Yo pertenezco a esa minoría ¡happy few! que en Nochevieja se queda quietecita en casa, después de embaularse .
Yo pertenezco a esa minoría ¡happy few! que en Nochevieja se
queda quietecita en casa, después de embaularse las uvas. Reconoceré
que no es el planazo del siglo (ni siquiera del año), pero no se puede
ser sublime sin interrupción, salvo que uno desee perecer por
agotamiento. La Nochevieja, en verdad, es una fiesta o parranda
un tanto estrafalaria: no tiene sentido religioso ni tampoco político; y
se parece a los cumpleaños en que celebramos una circunstancia
cronológica, aunque en este caso la celebre todo el mundo al alimón,
como si el hito nos pusiera a todos, de repente, felices por decreto.
De forma misteriosa o inconsciente, tal vez en la Nochevieja celebremos
que somos animales de rutinas; y para que no quede ninguna duda al
respecto, la celebramos de manera rutinaria (y algunos también
animalesca).
Indudablemente, habrá gente que celebre la Nochevieja leyendo a san Juan de la Cruz u oteando las estrellas; pero las maneras más habituales que hay de celebrarla en España son dos: o amorrándose al televisor, para ver programas de variedades más bien infectos (y, últimamente, con eso de la crisis, refritados de años anteriores); o emborrachándose en una de esas fiestas (¡cotillones!) que se celebran aquí y allá, tanto en lugares de postín como en hangares siniestros. Confieso que me cuento entre los que se amorran al televisor, bajeza que no cometo durante el resto del año; pero, en esa noche (¡jo, qué noche!), participar de la vulgaridad reinante ¡sentirme en cuerpo y alma vulgarote y mostrenco! me produce un inescrutable placer. Disfrutar de la somnolencia que producen los vapores de la cena y el burbujeo del champán (perdón, quería decir cava) mientras en la tele canta, por ejemplo, mi predilecta Marta Sánchez alguna canción clásica de su repertorio pongamos por caso Desesperada, o incluso Soldados del amor, en una actuación que tal vez fuera grabada hace cuatro o cinco lustros, tiene su puntito; sobre todo sabiendo que, después de Marta Sánchez, puede venir Eros Ramazzotti, o Mocedades, o Manolo Escobar. (Y, ahora que lo pienso, ¿por qué este año no le hacen un homenaje a Manolo Escobar en la tele, refritando todas sus actuaciones de Nocheviejas pretéritas?). Sobre todo, cuando uno piensa en los horrores que estarán padeciendo a esa misma hora quienes decidieron salir de fiesta o cotillón.
En toda mi vida solo he salido de fiesta o cotillón una Nochevieja. Era la época en la que uno pensaba que en las fiestas ocurren cosas inefables, muy delicadamente milagrosas: por ejemplo, que una hermosa muchacha se acerque a pegar la hebra contigo, que toméis una copa juntos y que juntos mantengáis una conversación llena de insinuaciones eróticas y guiños literarios, para terminar dando un paseo por la orilla del río al amanecer. Lo cierto es que por la noche siempre ocurren cosas mugrientas y bochornosas; y si esa noche es Nochevieja, la mugre y el bochorno corren el riesgo de anegarte en su vómito: puede ocurrir, por ejemplo, que un tipo pelma se te acerque a pegar la hebra (aunque, afortunadamente, el volumen de la música se lo impedirá, después de dejarlo afónico); también puede ocurrir que, al pedir una copa, el camarero te haga esperar dos horas, para despacharte finalmente con bebida de garrafón; y, desde luego, lo más probable es acabar a la orilla del río al amanecer, pero en compañía de unos melenudos pesadísimos, a quienes encima debes reír las gracias (aunque carezcan de gracia), por si tuvieran mal vino. Todas estas cosas me ocurrieron en la única Nochevieja en que salí de casa; pero me ocurrió algo mucho peor todavía.
Estaba acodado en la barra, y a mi lado pasaron unos invitados bailando la conga o cualquier otra mamarrachada gregaria de las que suelen improvisarse en este tipo de fiestas. Entonces, alguno de los invitados me tomó del brazo, sumándome al jolgorio; y mientras bailaba la conga, cayó una lluvia de confeti del techo que regó a conciencia mi traje; y, mientras seguía bailando, llegó otro invitado que me regaló un matasuegras que, por supuesto, llevé a mis labios, para chiflar; y, ya por último, llegó otro que me regaló (en las fiestas de Nochevieja todo el mundo se vuelve dadivoso y desprendido) un capirucho con cascabel en el pico, que por supuesto me prendí de la cabeza.
