa tan contento, tan
feliz como aquella noche. Se acababan de recibir noticias de provincias;
las cosas marchaban mejor. Mientras comía, el viejo soldado miraba su
fusil colgado en la pared, y decía sonriendo al chiquillo:
-¡Qué bien te las verías
con los prusianos si fueras un poco mayor!
Hacia las ocho comenzó a tronar el cañón. «Es el fuerte de
Aubervilliers; la batalla es en el Bourget» -decía el buen hombre, que
conocía todos los fuertes-. Stenne se puso lívido, y pretextando estar
cansado, se fue a acostar; pero no pudo pegar un ojo. El cañón sonaba
sin cesar. Se imaginaba a los franco-tiradores
deslizándose en la noche para sorprender a los prusianos, y cayendo, a
su vez, en una emboscada; se acordaba del sargento que le había
sonreído y lo veía tendido en la nieve, y al lado de él, ¡quién sabe
cuántos más! Y el precio de tanta sangre estaba escondido allí, bajo su
almohada, y era él, el hijo del señor Stenne, el
hijo de un soldado, el que... Las lágrimas lo ahogaban; en el cuarto
contiguo oía a su padre andar, abrir la ventana. Abajo, en la plaza,
tocaban a llamada; un batallón de móviles se numeraba para marchar. Iba a
ser una gran batalla, si lugar a dudas. El infeliz no pudo contener un
sollozo.
-¿Qué te pasa? -le preguntó el padre entrando en la habitación.
El chiquillo no aguantó más; saltó de la cama e intentó echarse a los
pies de su padre. Al realizar este movimiento, el dinero rodó por el
suelo.
-¿Qué es esto? ¿Has robado? -preguntaba el viejo, tembloroso.
Entonces, sin tomar aliento, el muchacho le contó que había ido a las
líneas prusianas y lo que había hecho. A medida que hablaba sentía que
su corazón latía con más libertad; la confesión lo aliviaba. Cuando
terminó, se tapó la cara con las manos y se puso a llorar.
-¡Padre! ¡padre! -dijo el chico tratando de acercársele.
El padre lo rechazó sin hablar, recogió el dinero y lo guardó en el bolsillo.
-¿Has terminado? -preguntó.
El chico hizo un gesto afirmativo con la cabeza. El padre descolgó su fusil y su cartuchera.
-¡Voy a devolver esto!
Y, sin
añadir ni una palabra más, sin volver siquiera la cabeza, fue a unirse a
los móviles que iban a salir hacia el frente aquella misma noche.
No se le ha vuelto a ver nunca más.
TÍTULO: QUE HAY DE NUEVO, FILOSOFO EN TINTA CHINA,MAFALDA,.
Hace medio siglo que Mafalda es esa incómoda niña de 6 años que
conforta a su madre diciéndole que quiere empezar al jardín de infancia y
luego estudiar mucho para no ser el día de mañana una mujer frustrada y
mediocre como ella. Como vos, dice, porque Mafalda es argentina. Empezó
siendo un bicho raro porque no tenía televisor y acabó apagando la
televisión, pero durante sus nueve años de vida historietística mantuvo
un coherente odio a la sopa.-foto.
Hace 50 años Mafalda empezó a hablar y
hace 41 que dejó de hacerlo, cuando Quino, que la semana pasada fue
galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y
Humanidades, consideró agotado lo que opinaban esa niña de la clase
media, su padre, su madre, su hermano Guilley sus amigos Felipe, Susana,
Manolito, Miguelito y Libertad.
En el cincuentenario tiene su
página web con casi tres millones de amigos, el personaje volcado a lo
digital y las aplicaciones y el homenaje que hace unos meses le hizo el
festival de cómic de Angulema (Francia), donde han reconstruido a tamaño
natural el piso y la calle donde vive Mafalda y los distintos
personajes de la historieta.
Quino viene repitiendo reiteradamente
una declaraciones que hablan de la vigencia de los temas que planteaba
Mafalda y de cómo el mundo no ha encontrado forma de solucionarlos. Sí,
Mafalda sigue haciendo impertinentemente preguntas pertinentes hablando
de nosotros, de la guerra, de la explotación, de las tiranías, del
consumo... y sus tiras siguen magníficamente dibujadas, con un estilo
amable en contraste con su temática, una expresividad de alta
dramaturgia, una ambientación funcional y certera y una narrativa de
alta precisión. Sigue haciendo reír a poco que se sepa actualizar lo que
ha ido quedando antiguo.
