Viernes - 6 - de Septiembre a las 22:00 en La 1, fotos.
El superviviente de Charlie Hebdo: "Tenía suficiente sangre en la cabeza como para que el asesino no juzgara necesario rematarme,.
Philippe
Lançon fue una de las 11 personas que salieron con vida del atentado
que conmocionó al mundo en 2015. Tras superar el trauma y la penosa
recuperación médica ha escrito su experiencia en 'El colgajo', título
que hace referencia al estado en el que quedó su mandíbula tras el
tiroteo
Philippe
Lançon (Vanves, Francia; 1963) habla de recuerdos lejanos en tercera
persona, como si fueran de otro. Y en su caso la consigna de Rimbaud
cobra brutal literalidad, porque lo es.
Es otro desde la mañana del 7 de enero de 2015, cuando el azar quiso que el escritor, cronista y crítico literario dirigiera su bicicleta primero a la redacción de Charlie Hebdo antes que a la de Libération, sus dos lugares de trabajo, para sumarse a la habitual reunión de consejo de los miércoles del semanario satírico. Todo fue como de costumbre, hasta que los fusiles kaláshnikov de los hermanos Kuachi sembraron el terror.
Casualmente Lançon se disponía a cambiar de vida, había aceptado una invitación de la Universidad de Princeton (EEUU) para dar clases, ya tenía el pasaje a Nueva York, donde lo esperaba Gabriela, su novia chilena. Pero lo que cambió entonces a sus 51 años fue todo.
Eso es lo que narra Lançon en El colgajo (Anagrama en castellano y Angle en catalán), el superviviente de la masacre de Charlie Hebdo que convierte en literatura íntima, sin ficción y de implacable belleza el infierno que pasó entonces y el de los nueves meses de hospitalización, curas y operaciones reconstructivas para reparar lo que se había llevada una bala: su mandíbula inferior y su boca. La obra, durísima y a la vez sutil, sin una pizca de odio ni grandilocuencia, fue publicada en Francia por Gallimard como Le Lambeaux y se convirtió en el libro de 2018, con más de 300.000 ejemplares vendidos, los Premios Femina y Especial Renaudot y múltiples traducciones.
Es otro desde la mañana del 7 de enero de 2015, cuando el azar quiso que el escritor, cronista y crítico literario dirigiera su bicicleta primero a la redacción de Charlie Hebdo antes que a la de Libération, sus dos lugares de trabajo, para sumarse a la habitual reunión de consejo de los miércoles del semanario satírico. Todo fue como de costumbre, hasta que los fusiles kaláshnikov de los hermanos Kuachi sembraron el terror.
Casualmente Lançon se disponía a cambiar de vida, había aceptado una invitación de la Universidad de Princeton (EEUU) para dar clases, ya tenía el pasaje a Nueva York, donde lo esperaba Gabriela, su novia chilena. Pero lo que cambió entonces a sus 51 años fue todo.
Eso es lo que narra Lançon en El colgajo (Anagrama en castellano y Angle en catalán), el superviviente de la masacre de Charlie Hebdo que convierte en literatura íntima, sin ficción y de implacable belleza el infierno que pasó entonces y el de los nueves meses de hospitalización, curas y operaciones reconstructivas para reparar lo que se había llevada una bala: su mandíbula inferior y su boca. La obra, durísima y a la vez sutil, sin una pizca de odio ni grandilocuencia, fue publicada en Francia por Gallimard como Le Lambeaux y se convirtió en el libro de 2018, con más de 300.000 ejemplares vendidos, los Premios Femina y Especial Renaudot y múltiples traducciones.
Extractos del libro 'El colgajo'
'Estaba en el suelo, boca abajo, los ojos todavía abiertos cuando oí el
ruido de las balas salir por completo de la inocentada, de la infancia,
del dibujo, y acercarse al arcón o al sueño en el que me encontraba. No
hubo ráfagas. El que se movía hacia el fondo de la sala y hacia mí
disparaba una bala y decía: "¡Allahu Akbar!" [Alá es más grande].
