Estoy muy solo triste, acá,
en este mundo abandonado,
tengo la idea la de irme
al lugar que yo mas quiera.
Me falta algo para ir,
pues caminando yo no puedo.
Construiré una balsa
y me iré a naufragar.
Tengo que conseguir mucha madera,
tengo que conseguir, de donde sea.
Y cuando mi balsa esté lista
partiré hacia la locura
Con mi balsa yo me iré a naufragar.
Este
año, el otoño ha sido llevadero. Aún a mediados de noviembre,
recolectaba calabacines y no había encendido la estufa. Por eso, la ...
Este año, el otoño ha sido
llevadero. Aún a mediados de
noviembre, recolectaba calabacines
y no había encendido la estufa.
Por eso, la llegada de la época
navideña ha sido una sorpresa.
“¿Cómo? Ya están los dulces y los
adornos”, pensaba un día, pasando
ante las tiendas. Luego vino el frío,
repentino y extremo, como ocurre
estos últimos años; y así, además de
cambiar rápidamente de estación,
supe que la Navidad estaba al llegar.
Hace unos años, en unas vacaciones
en la montaña, recogí el esqueje
de un abeto. Cuando se lo enseñé a
las muchachas que viven conmigo,
medía unos cinco centímetros.
“¿Qué es?”, preguntaron. “Es
–respondí– o, mejor dicho, será
algún día nuestro árbol de Navidad”.
Ahora tiene seis años, y mide
40 centímetros. Lo hemos metido
en casa y adornado con unos pocos
motivos ligeros, ya que sus ramas
aún no soportan mucho peso. Pero
es nuestro árbol y lo queremos mucho, aunque sea
pequeño. “¿Cuándo se hará grande del todo?”, me
preguntaron, como si yo tuviera una bola de cristal.
“Es muy probable que cuando yo ya no esté aquí
–les contesté–. Vosotras celebraréis la Navidad con
vuestros hijos y yo os veré desde el cielo. A vosotras
y al árbol que plantamos juntas”. Me parece que el
aumento vertiginoso de los trastornos psicológicos
en niños tiene que ver con haber perdido el sentido
profundo del paso del tiempo. El tiempo que nos
deja el monstruo de esta
sociedad derrochadora
es solo el del consumo,
un tiempo iluminado por
luces frías y grises de neón,
y acompañado por las
machaconas musiquillas
de fondo. Dicho tiempo,
que todo lo iguala (cada
día se parece al anterior
y al siguiente; no hay un
momento de reposo),
esconde, tras la aparente
normalidad, un germen de
destrucción.Entender la vida como consumo nos consume y consume, a la vez, las esperanzas de nuestros hijos. El tiempo del ser humano subyace desde siempre tras el misterio de la sombra: la de la muerte, la de la fragilidad. Dejar de comprender esto solo nos empuja a la angustia o el pánico. Por eso, es necesario volver a inculcar a los niños una profunda noción del tiempo, enseñarles que vivir según leyes consumistas hace que nos volvamos seres consumidos; lo que nos hace humanos es el proceso de construcción de nosotros mismos. Si, a lo largo de un año, logramos dejar en suspenso unos pocos momentos (por ejemplo, la Navidad, vivida en su realidad afectiva y no consumista), podremos dar a nuestros hijos una noción de equilibrio. Algo que también pueden aprender plantando un árbol y esperando a que crezca, a sabiendas de que la persona que lo plantó con ellos ya no estará. En su memoria, sin embargo, quedará el recuerdo de ese gesto de amor vivido en común.
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