Carmen Amoraga es la última ganadora del premio Nadal. Lo ha logrado con la novela 'La vida era eso'. Nació en Picanya (Valencia) en 1969 ...
¡Silencio por favor! Carmen Amoraga
-foto-Carmen Amoraga es la última ganadora
del premio Nadal. Lo ha logrado con la novela 'La vida era eso'. Nació
en Picanya (Valencia) en 1969. Allí vive y es concejala.
En el 70.º aniversario del certamen literario con más solera
de España, el premio Nadal, la vencedora ha sido la novela La vida era
eso, de Carmen Amoraga, quien ya había quedado finalista en 2007.
Escritora, colaboradora de distintos medios de comunicación, además de
asesora del rector en la Universidad de Valencia, ha creado una novela
sobre el poder redentor de la palabra... y de las redes sociales.
La obra está basada en una historia real -una vecina de Picanya, amiga suya, cuyo marido falleció de un cáncer fulminante y decidió seguir escribiendo en el perfil de Facebook de su difunto esposo para paliar su dolor-. Recibe a XLSemanal en su casa; por allí rondan su hija pequeña, sus perros, su gato, sus padres y hasta la 'musa' de su novela.
TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO,"forever young", pete,.
Algunos
libros, como los hijos, se van: unos desaparecen para siempre
engullidos por un misterioso vacío; y otros, como los hijos pródigos,
vuelven arrastrados por alguna ola inesperada. Conocí a Manuel Scorza
antes de leerlo: se me antojó un caballero prudente atado a una
cortesía en retirada. Presentaba en España La danza inmóvil,
su entrega a modo de posdata de la portentosa saga de La guerra
silenciosa. Empecé ese libro y no recuerdo haberlo soltado hasta que lo
acabé: subrayé expresiones, acoté giros, anoté impresiones en los
márgenes. Fue lo más interactivo hecho en mi vida entre un libro y yo.
La obra está basada en una historia real -una vecina de Picanya, amiga suya, cuyo marido falleció de un cáncer fulminante y decidió seguir escribiendo en el perfil de Facebook de su difunto esposo para paliar su dolor-. Recibe a XLSemanal en su casa; por allí rondan su hija pequeña, sus perros, su gato, sus padres y hasta la 'musa' de su novela.
TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO,"forever young", pete,.
Evidentemente consiguió que me fuera al
principio y me sumergiera en el apasionante mundo que describe en
varias entregas inolvidables y mucho más combativas sobre las
revoluciones pendientes en su tierra peruana. Redoble por Rancas, El jinete insomne y Garabombo,
el Invisible, que recuerde, son tres poemas recitados de corrido, tres
romances en los que la rebeldía queda descrita con el primor de un
joyero de palabras.
La danza inmóvil,
no obstante, cometió un imperdonable error que en los primeros ochenta
se pagaba con alguna mirada condescendiente: se tomó a chanza su
revolución campesina. Su protagonista es enviado a Francia y se rebela
contra su partido y su guerrilla cuando estos le llaman para volver y
combatir: en el exilio ha conocido a una mujer y París, y no quiere
dejar a ninguna de las dos. Vence lo burgués. El texto, por demás, es hilarante en determinados pasajes, lo cual era ya demasiado para el buen progre.
Creo que muchos no se lo han perdonado.
Scorza falleció -junto con Jorge Ibarguengoitia, magnífico escritor
mexicano- en el trágico accidente que le costó la vida en Barajas a
todos los ocupantes de un avión de Avianca. Conservar en ese momento La danza inmóvil
era, por tanto, conservar algo más que un amigo: era atesorar el
ejemplar único en que quedaban las palabras, mis anotaciones y la voz de
Scorza rebotando en sus esquinas.
Pero un día, hará unos veinte años, el libro, al que tantas veces había vuelto para recordar una pincelada, se hizo pródigo.