Disparaba otra bala y repetía: "¡Allahu Akbar!". Con estas palabras, la
impresión de estar viviendo una inocentada volvió una última vez para
sobreponerse a la de vivir ese algo que me había hecho ver y rever a
Franck [el guardaespaldas de Charb] desenfundar el arma apenas unos
segundos antes, apenas unos segundos pero ya muchos más, porque el
tiempo se hacía trizas a cada paso, a cada bala, a cada «¡Allahu
Ahbar!», y el segundo siguiente ahuyentaba al anterior y lo mandaba a un
pasado remoto e incluso mucho más allá, a un mundo que había dejado de
existir.
***
Mi cuerpo estaba en el estrecho paso que quedaba entre la mesa de reuniones y la pared del fondo; tenía la cabeza vuelta hacia la izquierda. Abrí un ojo y vi aparecer al otro lado, debajo de la mesa, cerca del cuerpo de Bernard [Maris] dos piernas negras y el extremo de un fusil que, más que moverse, flotaban. Cerré los ojos y al cabo volví a abrirlos como un niño que cree que nadie lo verá si se hace el muerto; porque me hacía el muerto. Era el niño que había sido, volvía a serlo, jugaba a hacerme el indio muerto mientras me decía que quizá el dueño de las piernas negras no me vería o me creería muerto, mientras me decía también que me iba a ver y a matar. Esperaba al mismo tiempo la invisibilidad y el golpe de gracia, dos formas de la desaparición. Aunque me creía a salvo de cualquier rasguño. Sin embargo, estaba herido, lo suficientemente inmóvil y con la cabeza bañada probablemente en suficiente sangre como para que el asesino, al cercarse, no juzgara necesario rematarme.
***
Era como en Racine, cuando Atalía sueña que su madre se inclina sobre ella para compadecerla: «Su sombra a mi lecho pareció descender; / y yo le tendía las manos para abrazarla. / Pero no hallé más que una horrible mezcla / de huesos rotos y carne magullada, arrastrados por el fango, / colgajos llenos de sangre, y miembros asquerosos/ que los perros voraces se disputaban entre ellos». Después de salir del hospital, gente a la que no conocía, a menudo comerciantes, me preguntaba qué me había pasado. «Un accidente», respondía yo. Era demasiado vago para ellos. Muchos, creyendo que sabían la respuesta correcta, me decía: «Le ha mordido un perro, ¿no?». Les contestaba que sí. Contestaba siempre que sí a las hipótesis que me lanzaban, eso tranquilizaba a quien la hacía, pero la de los perros voraces terminó gustándome más que las otras, sobre todo porque era verosímil. La hipótesis correcta no apareció jamás.
***
Aquellos días me di cuenta de cómo un periódico como 'Charlie' formaba parte del contrato social francés -o de lo que quedaba, para ser más exactos-. La mayoría de la gente no habría suscrito nunca este contrato si se lo hubieran dado; pero no era imprescindible firmarlo para disfrutar de él, incluso sin querer. Bastaba con respirar el aire en el que su tinta se había secado desde hacía tiempo. No era el aire del qué dirán, ni siquiera el de la agudeza o la competencia. Era el aire de la farsa y de la falta de respeto, el aire que ponía a todo el mundo en estado de despreocupación y de espíritu crítico.
***
Un día, en septiembre, entré en hora punta en la línea 13 [del metro]. Planté mi colgajo en las narices de los pasajeros, y en seguida aprendí a mirar otra parte mientras ellos me miraban, a estar presente pero ausente a la vez. En una estación subió un chico árabe. Tenía mala pinta, la gorra bien calada en la cabeza. Se sentó en uno de los asientos plegables. Sólo quedaba un asiento libre en el vagón, a su lado, pero nadie lo ocupaba, ni yo ni los demás. Y eso que estaba cansado. Pero algo dentro de mí no quería instalar mi colgajo, mi fragilidad, mis últimos nueve meses a su lado. El chico iba lanzando miradas agresivas a diestra y siniestra, como para comprobar el efecto que producía: «Procuro ser exactamente ese que créeis, y aún soy peor porque es lo que queréis». Su aspecto, mi fragilidad, la falsa indiferencia de los pasajeros, todo ello me puso más triste de lo que hubiera podido imaginar. Bajó antes que yo.
