TÍTULO: EL QUESO GRAN CAPITAN,Elena Anaya . El regreso de una musa,.
EL QUESO GRAN CAPITAN,Elena Anaya . El regreso de una musa,.-fotos,.
Elena Anaya hipnotizaba conejos a los seis años
Llegó a Madrid a los 20. Con ‘Lucía y el sexo’ se le abrieron todas las puertas
Alcanzó la cima de su carrera con Almodóvar. Ganó el Goya en 2012 y de pronto frenó en seco
Ha estado dos años “desempleada”. Vuelve con un estreno y hay tres más en camino
Mirar fijamente a la actriz Elena Anaya
produce una leve sensación de mareo, como si uno se encontrara delante
de un holograma o de una fotografía borrosa. Tal y como a ella se lo han
contado, una semana después de nacer todavía no había abierto uno de
los ojos. Cuando la inspeccionó el oculista y levantó el párpado vago,
se encontró una sorpresa: “Es de distinto color; pero ya lo abrirá
cuando quiera, tiene carácter”, dijo. Con el iris izquierdo virado
ligeramente hacia el verde y el derecho de tono castaño, Anaya, siendo
niña, solía hipnotizar conejos. Dice que es un truco muy fácil, al menos
para personas “de campo” como ella, aunque mientras explica el método
no queda claro si tiene que ver o no con su mirada. Es probable que
influyera. “Los tumbas boca arriba y los acaricias un poco en el
maxilofacial. Y de repente se quedan totalmente dormidos”. En el fondo
de pantalla de su teléfono móvil ha colocado una imagen de su
espectáculo estrella cuando era pequeña. Aparece con media melena rubia.
Sin camiseta. Tendrá unos seis años. Se encuentra arrodillada, rodeada
de césped y flores sobre un animalillo inmóvil y entregado. Parece
verano. Ella dice que creció en libertad. Que aquél era un “show importante”. Que en su casa alimentaron siempre su lado creativo, su parte de “payasa, de actriz, de personaja”,
y que contaba con “un imaginario muy salvaje”. Si había una reunión de
adultos, se disfrazaba y todos la escuchaban atentamente. En cuanto a
los conejos, los dejaba dormir un rato y luego decía: “¡Con mis
poderes…!”, y daba una palmada y los bichos salían zumbando.
La magia. Cuando ganó el Goya a la mejor interpretación femenina, en 2012, por su papel de Vera Cruz en La piel que habito,
de Pedro Almodóvar, subió al estrado y habló con voz trémula durante 2
minutos y 45 segundos. Emocionada, dedicó el premio a una lista enorme
de personas. Hacia el final del discurso, que llevaba apuntado en un
papelito, miró a su madre, junto al hueco libre que la actriz había
dejado en el patio de butacas, y dijo que quería compartirlo también con
ella. “Eres la maestra de mi vida. Porque un día me enseñaste que la
magia existe y mira tú la que hemos liado”. En La piel…, su
personaje, un joven al que un cirujano plástico con sed de venganza
(Antonio Banderas) transforma en mujer, acaba yendo a visitar a su madre
para decirle: “Mamá, soy yo”. Anaya, en este momento en que pronuncia
de nuevo las palabras de la escena final de la película, se encuentra
sentada en la cafetería de un hotel cuyo ventanal se asoma a la Gran
Vía. Y cuando se le pregunta si aquel juego perverso de identidades
sexuales parido por la mente de Almodóvar le marcó, responde: “Mira”. Y
muestra su antebrazo derecho. La piel se le ha erizado tanto que incluso
le da pudor, y acto seguido se baja las mangas de la camisa hasta las
muñecas, para no dejar rastro. Ese es el hechizo del que hablaba. La
capacidad de hacer real la ficción. De creérsela. Y de hacerla creíble.
La actriz dice que el origen se encuentra en una tarde “fría de narices”
en Palencia, la pequeña ciudad donde nació y creció, a la salida del
cine. Acababa de ver Memorias de África.
Tenía 10 años. Y, si la memoria no le falla, comentó: “Mamá, qué
espectacular lo que hemos visto, qué viaje. Quiero ser como Meryl Streep
y poder rodar una película así, que a la gente le pase lo que me acaba
de pasar contigo”. Aún pasarían otros 10 años antes de comenzar el
viaje. Otros 15 hasta que Almodóvar la quiso de protagonista.