Así hasta que acabó la conga. Entonces me entraron ganas de mear. Y, después de aliviarme, me miré en el espejo del retrete. Lo que entonces vi me hizo pensar que no hay nada tan digno, tan vulgarmente digo, en una Nochevieja como amorrarse a la televisión. Mi predilecta Marta Sánchez ya ha concluido su actuación archisabida; ojalá salga ahora Eros Ramazzotti, o mejor todavía Mocedades o Manolo Escobar.
TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA, UNA HISTORIA DE ESPAÑA ( XVI),.
Eran jóvenes, guapos y listos. Me refiero a Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los llamados Reyes Católicos. Los de la tele. Sobre todo ...
Eran jóvenes, guapos y listos. Me refiero a Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los llamados Reyes Católicos. Los de la tele. Sobre todo, listos. Ella era de las que muerden con la boquita cerrada. Lo había demostrado en la guerra contra los partidarios de su sobrina Juana la Beltraneja -apoyada por el rey de Portugal-, a la que repetidas veces le jugó la del chino. Él, trayendo en la maleta el fino encaje de bolillos que en el Mediterráneo occidental hacía ya imparable la expansión política, económica y comercial catalano-aragonesa. La alianza de esos dos jovenzuelos, que nos salieron de armas tomar, tiene, naturalmente, puntitos románticos; pero lo que fue, sobre todo, es un matrimonio de conveniencia: una gigantesca operación política que, aunque no fuera tan ambicioso el propósito final, en pocas décadas iba a acabar situando a España como primera potencia mundial, gracias a diversos factores que coincidieron en el espacio y el tiempo: inteligencia, valor, pragmatismo, tenacidad y mucha suerte; aunque lo de la suerte, con el paso de los años, terminara volviéndose -de tanta como fue- contra el teórico beneficiado. O sea, contra los españoles de a pie; que, a la larga, de beneficio obtuvimos poco y pagamos, como solemos, los gastos de la verbena. Sin embargo, en aquel final del siglo XV todo era posible. Todo estaba aún por estrenar (como la Guardia Civil, por ejemplo, que tiene su origen remoto en las cuadrillas de la Santa Hermandad, creada entonces para combatir el bandolerismo rural; o la Gramática de la lengua castellana de Antonio de Nebrija, que fue la primera que se hizo en el mundo sobre una lengua vulgar, de uso popular, y a la que aguardaba un espléndido futuro). El caso, volviendo a nuestros jovencitos monarcas, es que, simplificando un poco, podríamos decir que el de Isabel y Fernando fue un matrimonio con separación de bienes. Tú a Boston y yo a California. Ella seguía siendo dueña de Castilla; y él, de Aragón. Los otros bienes, los gananciales, llegaron a partir de ahí, abundantes y en cascada, con un reinado que iba a acabar la Reconquista mediante la toma de Granada, a ensanchar los horizontes de la Humanidad con el descubrimiento de América, y a asentarnos, consecuencia de todo aquello, como potencia hegemónica indiscutible en los destinos del mundo durante un siglo y medio. Que tiene tela. Con lo cual resultó que España, ya entendida como nación -con sus zurcidos, sus errores y sus goteras que llegan hasta hoy, incluida la apropiación ideológica y fraudulenta de esa interesante etapa por el franquismo-, fue el primer Estado moderno que se creó en Europa, casi un siglo por delante de los otros. Una Europa a la que no tardarían los peligrosos españoles en tener bien agarrada por los huevos (permítanme la delicada perífrasis), y cuyos estados se formaron, en buena parte, para defenderse de ellos. Pero eso vino más tarde. Al principio, Isabel y Fernando se dedicaron a romperle el espinazo a los nobles que iban a su rollo, demoliéndoles castillos y dándoles leña hasta en el deneí. En Castilla la cosa funcionó, y aquellos zampabollos y mangantes mal acostumbrados quedaron obedientes y tranquilos como malvas. En el reino de Aragón la cosa fue distinta, pues los privilegios medievales, fueros y toda esa murga tenían mucho arraigo; aparte que el reino era un complicado tira y afloja entre aragoneses, catalanes, mallorquines y valencianos. Todo eso dejó enquistados insolidaridades y problemas de los que todavía hoy, quinientos años después de ser España, pagamos bien caro el pato. En cualquier caso, lo que surgió de aquello no fue todavía un estado centralista en el sentido moderno, sino un equilibrio de poderes territoriales casi federal, mantenido por los Reyes Católicos con mucho sentido común y certeza del mutuo interés en que las cosas funcionaran. Lo del Estado unitario vino después, cuando los Trastámara -la familia de la que procedían Isabel y Fernando, que eran primos- fueron relevados en el trono español por los Habsburgo, y ésos nos metieron en el jardín del centralismo imposible, las guerras europeas, el derroche de la plata americana y el no hay arroz para tanto pollo. En cualquier caso, durante los 125 años que incluirían el fascinante siglo XVI que estaba en puertas, transcurridos desde los Reyes Católicos a Felipe II, iba a cuajar lo que para bien y para mal hoy conocemos como España. De ese período provienen buena parte de nuestras luces y sombras: nuestras glorias y nuestras miserias. Sin conocer lo mucho y decisivo que en esos años cruciales ocurrió, es imposible comprender, y comprendernos. [Continuará].