Y desapareció. Algún día tenía que pasar, ya que iba conmigo a muchas
partes, y mis mudanzas eran sucesivas, inesperadas y algo caóticas.
Tras no pocos años pude hacerme con
otro ejemplar, que evidentemente había sido descatalogado. No era el
mío, no tenía mi rastro, ni mi firma, ni la de Scorza, ni mi ex libris,
pero era el libro: no era lo mismo, pero era un consuelo. Hasta que
hace una semana me dijo María Luisa Núñez, compañera imprescindible en
radio a lo largo de veintidós años: «Te voy a hacer un regalo».
Me preguntó en el asiento
trasero de un taxi por algo que yo hubiera perdido a lo largo de este
tiempo. Sin vacilar, le dije: «Un libro: La danza inmóvil». Se
le iluminó la cara y me hizo saber que lo había encontrado. Le
pregunté: «¿Un ejemplar de entonces o una reedición de por ahí?». A lo
que me contestó triunfante: «No, querido: el tuyo».
Efectivamente, ese libro que me
extendió primorosamente envuelto en papel de regalo era el mío, con mis
notas y mis dedicatorias, el mismo que tanto me había emocionado en
aquel lejano 82 y años venideros. María Luisa guarda hasta el último
papel que se le cruza por su vida, y cuando dejamos Radio Nacional
apiló en un par de cajas lo que había en sus predios. No sé cómo había
ido a parar allí este volumen, pero se había quedado después de dejar
la casa en el año 2000. Revolviendo cajas de cartón, dio con él.
Ha sido como encontrar a un
viejo amigo 14 años después: salvo milagro, los libros no son pródigos,
ya que, a diferencia de los hijos, no tienen hambre y no vuelven
cuando se acaban las existencias. Seremos inseparables lo que nos quede
de vida, claro que menos a mí que a él. En sus páginas sé que
quedarán anotadas claves de mi tiempo que algún día alguien entreverá
al abrir sus páginas. Si es que el muy cabrón no se va antes, ¡que me
ha salido muy callejero!
Pero se diga o se oculte, lo cierto es que la usura se halla en el corazón del sistema capitalista (en realidad, es la gangrena de su corazón); foto , la chica de la bicicleta,
Mientras la economía fue considerada una 'ciencia
moral' (y, desde luego, no puede ser otra cosa, puesto que depende de
las decisiones de los hombres), una de las cuestiones más debatidas por
el pensamiento económico fue la usura. En cambio, cuando los
moralistas fueron expulsados del pensamiento económico, se dejó de
escribir y pensar sobre ella. Pero se diga o se oculte, lo cierto es que
la usura se halla en el corazón del sistema capitalista (en realidad,
es la gangrena de su corazón); y también en la raíz de todos los
desórdenes económicos y morales que hoy padecemos.
Si volvemos la vista atrás (algo que el hombre contemporáneo tanto aborrece, para no tener que arrepentirse de sus errores), comprobaremos que la usura estuvo siempre prohibida. «No darás a tu hermano dinero a usura, y no le exigirás más granos que los que le hubieres dado», leemos en el Levítico. Y en el Evangelio de San Lucas, Jesús proclama: «Amad a vuestros enemigos, haced bien y prestad, sin esperar nada a cambio». Aristóteles consideraba execrable «el tráfico de dinero que saca ganancia de la moneda»; y el derecho civil de la Edad Media lo declaró delito. En su encíclica Vix pervenit, Benedicto XIV condenaba el pecado de usura, que se comete «cuando se hace un préstamo de dinero y, con la sola base del préstamo, el prestamista demanda del prestatario más de lo que le ha prestado»; y todavía León XIII, en Rerum novarum, se refería, en un sentido más genérico, a la «usura devoradora... un demonio condenado por la Iglesia pero de todos modos practicado de modo engañoso por hombres avarientos». La condena de la usura fue unánime, siquiera hasta la ruptura de la Cristiandad ocasionada por la Reforma, cuando los príncipes protestantes empezaron a introducir legislaciones que, so capa de favorecer el comercio y el sistema bancario, confundían el lucro legítimo con la usura. Desde entonces, la usura se ha convertido en el 'pan nuestro de cada día', también en el ámbito católico, o seudocatólico.