Mafalda tuvo un parto accidentado. Iba a
ser humor publicitario de lavadoras que no cuajó y lo que rescató Quino
se publicó en Gregorio, suplemento de humor de la revista Leoplán, en
tres tiras,y luego el 29 de septiembre de 1964, el semanario Primera
Plana comenzó a publicarla regularmente. El 9 de marzo de 1965 Mafalda
se mudó al diario El Mundo en formato de seis tiras semanales. Por eso
ha habido varios aniversarios del medio siglo y pueden faltar más.
Mafalda tomó gran consistencia cuando se hizo libro.
Mafalda echa a
andar como se hace siempre en los medios de comunicación, con prisa
para entregar hoy y ya veremos mañana. «A la nena le puse Mafalda. Y
arranqué la historieta sin el menor plan», contó Quino, respecto a esa
víspera de lo que iban a ser casi diez años de humor elegante,
pertinente, coherente, de una obra hecha en estado de gracia.
El
artista tenía 32 años, vivía en Buenos Aires desde hacía 10 años,
llevaba cuatro casado con Alicia Colombo, química, de origen italiano, y
después de una carrera con muchas colaboraciones, desde la miseria
hasta cierto acomodo, acababa de publicar Mundo Quino, el primer libro
que recopilaba sus chistes gráficos mudos, con los que podía alcanzar el
mercado universal. Nunca dejó de hacer esos chistes que sobrevivieron
en décadas a Mafalda.
Quino, el de 10 años con Mafalda y 40 sin
ella, consideró a su personaje lo más argentino de su obra aunque
también sea lo más universalmente conocido, recordado y reconocible.
Mafalda, que no es humor mudo ni abstracto, se ha traducido a treinta
idiomas. Salió pronto de Argentina para el ritmo de los tiempos de los
que estamos hablando. En 1968 llegó a Italia por medio de una antología
de humor y un año después apareció un volumen de sus tiras Mafalda, la
contestataria en una colección dirigida por Umberto Eco, crítico de arte
y ensayista que destacaba destacaba por su libro Apocalípticos e
integrados, estudio sobre la cultura popular y los medios de
comunicación y estaba a punto de ser catedrático de semiótica en
Bolonia. Así entró en Europa.
Un año después llegó a España.
Esther Tusquets compró los derechos en la Feria del Libro de Fráncfort
en 1970 y empezó a explotar sus tiras en la editorial Lumen, que
dirigía, en unos libritos encantadores, horizontales y caros que leían
los universitarios progres. Al tiempo, la revista Triunfo empezó a sacar
las páginas de chiste de Quino. Tres años después, apoyada por la
naciente crítica de cómics intelectual e izquierdista, se convirtió en
el personaje estrella deEl Globo.
Apenas era conocida en España,
se acababa en Argentina. «La decisión pasó hasta por zonas conyugales,
porque mi mujer estaba podrida de no saber si podíamos ir al cine,
invitar gente a cenar, porque yo estaba hasta las 10 de la noche con las
tiras. Además me costaba mucho no repetir. Cuando no se me ocurría
nada, echaba mano a Manolito o a Susanita, que eran los más fáciles. Si
hubiera continuado la historieta, los más ricos eran Miguelito y
Libertad».
Argentino
El universal Quino no
pudo evitar sufrir como argentino. Se exilió con su esposa en Milán en
1976, tras el golpe militar argentino. El peor momento de su vida: «La
Patria significa juventud, por lo tanto el hecho de estar lejos de ella
ha hecho que mi humor se haya vuelto un poco menos vivaz, pero tal vez
algo más profundo», argumentó. Quino, hijo de fuengiroleños, también
tiene ahora nacionalidad española. En los años de la transición Mafalda
fue material didáctico de lecturas democráticas y hacia los ochenta,
entre el merchandising legal e ilegal que tanto favorecía su dibujo
redondito, tan mono, la contestataria heroína acabó llevando todo tipo
de banderas y causas hasta las fachas que Quino denunció. Quino, santo
laico del humor, hombre educado, de voz suave y timidez algo
intimidante, coqueto con su sensibilidad neurótica y que deja la
sensación de encanto es un eslabón imprescindible en la cadena del humor
gráfico argentino que viene de Oski, sigue con Fontanarrosa, Rep,
Maitena, Liniers o quien quiera que esté empezando ahora.
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