Y, sin embargo, después de la llamada del
director manchego y de encumbrarse como intérprete con un Goya, justo en
lo más alto de su carrera, el reloj pareció detenerse. Aunque resulte
extraño, desde La piel… (septiembre de 2011), a Anaya solo se la ha visto en el filme Pensé que iba a haber fiesta
(enero de 2014), que pasó muy desapercibido. En sus palabras: “Siempre
he rodado con dos o tres películas pendientes de estreno. Pero esta vez
me quedé desempleada”. En realidad, por el camino ha rechazado varias
propuestas (“ninguna era apetecible”). Ha seguido formándose. Ha
aprendido a vivir con poco (“que tengo que quedarme sin vacaciones, hay
otros millones de planes”). Y en su mesilla, desde entonces, ha
descansado el guion de Todos están muertos, un proyecto que
conoció hace cuatro años, cuando no era más que una idea de 10 folios.
Lo ha visto crecer poco a poco. Y tomar forma.
La película, que se estrena el 30 de mayo, la ha escrito y dirigido Beatriz Sanchís. Es su ópera prima. La actriz y la cineasta se encontraron en 2008 durante el rodaje de Hierro, donde la realizadora, curtida entre cortometrajes de guerrilla, trabajaba en el departamento de arte. Poco después, Sanchís comenzó a desarrollar el personaje de Lupe, la protagonista de Todos están muertos.
Y casi desde el principio tuvo a Elena Anaya en la cabeza para encarnar
a esta estrella de rock de los ochenta que dejó la música y a la que
todos parecen haber olvidado. Encerrada en casa, se dedica a pulular en
chándal como un fantasma, apenas habla y su única actividad consiste en
hacer tartas de manzana. Hasta que un día se le aparece el espectro del
cantante del grupo con el que alcanzó la gloria.
Por su interpretación de musa de la movida, la
actriz fue premiada en el último Festival de Málaga (la cinta recibió el
premio especial del jurado). En varias secuencias del filme, Anaya
aparece cortando las piezas de fruta con tal destreza que recuerda a un
anuncio de la teletienda. No parece trucado. Ella dice que el parón
laboral le permitió ser el personaje casi un par de años. “Yo estaba con
mi Lupe en casa […]. Fui mucho tiempo Lupe […] me especialicé en tartas
de manzana […] corté cientos de manzanas”, dirá a lo largo de la
entrevista.
El método de Anaya, por lo general, exige
convivir mucho con sus personajes. Y como sus papeles a menudo resultan
muy extremos, da lugar también a situaciones extremas. Para preparar su
interpretación de Belén en Lucía y el sexo (2001),
aquella niñera ardorosa, dice que solía llevar cinco consoladores en el
bolso, y de pronto se los encontraba ahí dentro cuando iba a sacar la
cartera. Su rol en el filme más taquillero de Julio Medem, explica,
consistía en “una niña que ha vivido con una madre actriz de cine porno y
donde las pollas estaban al lado de las cajas de galletas, cosa que en
mi casa… Yo veía una polla de plástico y me ponía roja, ¿sabes?”. Así
que se entregó a ello, y en todos los cursos de interpretación a los que
pudo apuntarse se ofrecía como voluntaria y entraba en situación.
“Decía: ‘Estoy aquí en mi casa viendo una peli porno’. Necesitaba
hacerlo y hacerlo, para luego llegar al rodaje y decir: ‘A ver, ¿habéis
elegido esta escena? Pues va, que me voy al sofá”. En Lucía y el sexo,
Anaya aparece masturbándose con un consolador, tumbada frente a la
tele, viendo una de las cintas de su madre. Aquella película le valió su
primera nominación al Goya (no ganó). Su rostro dio la vuelta al mundo.
Le abrió las puertas de Hollywood (la llamaron para hacer de vampiresa
en Van Helsing).
Y, sobre todo, dejó atrás el aire inocente con el que había conseguido
su primer papel protagonista, nada más desembarcar en Madrid. Tenía
entonces tal cara de niña que se quitó cuatro años en el casting y nadie se dio cuenta. Iba a por todas. “En la misma semana conseguí mi primera peli, un papel protagonista y entrar en la Real Escuela Superior de Arte Dramático [RESAD]”.