En el lenguaje corriente, por usura entendemos el 'cobro de un interés excesivo por el préstamo de un capital'. Pero antes de entrar a fijar cuál es el interés excesivo y cuál el interés lícito que puede cobrarse por el préstamo de un capital debemos reparar en una cuestión que suele pasar inadvertida. Y es que la usura se sustenta sobre una aporía, consistente en aceptar que el dinero puede reproducirse con la mera ayuda del tiempo; y que, pasado un cierto tiempo, quien ha prestado, por ejemplo, cien monedas, puede reclamar ciento diez, con independencia del uso que se haya dado a esas monedas. Pero lo cierto es que el dinero es un bien consumible que no se reproduce, por lo que como señalaba Aristóteles los intereses se convierten en un modo de adquisición contrario a la naturaleza y, por lo tanto, deben ser reprobados.
Sin embargo, del mismo modo que afirmamos que el dinero en sí mismo no puede reproducirse, no es menos cierto que, mediante nuestro trabajo, el dinero puede generar un beneficio. Pensemos, por ejemplo, en el propietario de un terreno que pide un préstamo para montar un sistema de riego que le permite multiplicar por tres los frutos que ese terreno le brinda. Sería plenamente justo que quien prestó el dinero que permitió al propietario triplicar sus cosechas demande un interés; porque lo que hace que un interés sea o no legítimo no tiene que ver con que sea más o menos alto, sino con el hecho de que el capital prestado haya servido para generar un beneficio. La participación del prestamista en la riqueza generada por su préstamo no puede considerarse usura; usura consiste en creer que el mero préstamo de dinero devenga interés. Usura es el cobro de intereses sobre un préstamo improductivo, o de intereses superiores al incremento de riqueza real generado por un préstamo productivo.
Pero nuestra época se niega a establecer una distinción entre préstamos improductivos y productivos; e impone el cobro de un interés como fruto del dinero prestado, independientemente de su uso. Así, no solo ha erigido el dinero en patrón y medida de todas las cosas, sino que afirma que puede multiplicarse por arte de birlibirloque, desligado de los bienes a los que representa y sin intervención del trabajo humano. Solo que esta multiplicación, a la vez que enriquece ilimitadamente a unos, se logra a costa del empobrecimiento también ilimitado de otros. Esto es lo que está sucediendo en nuestros días: por eso, mientras la propaganda nos apedrea las orejas repitiendo que ya hemos salido de la crisis y que España vuelve a «generar riqueza», usted se tienta los bolsillos y descubre que cada vez están más vacíos.
TÍTULO: LA PAPELERA, ESTA ADMINISTRACIÓN INFAME,.
foto--la papelera,.
Si volvemos la vista atrás (algo que el hombre contemporáneo tanto aborrece, para no tener que arrepentirse de sus errores), comprobaremos que la usura estuvo siempre prohibida. «No darás a tu hermano dinero a usura, y no le exigirás más granos que los que le hubieres dado», leemos en el Levítico. Y en el Evangelio de San Lucas, Jesús proclama: «Amad a vuestros enemigos, haced bien y prestad, sin esperar nada a cambio». Aristóteles consideraba execrable «el tráfico de dinero que saca ganancia de la moneda»; y el derecho civil de la Edad Media lo declaró delito. En su encíclica Vix pervenit, Benedicto XIV condenaba el pecado de usura, que se comete «cuando se hace un préstamo de dinero y, con la sola base del préstamo, el prestamista demanda del prestatario más de lo que le ha prestado»; y todavía León XIII, en Rerum novarum, se refería, en un sentido más genérico, a la «usura devoradora... un demonio condenado por la Iglesia pero de todos modos practicado de modo engañoso por hombres avarientos». La condena de la usura fue unánime, siquiera hasta la ruptura de la Cristiandad ocasionada por la Reforma, cuando los príncipes protestantes empezaron a introducir legislaciones que, so capa de favorecer el comercio y el sistema bancario, confundían el lucro legítimo con la usura. Desde entonces, la usura se ha convertido en el 'pan nuestro de cada día', también en el ámbito católico, o seudocatólico.