***
Mi cuerpo estaba en el estrecho paso que quedaba entre la mesa de reuniones y la pared del fondo; tenía la cabeza vuelta hacia la izquierda. Abrí un ojo y vi aparecer al otro lado, debajo de la mesa, cerca del cuerpo de Bernard [Maris] dos piernas negras y el extremo de un fusil que, más que moverse, flotaban. Cerré los ojos y al cabo volví a abrirlos como un niño que cree que nadie lo verá si se hace el muerto; porque me hacía el muerto. Era el niño que había sido, volvía a serlo, jugaba a hacerme el indio muerto mientras me decía que quizá el dueño de las piernas negras no me vería o me creería muerto, mientras me decía también que me iba a ver y a matar. Esperaba al mismo tiempo la invisibilidad y el golpe de gracia, dos formas de la desaparición. Aunque me creía a salvo de cualquier rasguño. Sin embargo, estaba herido, lo suficientemente inmóvil y con la cabeza bañada probablemente en suficiente sangre como para que el asesino, al cercarse, no juzgara necesario rematarme.
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Era como en Racine, cuando Atalía sueña que su madre se inclina sobre ella para compadecerla: «Su sombra a mi lecho pareció descender; / y yo le tendía las manos para abrazarla. / Pero no hallé más que una horrible mezcla / de huesos rotos y carne magullada, arrastrados por el fango, / colgajos llenos de sangre, y miembros asquerosos/ que los perros voraces se disputaban entre ellos». Después de salir del hospital, gente a la que no conocía, a menudo comerciantes, me preguntaba qué me había pasado. «Un accidente», respondía yo. Era demasiado vago para ellos. Muchos, creyendo que sabían la respuesta correcta, me decía: «Le ha mordido un perro, ¿no?». Les contestaba que sí. Contestaba siempre que sí a las hipótesis que me lanzaban, eso tranquilizaba a quien la hacía, pero la de los perros voraces terminó gustándome más que las otras, sobre todo porque era verosímil. La hipótesis correcta no apareció jamás.
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Aquellos días me di cuenta de cómo un periódico como 'Charlie' formaba parte del contrato social francés -o de lo que quedaba, para ser más exactos-. La mayoría de la gente no habría suscrito nunca este contrato si se lo hubieran dado; pero no era imprescindible firmarlo para disfrutar de él, incluso sin querer. Bastaba con respirar el aire en el que su tinta se había secado desde hacía tiempo. No era el aire del qué dirán, ni siquiera el de la agudeza o la competencia. Era el aire de la farsa y de la falta de respeto, el aire que ponía a todo el mundo en estado de despreocupación y de espíritu crítico.
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Un día, en septiembre, entré en hora punta en la línea 13 [del metro]. Planté mi colgajo en las narices de los pasajeros, y en seguida aprendí a mirar otra parte mientras ellos me miraban, a estar presente pero ausente a la vez. En una estación subió un chico árabe. Tenía mala pinta, la gorra bien calada en la cabeza. Se sentó en uno de los asientos plegables. Sólo quedaba un asiento libre en el vagón, a su lado, pero nadie lo ocupaba, ni yo ni los demás. Y eso que estaba cansado. Pero algo dentro de mí no quería instalar mi colgajo, mi fragilidad, mis últimos nueve meses a su lado. El chico iba lanzando miradas agresivas a diestra y siniestra, como para comprobar el efecto que producía: «Procuro ser exactamente ese que créeis, y aún soy peor porque es lo que queréis». Su aspecto, mi fragilidad, la falsa indiferencia de los pasajeros, todo ello me puso más triste de lo que hubiera podido imaginar. Bajó antes que yo.