Después de Memorias de África, el asunto del cine quedó guardado en un cajón. En la adolescencia, Anaya se convirtió en una groupie de Mecano.
Forró su habitación con pósteres de la banda. Asistió a unos 30
conciertos. Se sabía las coreografías de memoria. Conocía las canciones
en francés e italiano. En clase le iba más bien regular. Pasó por varios
colegios. En sus palabras: “Tuve que cambiar forzosamente”. Y cuando
por fin aprobó la selectividad y tuvo que decidir qué hacer con su vida,
con el formulario de solicitud de carreras en la mano, sugirió en casa:
“Lo que quiero estudiar no aparece en esta lista”. Y su madre
respondió: “Pues vamos a intentarlo”. Tenía 19 años.
Anaya decidió que quería entrar en la RESAD. Nunca había interpretado antes, más allá de sus shows
de hipnosis y de un papel protagonista en una obra en octavo de EGB.
Como las pruebas de acceso a la escuela de interpretación eran conocidas
por su dureza, aprovechó las vacaciones del verano de 1995 para
prepararse con un curso de actuación en Cádiz. El encargado de aquel
taller era el maestro argentino Juan Carlos Corazza (Javier Bardem
figura entre sus primeros alumnos), pero a última hora lo sustituyó el
también actor y profesor Manuel Morón, uno de esos secundarios
imprescindibles del cine español (AzulOscuroCasiNegro, El bola, Todo sobre mi madre).
A ambos, años después, Anaya les dedicaría también un trocito de su
Goya. Los sigue llamando “maestros”. Vuelve a ellos continuamente. “Me
inspiran, me ayudan a estar en forma”.
Aquel ciclo en Cádiz cambió su suerte. Las
clases tuvieron lugar en julio. En septiembre, Morón recibió una llamada
de su representante, Katrina Bayonas. Estaba buscando desesperadamente
una actriz adolescente para la película África,
del cineasta Alfonso Ungría. Se requería “una chica de barrio” para un
papel protagonista, y Morón se tomó la licencia de sugerir el nombre de
una de sus alumnas. “Estaba escrito en el destino de Elena”, recuerda el
maestro. “Simplemente se manifestó de esa manera”. Morón asegura que
enseguida vio en ella a una actriz “muy arriesgada”. “Le gustaba meterse
en líos con los personajes, en fregaos, como decimos nosotros.
Era algo innato. Esa capacidad de lanzarse a lo desconocido, un
espíritu aventurero que afortunadamente sigue conservando”. El profesor,
que ha trabajado con ella durante dos décadas, destaca que no es una
actriz que se conforme con llegar al público. “Va un poco más lejos de
esa capa superficial. Y es ahí donde uno se adentra en terrenos poco
gustosos. La generosidad de un intérprete no es solo ser buen compañero.
Es abrirse al personaje. No todos estamos dispuestos a desnudarnos,
a caminar por la cuerda floja. Pero ella tiene esa inquietud”. Y lo
trabaja. Estudia. Investiga. Sigue formándose. “Y eso le ha dado
solidez. Porque el tema de la edad puede resultar traumático. La gente
que empieza tan joven, cuando cumple 30 o 40 ya no puede vivir de la
frescura y la espontaneidad. Ella ha sabido mantenerse. Y con esa
constancia, sus trabajos son cada vez más consistentes. Cuando la vemos,
vemos a una actriz, no a una chica que vive de su encanto”.
Pero el encanto le funcionó en aquel primer casting. Le abrió las puertas del oficio. Es probable que sus ojos bicolor jugaran un papel relevante. El hechizo de Anaya. Al casting
de la “chica de barrio” se presentaron unas 150 adolescentes. Cuando la
palentina entró en la sala, el director, Alfonso Ungría, se consideraba
ya un experto policía. Le dijo que tenía un detector que se encendía en
cuanto alguien se quitaba años. Anaya tenía 20 recién cumplidos. Dijo
que tenía 16. “Mentí como una perra”, se ríe. Pero coló. Ungría lo
recuerda así: “Necesitaba una cara inocente e ingenua. Y en Elena lo vi.
