ENREDATE - DESAYUNO - CENA - EL TRIUNFO DE LA NORMALIDAD,.fotos,.
Todorov, en su definición de lo fantástico, señala que en dicha literatura "existe siempre la posibilidad formal, exterior, de una explicación simple". De este modo, el lingüista búlgaro acotaba el ámbito de la fantasía, en un sentido estricto, diferenciándola de otras zonas limítrofes: la ciencia-ficción y el género de lo maravilloso. Los dos relatos recogidos en este volumen se incluyen sin dificultad bajo el membrete de lo fantástico. No así El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, publicado un año más tarde, en 1886, y cuya naturaleza oscila entre lo fantasioso y la science-fiction, tan propia del positivismo victoriano. Otro de los requisitos del género exige un escenario normal, un hecho cotidiano, para que emerja eficazmente lo extraño. Y eso es lo que ocurre tanto en Markheim como en Olalla. Bajo la superficie de lo habitual, se abrirá paso una oscuridad impensada.
En Markheim, tal escenario será una tienda de antigüedades, en las últimas horas del día de Navidad. En Olalla es una zona indeterminada de la geografía española (¿Sierra Morena, los altos del Guadarrama, las frías estribaciones de la meseta castellana?), la que da pie a una peculiar historia de vampirismo. En ambos casos será un hecho anodino (la entrada de un cliente en un viejo anticuario, el descanso de un soldado herido en la Guerra de la Independencia), la que ofrezca la posibilidad del misterio. En ambos relatos, la vuelta a la normalidad habrá traído un singular triunfo: el triunfo de la voluntad humana. En Stevenson, más que el dramatismo del paisaje o la épica derivada de una geografía remota, se impone el drama del hombre enfrentado consigo mismo. Jeckyll y Hyde es, en cierto modo, una representación, escindida en dos cuerpos, de esta secular contienda, luego popularizada por Sigmund Freud. Su propia vida -la de Stevenson- es un decoroso ejemplo de esa pugna con el gravamen propio. Aun así, hay una suerte de modernidad, un singular aplomo, que funciona en Stevenson contra la ondulación del siglo. En 1897, Drácula significará el peso del linaje, la oscura volición de los instintos, gravitando sobre la paz burguesa. Y en 1886, un año después de la publicación de Olalla, El Horla de Maupassant traerá un vampirismo hipnótico, una voz interior, poderosa y esquiva, que llama a sus protagonistas a la predación y la sangre. Esta subyugación al orbe instintivo, figurado como un vago susurro de naturaleza onírica, es un lugar común de la literatura fantástica, muy fácil de encontrar en Hoffmann, en Bécquer o en Le Fanu. También en esa categoría romántica que señala la inspiración como un soplo exterior al propio entendimiento. En Stevenson, sin embargo, es un imperativo moral el que finalmente se impone. En Markheim, un hombre encontrará su salvación reconociéndose como asesino; en Olalla, una hermosa mujer escogerá la soledad, la resignada pureza del eremita, para borrar la huella de su propio linaje. La peculiaridad de estos relatos radica, pues, no en un triunfo del Bien asociado a la felicidad; sino en el fracaso del Mal, en la disipación de una amenaza, vinculada al crimen y el infortunio.
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