En el lenguaje corriente, por usura entendemos el 'cobro de un interés excesivo por el préstamo de un capital'. Pero antes de entrar a fijar cuál es el interés excesivo y cuál el interés lícito que puede cobrarse por el préstamo de un capital debemos reparar en una cuestión que suele pasar inadvertida. Y es que la usura se sustenta sobre una aporía, consistente en aceptar que el dinero puede reproducirse con la mera ayuda del tiempo; y que, pasado un cierto tiempo, quien ha prestado, por ejemplo, cien monedas, puede reclamar ciento diez, con independencia del uso que se haya dado a esas monedas. Pero lo cierto es que el dinero es un bien consumible que no se reproduce, por lo que como señalaba Aristóteles los intereses se convierten en un modo de adquisición contrario a la naturaleza y, por lo tanto, deben ser reprobados.
Sin embargo, del mismo modo que afirmamos que el dinero en sí mismo no puede reproducirse, no es menos cierto que, mediante nuestro trabajo, el dinero puede generar un beneficio. Pensemos, por ejemplo, en el propietario de un terreno que pide un préstamo para montar un sistema de riego que le permite multiplicar por tres los frutos que ese terreno le brinda. Sería plenamente justo que quien prestó el dinero que permitió al propietario triplicar sus cosechas demande un interés; porque lo que hace que un interés sea o no legítimo no tiene que ver con que sea más o menos alto, sino con el hecho de que el capital prestado haya servido para generar un beneficio. La participación del prestamista en la riqueza generada por su préstamo no puede considerarse usura; usura consiste en creer que el mero préstamo de dinero devenga interés. Usura es el cobro de intereses sobre un préstamo improductivo, o de intereses superiores al incremento de riqueza real generado por un préstamo productivo.
Pero nuestra época se niega a establecer una distinción entre préstamos improductivos y productivos; e impone el cobro de un interés como fruto del dinero prestado, independientemente de su uso. Así, no solo ha erigido el dinero en patrón y medida de todas las cosas, sino que afirma que puede multiplicarse por arte de birlibirloque, desligado de los bienes a los que representa y sin intervención del trabajo humano. Solo que esta multiplicación, a la vez que enriquece ilimitadamente a unos, se logra a costa del empobrecimiento también ilimitado de otros. Esto es lo que está sucediendo en nuestros días: por eso, mientras la propaganda nos apedrea las orejas repitiendo que ya hemos salido de la crisis y que España vuelve a «generar riqueza», usted se tienta los bolsillos y descubre que cada vez están más vacíos.
TÍTULO: LA PAPELERA, ESTA ADMINISTRACIÓN INFAME,.
foto--la papelera,.
Con frecuencia llegan cartas de jóvenes que intentan
conseguir una beca de estudios o laboral, crear su propio puesto de
trabajo como autónomos, o abrirse paso con fondos que el Estado
administra. Esas cartas acaban produciéndome honda tristeza, pues
siempre cuentan lo mismo: el choque con el muro infranqueable de la
Administración, cuando no de 17 administraciones diferentes y a veces
opuestas entre sí. La burocracia atrincherada bajo el cómodo anonimato y
la impunidad funcionarial, que no sólo entorpece ilusiones, sino que a
menudo las destruye por desidia, pereza o desinterés.