No era nada sofisticada. Era una chica de ciudad pequeña, en estado
puro, sin pulir. Me encantó ese candor, esa verdad en los ojos, el sexy
que tenía sin que ella lo supiera; era una niña que se sentaba con las
piernas abiertas sin darse cuenta, con tanta ingenuidad. Lo opuesto de
ahora, que es una mujer sofisticada”. La ficharon. Comenzaron los
ensayos. Se echó a llorar el día en que le pidieron que vinieran sus
padres a firmar el contrato. Confesó que había mentido. El realizador
dijo: “Si me has engañado a mí, puedes engañar a todo el mundo”. Y la
contrataron. Por primera vez, se desnudó física y literalmente delante
de la cámara. También entró en la RESAD. Sacó una de las notas más
altas. Pero duró poco. Igual que en el colegio, la invitaron a dejar las
clases. Faltaba a menudo porque Fernando León la había descubierto en
la sala de montaje de África y le ofreció su segundo papel en el cine, el de adolescente en su ópera prima Familia.
Han pasado casi 20 años. Y Anaya destaca la ironía de haber sido considerada una joven promesa
hasta casi antes de ayer. Para muchos, probablemente hasta el Goya.
Ahora tiene 38 años. Y después de ser coronada, ha pasado este par de
años de poco trabajo. No es fácil reinar cuando uno se acerca a los 40,
en un país en el que cada vez se filma menos y donde las cadenas de
televisión, con gran poder de decisión sobre lo que se rueda, juegan a
colocar en la pantalla grande rostros jóvenes y televisivos. Anaya dice:
“No soy aquella adolescente, esa muchacha, ahora soy una mujer… mayor,
¿sabes? De otra edad. Sí, sí, una mujer. No tengo 20 años. Tengo cerca
de los 40, vamos palante”.
Últimamente, además, se apuesta sobre todo por
la comedia. Y la actriz confiesa su predilección por personajes de
pasado turbio. “Casi todos los que hago tienen un background duro”. Suele jugar en el lado tenebroso de la ficción. En Hierro perdía a su hijo. En La piel… ya ha quedado aclarada la violencia ejercida. En la realidad, en cambio, su voz dulce y su risa aniñada dejan un sabor bastante distinto. Y desconcierta. La directora de Todos están muertos,
Beatriz Sanchís, dice que ideó para Anaya un personaje “torturado” y
con un “pasado tremendo”, pero asegura que Elena es todo lo contrario:
“Vive la vida de manera bonita y agradable”. Como si se encontrara
cómoda entre mundos opuestos.
La actriz asegura que suele ser “muy prudente” a
la hora de meterse dentro de los personajes. Cuando habla sobre el
oficio, casi parece una médium. “La situación por la que están pasando
es potente y dolorosa, y hago un ejercicio muy grande de cuidarme, de
salud, de entrenar. De entrar y de salir, de entrar y de salir”, repite.
“Pero el timón nunca se puede soltar del todo, aunque cierres los ojos y
tu cabeza se vaya. Tienes que tener claro que cuando empieza aquello,
puede ser muy peligroso”. También asegura que la interpretación se
parece demasiado a un combate de boxeo. Porque hay un momento en que el
púgil se sienta en la esquina, sobre el taburete, y el entrenador le
dice qué ha de hacer, y le colocan algodones en la nariz, le cosen las
heridas, le dan agua. Pero suena la campana y entonces toca batirse ahí
solo. Cuando uno actúa, hace públicas sus emociones más íntimas. Busca
en las zonas más negras del alma y deja asomar un pedazo. Eso son los
puñetazos.
El boxeo. Todo esto lo cuenta la actriz en el momento en el que la
entrevista se adentra en un terreno pantanoso, que tiene mucho que ver
con su vida privada. Cuando ganó el Goya, no solo se acordó de su madre,
de Manuel Morón, de Corazza y otros tantos. También dedicó el premio a
su “amor”, y lo dijo así, sin género, levantando una polvareda
especulativa. Con Medem, un par de años antes, rodó una historia apasionada sobre una relación fugaz entre dos mujeres.