Indudablemente, habrá gente que celebre la Nochevieja leyendo a san Juan de la Cruz u oteando las estrellas; pero las maneras más habituales que hay de celebrarla en España son dos: o amorrándose al televisor, para ver programas de variedades más bien infectos (y, últimamente, con eso de la crisis, refritados de años anteriores); o emborrachándose en una de esas fiestas (¡cotillones!) que se celebran aquí y allá, tanto en lugares de postín como en hangares siniestros. Confieso que me cuento entre los que se amorran al televisor, bajeza que no cometo durante el resto del año; pero, en esa noche (¡jo, qué noche!), participar de la vulgaridad reinante ¡sentirme en cuerpo y alma vulgarote y mostrenco! me produce un inescrutable placer. Disfrutar de la somnolencia que producen los vapores de la cena y el burbujeo del champán (perdón, quería decir cava) mientras en la tele canta, por ejemplo, mi predilecta Marta Sánchez alguna canción clásica de su repertorio pongamos por caso Desesperada, o incluso Soldados del amor, en una actuación que tal vez fuera grabada hace cuatro o cinco lustros, tiene su puntito; sobre todo sabiendo que, después de Marta Sánchez, puede venir Eros Ramazzotti, o Mocedades, o Manolo Escobar. (Y, ahora que lo pienso, ¿por qué este año no le hacen un homenaje a Manolo Escobar en la tele, refritando todas sus actuaciones de Nocheviejas pretéritas?). Sobre todo, cuando uno piensa en los horrores que estarán padeciendo a esa misma hora quienes decidieron salir de fiesta o cotillón.
En toda mi vida solo he salido de fiesta o cotillón una Nochevieja. Era la época en la que uno pensaba que en las fiestas ocurren cosas inefables, muy delicadamente milagrosas: por ejemplo, que una hermosa muchacha se acerque a pegar la hebra contigo, que toméis una copa juntos y que juntos mantengáis una conversación llena de insinuaciones eróticas y guiños literarios, para terminar dando un paseo por la orilla del río al amanecer. Lo cierto es que por la noche siempre ocurren cosas mugrientas y bochornosas; y si esa noche es Nochevieja, la mugre y el bochorno corren el riesgo de anegarte en su vómito: puede ocurrir, por ejemplo, que un tipo pelma se te acerque a pegar la hebra (aunque, afortunadamente, el volumen de la música se lo impedirá, después de dejarlo afónico); también puede ocurrir que, al pedir una copa, el camarero te haga esperar dos horas, para despacharte finalmente con bebida de garrafón; y, desde luego, lo más probable es acabar a la orilla del río al amanecer, pero en compañía de unos melenudos pesadísimos, a quienes encima debes reír las gracias (aunque carezcan de gracia), por si tuvieran mal vino. Todas estas cosas me ocurrieron en la única Nochevieja en que salí de casa; pero me ocurrió algo mucho peor todavía.
Estaba acodado en la barra, y a mi lado pasaron unos invitados bailando la conga o cualquier otra mamarrachada gregaria de las que suelen improvisarse en este tipo de fiestas. Entonces, alguno de los invitados me tomó del brazo, sumándome al jolgorio; y mientras bailaba la conga, cayó una lluvia de confeti del techo que regó a conciencia mi traje; y, mientras seguía bailando, llegó otro invitado que me regaló un matasuegras que, por supuesto, llevé a mis labios, para chiflar; y, ya por último, llegó otro que me regaló (en las fiestas de Nochevieja todo el mundo se vuelve dadivoso y desprendido) un capirucho con cascabel en el pico, que por supuesto me prendí de la cabeza.
Así hasta que acabó la conga. Entonces me entraron ganas de mear. Y, después de aliviarme, me miré en el espejo del retrete. Lo que entonces vi me hizo pensar que no hay nada tan digno, tan vulgarmente digo, en una Nochevieja como amorrarse a la televisión. Mi predilecta Marta Sánchez ya ha concluido su actuación archisabida; ojalá salga ahora Eros Ramazzotti, o mejor todavía Mocedades o Manolo Escobar.
TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA, UNA HISTORIA DE ESPAÑA ( XVI),.
Eran jóvenes, guapos y listos. Me refiero a Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los llamados Reyes Católicos. Los de la tele. Sobre todo ...