Extraño será que ustedes mismos no conozcan casos, si es que no lo sufren en sus carnes. Cuando un joven consigue algo, todo son tardanzas, retrasos en el pago, argucias presupuestarias. Y en la fase previa, poca información, confusas explicaciones del BOE, malos modos cuando alguien, en su desesperación, insiste en saber. Y sobre todo, esa imposibilidad de hablar con alguien responsable, en lugar de la habitual cadena de gente que te pasa a otra gente que tampoco sabe, que no da referencias ni da nombres, mientras intentas averiguar por qué te deniegan tal o cual beca, ayuda o subvención oficial, a qué clase de expediente sí se la concedieron y cómo lo calificaron. El bloqueo del derecho a saber qué suerte corrió tu solicitud y con qué criterios fue rechazada; algo natural y necesario para mejorarla en otra ocasión, o solicitar una ayuda más adecuada a tus posibilidades.
Ante esa legítima reclamación se alza, siempre, un muro de silencio. El calvario de ir de uno a otro funcionario, sin averiguar no ya el responsable de lo tuyo, sino el departamento al que corresponde. A veces ni siquiera sabes si se trata del ministerio, la consejería o la pepitilla de la Bernarda. Y cuando al fin alguien parece saber de qué le hablan, empiezan los diálogos absurdos: no hay responsables, ni lugares, ni nombres. Nadie sabe nada. Todo es un enredo burocrático organizado para disuadirte de insistir. Y llegas a una triste conclusión. Esos funcionarios que deberían ayudarte -y no faltan los de buena voluntad que lo hacen o lo intentan-, suelen comportarse como si el asunto fuera tan oscuro que no conviniese dar explicaciones. Podría ser por incompetencia o pereza, concluyes; y así es a veces. Pero lo que queda de manifiesto, al fondo, es la falta de transparencia con que funciona este Estado de taifas y parcelitas miserables. La sospechosa forma en que maneja el dinero público una Administración vampiro que, en vez de ayudar al ciudadano haciendo posibles futuro y riqueza, lo expolia y desalienta.
Asombra el grado de perversión del monstruoso sistema que nos ha sido impuesto. No saber nunca a quién llamar, a quién reclamar nada. Con lo fácil que sería una firma: saber que quien maneja un expediente es responsable en el tramo que le corresponde. Un médico o un profesor son funcionarios y firman con sus nombres, pero en asuntos administrativos no firma nadie. El sistema es anónimo, lo que garantiza mucha impunidad. Mucha golfería. Todo se excusa tras la pantalla opaca del funcionario; que a menudo, sospechas, sólo cumple instrucciones superiores: es sólo un disfraz del sistema. Qué distinto sería poder seguir la traza de cada expediente, como ocurre en Correos -servicio admirable, todavía- cuando mandas un certificado y te ofrecen un papelito que, vía Internet, permite saber dónde está tu envío en cada momento. Si algo así se aplicara a la Administración, sería posible una mayor transparencia. Comprobar quién hace o no su trabajo. Averiguar en qué despacho y qué manos te arruinan la vida.
Todo esto apesta, oigan. Ni siquiera la desidia, la incompetencia o la maraña burocrática pueden explicarlo; porque, cuando con mucha insistencia alguien llega al hilo del ovillo, se entera, por ejemplo, de que su elaborado proyecto con el que sudó sangre, cuyo requisito oficial era generar empleo intercomunitario, ha sido rechazado como otros, y en cambio se lo dieron a una página Web más simple que el mecanismo de un sonajero. Y claro. Ahí no valen pantallas. Eso no es el humilde funcionario de la ventanilla o el teléfono quien lo concede al sobrino, compadre o recomendado, sino que se decide arriba. Entre quienes se benefician del negocio y lo extienden a su clientela, sobre todo en un país corrupto como éste, donde lees el periódico y echas la pota. Si esa poca transparencia se da con una subvención de 500 euros, calculen lo que circula en la sombra, y a qué manos va cuando se reparte el pastel entre afiliados, compadres y sindicatos del langostino.
