Es tu pie menudito, como un alfiletero
En cuya felpa rosa, prendí mi amor entero
Y tú pie chiquitito, tiene tal distinción
Que por eso yo quiero, dejar, a tus pies, mi corazón
Alfombra de rosas, quisiera pone a tus plantas
Regar tu sendero florido, de cosas muy santas
Amarte con fervor hasta la muerte,
Ser un príncipe azul, para quererte
Poner en tus noches divinas, regueros de estrellas
Buscar en la paz de mi huerto, las rosas más bellas
Y como un pecador arrepentido,
Implorar a tus pies, perdón y olvido
Buscar en la paz de mi huerto, las rosas más bellas
Poner en tus noches divinas, regueros de estrellas
Y como un pecador arrepentido,
Implorar a tus pies, perdón y olvido,.
TÍTULO: DE VARSOVIA A JERUSALEN,.
He pasado unos días en Tierra Santa y, como en visitas anteriores, he elegido Jerusalén como “cuartel general”. Hay ciudades que no las ...
He pasado unos días en
Tierra Santa y, como en visitas
anteriores, he elegido Jerusalén
como “cuartel general”. Hay ciudades
que no las terminas de conocer
nunca, por más veces que las visites,
y Jerusalén es una de ellas. Siempre
tengo la impresión de que se me
escapa algo, que no termino de
ahondar lo suficiente en la esencia
de esta ciudad que tanto me fascina
y por la que se ha derramado tanta
sangre a través de los siglos.
Y no me refiero a los turistas que siempre hay en los Santos Lugares, como en un museo o ante un monumento, sino a los peregrinos, esos hombres de toda edad y condición llegados desde todos los rincones del mundo a Jerusalén en busca de algo, como si la ciudad en sí misma pudiera tener un efecto sanador. Hombres solos, ensimismados en su propia lucha interior.
Entonces recordé un viaje a Varsovia que hice hace años, cuando el Muro de Berlín estaba a punto de caer. Un amigo me había aconsejado que visitará las iglesias de Varsovia: “Te sorprenderás”, me avisó sin explicarme la razón. Y la sorpresa no tenía nada que ver con su arquitectura, sino con el hecho de que estaban repletas de hombres. Hombres de todas las edades. Obreros con las manos encallecidas o encorbatados, pero todos en actitud de recogimiento. En aquel momento me di cuenta que, desde que era pequeña, no había visto tantos hombres en una iglesia. Y esa misma sensación la he tenido ahora en Jerusalén, preguntándome cómo era posible que no me hubiera dado cuenta de esa singularidad hasta ahora.
Supongo que es porque a veces no vemos lo más evidente. Ahora, en Jerusalén, no he podido evitar buscar en esos rostros el porqué de la necesidad de acudir a esta ciudad como peregrinos en busca de algo, acaso de sí mismos. Tal vez, para algunos de ellos, y también de tantas mujeres, el camino más corto que han encontrado para perdonarse a sí mismos pase por Jerusalén. Pero no me hagan caso, puede que yo también esté bajo los efectos de la Vieja Ciudad.
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