A menudo, desde entonces, le han preguntado por esta cuestión. Y
también muy a menudo ella se ha levantado de entrevistas cuando la han
interrogado hasta hartarla. En esta cafetería de la Gran Vía dice
simplemente: “No vamos a hablar de ningún tema personal”. Y luego sale
lo del púgil. A eso se dedica, dice, a recibir golpes: “Entonces, ¿qué
más boxeo tengo que hacer, sabes? Más que ser coherente con mi vida, con
mis principios, con la gente maravillosa que me encuentro cada día y
disfrutar”. Y la entrevista seguirá su curso y la actriz solo se
levantará en dos ocasiones del sillón, con un gesto ágil y elegante,
primero para pedir café y luego para saludar a Mario Vaquerizo, que
pasaba por allí y es vecino suyo,y se dicen que a ver si esta vez de verdad quedan a comer tortilla y a
patinar. Pero luego confiesa que lo de patinar está complicado, porque
en breve comienza a rodar de nuevo. Y con qué cara se presenta uno al
set con el brazo roto. Esta vez sí estrena con otra película a punto (Swung). Y con dos rodajes más a la vuelta de la esquina.TÍTULO: LAVARSE LOS DIENTES, COLGATE,.
Juan era un niño muy alegre todo el día estaba jugando y animando a sus compañeros pero todos, todos los días tenia su momento de tristeza. Sus amigos no lo entendían, lavarse los dientes era muy divertido y saludable, pero Juan se ponía muy nervioso cuando tenía que hacerlo. No le gustaba la sensación que provocaba en sus dientes los pelitos del cepillo-como decía Juan-.
Su madre estaba muy preocupada porque no sabia que hacer.
Una tarde la mama de Juan, después de la merienda, le propuso ir al hipermercado a comprar la comida para celebrar la fiesta de bienvenida de un vecino nuevo. Juan aunque estaba jugando en su habitación, acepto acompañar y así poder ayudar a su madre con la compra. Una vez en el hipermercado sacaron la lista de la compra y empezaron por la carnicería, después la frutería, panadería…como había mucho que comprar la mama de Juan le pidió que fuera a coger papel higiénico y la crema que utiliza su hermanita Laura. Juan busco por todos los pasillos del hipermercado lo que su mama le había dicho. Pero cual fue su sorpresa que cuando paso por uno de los pasillos escucho que alguien le llamaba:
-¡Chis, chis!- Juan se giro y busco a a la persona que lo llamaba, pero nada de nada no habia nadie.
- ¡Chis, chis!- Volvió a escuchar.
- Pero, ¿Quién me llama?- Se pregunto Juan.
- ¡ Ehh! ¡Soy yo! ¡Estoy aquí!.
Juan se quedo con la boca abierta! No pude ser!Pero¿me esta hablando un cepillo de dientes?
-¡Hola! ¡Soy yo!
-¡Hola! – contesto Juan tímidamente.
- ¿Cómo te llamas?
- ¿Yo?Ju…Juan- contesto nervioso.
- ¡Hola Juan! Yo me llamo Cepident.
- Pero…?por que me hablas si eres un cepillo de dientes?
- Si, pero soy mágico.
- ¿ Mágico?¿por que?.
- Si me llevas contigo lo descubrirás.
- Pero es que a mi no me gustan mucho los cepillos de dientes, y menos utilizarlos.
- Pero,!que dices!, si somos muy cariñosos y además cuidamos de nuestros amigos los dientes.
- Si…pero me dais miedo.
- ¡Bueno! Si me llevas contigo te demostrare como puedo ayudarte y veras como nos convertimos en grandes amigos.
Juan cogió a Cepident, cuando vio a su madre esta se puso muy contenta al ver que su hijo por fin se decidía a comprarse un cepillo de dientes.
Al llegar a casa lo primero que hizo Juan fue estrenar a su nuevo amigo.
Cepident le dijo que confiera en el y al empezar a cepillarse los dientes comprobó la agradable sensación que su amigo le causaba, Juan empezó a reírse mientras se cepillaba y Cepident seguía y seguía jugueteando con los dientes de su amigo Juan.
Al día siguiente al ir al colegio uno de sus nuevos compañeros le confeso que no le gustaba nada, nada lavarse los dientes y el con una gran sonrisa le pregunto:
– ¿Me acompañas al hipermercado?.
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