Extraño será que ustedes mismos no conozcan casos, si es que no lo sufren en sus carnes. Cuando un joven consigue algo, todo son tardanzas, retrasos en el pago, argucias presupuestarias. Y en la fase previa, poca información, confusas explicaciones del BOE, malos modos cuando alguien, en su desesperación, insiste en saber. Y sobre todo, esa imposibilidad de hablar con alguien responsable, en lugar de la habitual cadena de gente que te pasa a otra gente que tampoco sabe, que no da referencias ni da nombres, mientras intentas averiguar por qué te deniegan tal o cual beca, ayuda o subvención oficial, a qué clase de expediente sí se la concedieron y cómo lo calificaron. El bloqueo del derecho a saber qué suerte corrió tu solicitud y con qué criterios fue rechazada; algo natural y necesario para mejorarla en otra ocasión, o solicitar una ayuda más adecuada a tus posibilidades.
Ante esa legítima reclamación se alza, siempre, un muro de silencio. El calvario de ir de uno a otro funcionario, sin averiguar no ya el responsable de lo tuyo, sino el departamento al que corresponde. A veces ni siquiera sabes si se trata del ministerio, la consejería o la pepitilla de la Bernarda. Y cuando al fin alguien parece saber de qué le hablan, empiezan los diálogos absurdos: no hay responsables, ni lugares, ni nombres. Nadie sabe nada. Todo es un enredo burocrático organizado para disuadirte de insistir. Y llegas a una triste conclusión. Esos funcionarios que deberían ayudarte -y no faltan los de buena voluntad que lo hacen o lo intentan-, suelen comportarse como si el asunto fuera tan oscuro que no conviniese dar explicaciones. Podría ser por incompetencia o pereza, concluyes; y así es a veces. Pero lo que queda de manifiesto, al fondo, es la falta de transparencia con que funciona este Estado de taifas y parcelitas miserables. La sospechosa forma en que maneja el dinero público una Administración vampiro que, en vez de ayudar al ciudadano haciendo posibles futuro y riqueza, lo expolia y desalienta.
Asombra el grado de perversión del monstruoso sistema que nos ha sido impuesto. No saber nunca a quién llamar, a quién reclamar nada. Con lo fácil que sería una firma: saber que quien maneja un expediente es responsable en el tramo que le corresponde. Un médico o un profesor son funcionarios y firman con sus nombres, pero en asuntos administrativos no firma nadie. El sistema es anónimo, lo que garantiza mucha impunidad. Mucha golfería. Todo se excusa tras la pantalla opaca del funcionario; que a menudo, sospechas, sólo cumple instrucciones superiores: es sólo un disfraz del sistema. Qué distinto sería poder seguir la traza de cada expediente, como ocurre en Correos -servicio admirable, todavía- cuando mandas un certificado y te ofrecen un papelito que, vía Internet, permite saber dónde está tu envío en cada momento. Si algo así se aplicara a la Administración, sería posible una mayor transparencia. Comprobar quién hace o no su trabajo. Averiguar en qué despacho y qué manos te arruinan la vida.
Todo esto apesta, oigan. Ni siquiera la desidia, la incompetencia o la maraña burocrática pueden explicarlo; porque, cuando con mucha insistencia alguien llega al hilo del ovillo, se entera, por ejemplo, de que su elaborado proyecto con el que sudó sangre, cuyo requisito oficial era generar empleo intercomunitario, ha sido rechazado como otros, y en cambio se lo dieron a una página Web más simple que el mecanismo de un sonajero. Y claro. Ahí no valen pantallas. Eso no es el humilde funcionario de la ventanilla o el teléfono quien lo concede al sobrino, compadre o recomendado, sino que se decide arriba. Entre quienes se benefician del negocio y lo extienden a su clientela, sobre todo en un país corrupto como éste, donde lees el periódico y echas la pota. Si esa poca transparencia se da con una subvención de 500 euros, calculen lo que circula en la sombra, y a qué manos va cuando se reparte el pastel entre afiliados, compadres y sindicatos del langostino.
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