Eran jóvenes, guapos y listos. Me refiero a Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los llamados Reyes Católicos. Los de la tele. Sobre todo, listos. Ella era de las que muerden con la boquita cerrada. Lo había demostrado en la guerra contra los partidarios de su sobrina Juana la Beltraneja -apoyada por el rey de Portugal-, a la que repetidas veces le jugó la del chino. Él, trayendo en la maleta el fino encaje de bolillos que en el Mediterráneo occidental hacía ya imparable la expansión política, económica y comercial catalano-aragonesa. La alianza de esos dos jovenzuelos, que nos salieron de armas tomar, tiene, naturalmente, puntitos románticos; pero lo que fue, sobre todo, es un matrimonio de conveniencia: una gigantesca operación política que, aunque no fuera tan ambicioso el propósito final, en pocas décadas iba a acabar situando a España como primera potencia mundial, gracias a diversos factores que coincidieron en el espacio y el tiempo: inteligencia, valor, pragmatismo, tenacidad y mucha suerte; aunque lo de la suerte, con el paso de los años, terminara volviéndose -de tanta como fue- contra el teórico beneficiado. O sea, contra los españoles de a pie; que, a la larga, de beneficio obtuvimos poco y pagamos, como solemos, los gastos de la verbena. Sin embargo, en aquel final del siglo XV todo era posible. Todo estaba aún por estrenar (como la Guardia Civil, por ejemplo, que tiene su origen remoto en las cuadrillas de la Santa Hermandad, creada entonces para combatir el bandolerismo rural; o la Gramática de la lengua castellana de Antonio de Nebrija, que fue la primera que se hizo en el mundo sobre una lengua vulgar, de uso popular, y a la que aguardaba un espléndido futuro). El caso, volviendo a nuestros jovencitos monarcas, es que, simplificando un poco, podríamos decir que el de Isabel y Fernando fue un matrimonio con separación de bienes. Tú a Boston y yo a California. Ella seguía siendo dueña de Castilla; y él, de Aragón. Los otros bienes, los gananciales, llegaron a partir de ahí, abundantes y en cascada, con un reinado que iba a acabar la Reconquista mediante la toma de Granada, a ensanchar los horizontes de la Humanidad con el descubrimiento de América, y a asentarnos, consecuencia de todo aquello, como potencia hegemónica indiscutible en los destinos del mundo durante un siglo y medio. Que tiene tela. Con lo cual resultó que España, ya entendida como nación -con sus zurcidos, sus errores y sus goteras que llegan hasta hoy, incluida la apropiación ideológica y fraudulenta de esa interesante etapa por el franquismo-, fue el primer Estado moderno que se creó en Europa, casi un siglo por delante de los otros. Una Europa a la que no tardarían los peligrosos españoles en tener bien agarrada por los huevos (permítanme la delicada perífrasis), y cuyos estados se formaron, en buena parte, para defenderse de ellos. Pero eso vino más tarde. Al principio, Isabel y Fernando se dedicaron a romperle el espinazo a los nobles que iban a su rollo, demoliéndoles castillos y dándoles leña hasta en el deneí. En Castilla la cosa funcionó, y aquellos zampabollos y mangantes mal acostumbrados quedaron obedientes y tranquilos como malvas. En el reino de Aragón la cosa fue distinta, pues los privilegios medievales, fueros y toda esa murga tenían mucho arraigo; aparte que el reino era un complicado tira y afloja entre aragoneses, catalanes, mallorquines y valencianos. Todo eso dejó enquistados insolidaridades y problemas de los que todavía hoy, quinientos años después de ser España, pagamos bien caro el pato. En cualquier caso, lo que surgió de aquello no fue todavía un estado centralista en el sentido moderno, sino un equilibrio de poderes territoriales casi federal, mantenido por los Reyes Católicos con mucho sentido común y certeza del mutuo interés en que las cosas funcionaran. Lo del Estado unitario vino después, cuando los Trastámara -la familia de la que procedían Isabel y Fernando, que eran primos- fueron relevados en el trono español por los Habsburgo, y ésos nos metieron en el jardín del centralismo imposible, las guerras europeas, el derroche de la plata americana y el no hay arroz para tanto pollo. En cualquier caso, durante los 125 años que incluirían el fascinante siglo XVI que estaba en puertas, transcurridos desde los Reyes Católicos a Felipe II, iba a cuajar lo que para bien y para mal hoy conocemos como España. De ese período provienen buena parte de nuestras luces y sombras: nuestras glorias y nuestras miserias. Sin conocer lo mucho y decisivo que en esos años cruciales ocurrió, es imposible comprender, y comprendernos. [Continuará].
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