Con ese precedente se aventuró con El colgajo, entre junio y diciembre de 2017. «Digo que es la historia de mi nacimiento, lo que sucede es que en mi cuna había desde siempre textos, música e imágenes», dice sobre las referencias culturales, desde Pascal o Proust a Bill Evans o Chet Baker. «No hay una línea de crítico, están ahí tal página de Kafka o tal momento de las Variaciones Goldberg de Bach como acto de vida», aclara. La vida del «herido de guerra», como lo definirían muchos, comenzando por el bombero que ayudó a los sanitarios a rescatarlo entre los cadáveres. Expresión que aún hoy genera un cortocircuito en la sociedad francesa. «La palabra designó la violencia del acto, le dio nombre a una entidad, porque había una guerra ahí en el centro pacífico de París, entre las calles de la Bastille y de la République, los dos símbolos de la Revolución y de la República», explica, y va más allá, metiendo el dedo en la una llaga grande y absurda como la que tenía en su cara. «Aunque a muchos no les guste, esos dos pobres asesinos eran hijos de la República Francesa, eran el pueblo».
Entender eso era el desafío que planteaba Lançon con la «novela», porque no duda en llamar novela sin ficción a su testimonio, «y que el lector entendiera mi estado de alma», dice.
¿Y qué hay del odio o del rencor? «No, nunca. Lo que sí sentí fue enfado con una parte de la izquierda francesa que intentaba explicar con la teoría del reflejo de Marx a estos jóvenes islamistas como hijos de árabes maltratados bajo un racismo de Estado. Puede que sea verdad, pero en ese momento sólo demostró la falta de tacto y el sucio orgullo de estos intelectuales de izquierda», fustiga. «Este tipo de acontecimientos debería enseñarnos a todos un poco de modestia».
Lançon ya no rompe en llanto cada vez que nombra a sus compañeros asesinados, maestros de las viñetas como Charb, Cabu o Tignous, pero las heridas están lejos de cicatrizarse, como aún queda lejos la reconstrucción completa de su rostro. «Me sentía más cerca de Wolinski, pero compartir los dos últimos minutos de todos ellos los convierte en mis compañeros íntimos para siempre», dice el «último testigo». «Vi a Bernard Maris cientos de veces, pero ninguna de ellas tiene la fuerza de la última imagen», confiesa, recordando sus sesos esparcidos a centímetros de su propio charco de sangre. Y la «gran paradoja» del terror incomprensible, es que en lugar de acallar al semanario satírico, lo salvó de la ruina financiera. «Sin el atentado, no sé si viviría hoy Charlie», reconoce. «Matar a la mitad de nosotros nos dio fama momentánea y un estatus de símbolos que nos permitió sobrevivir», añade, cintando «el humor negro de la vida: una prueba más de la razón de ser de Charlie». Y cuidado porque ese mismo humor ácido se aplica a sí mismo Lançon, al recordar cómo buscaba su tarjeta de la seguridad social cuando lo trasladaban al quirófano, con la cara destrozada y al borde la muerte. «El buen ciudadano burgués sobrevive a todo», ríe.
El elocuente título remite a la técnica quirúrgica de reconstruir una parte con otra del cuerpo: Lançon lleva parte de su peroné en la quijada. Pero también en plural es una expresión coloquial de estar «hecho pedazos» (je suis en lambeaux). «Quería relegar esta sombra de patetismo a un segundo lugar, y contar sólo la historia de la reconstrucción sin dar lecciones de política ni filosóficas», aclara, «porque todos somos víctimas, hasta mi cirujana». Pero «la técnica de reconstrucción en lo político y social no funciona para nada», advierte. «No se si va a ocurrir algo semejante, pero no veo razones para que no se repita».
«Lo sabemos en Charlie, porque recibimos amenazas a diario de los que quieren acabar el trabajo», revela. No en vano la sede del semanario hoy es confidencial, e incluso cuenta en sus instalaciones con «un búnker para sobrevivir varios días». «Con la aparición del terrible concepto de respeto, ni siquiera hoy la izquierda entiende el humor satírico y no sabe cómo reaccionar, porque quien lo censura ahora no son los poderes del Estado, sino la violencia que viene de abajo, de los hijos del pueblo», concluye con la esperanza de conocer quién le lavó la cabeza a esos jóvenes en el juicio que se celebrará en 2020.
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