domingo, 4 de mayo de 2014

¡ SILENCIO POR FAVOR ! PERIODISTA Y PRESENTADORA, ANA GARCÍA SIÑERIZ, / EL BLOC DEL CARTERO,.KARINA SE DESPIDE DE CARMEN,./ LA CARTA DE LA SEMANA , HUMILLACIONES,.

TÍTULO:  ¡ SILENCIO POR FAVOR ! PERIODISTA Y PRESENTADORA, ANA GARCÍA SIÑERIZ,
¡Silencio, por favor! Ana García-Siñeriz
 

Periodista y presentadora, Ana García-Siñeriz es madre de dos adolescentes. Escribe, con Jordi Labanda, los libros de la serie para niños "La ...

¡Silencio, por favor! Ana García-Siñeriz

Ovetense del 65. Periodista y presentadora, Ana García-Siñeriz es madre de dos adolescentes. Escribe, con Jordi Labanda, los libros de la serie para niños "La banda de Zoé".
Ovetense del 65. Periodista y presentadora, Ana García-Siñeriz es madre de dos adolescentes. Escribe, con Jordi Labanda, los libros de la serie para niños "La banda de Zoé". Rostro emblemático de la televisión, mantuvo durante años un talento oculto: la escritura. Como prueba, una novela para adultos, Esas mujeres rubias -que, confiesa, le supuso un gran esfuerzo-, y una saga de aventuras para niños: La banda de Zoé (Destino), firmada con el ilustrador Jordi Labanda. Con más de cien mil ejemplares vendidos, es todo en un fenómeno.
El último título de la serie, Este campamento es una ruina, acaba de publicarse. Quizá ya no la veamos tanto en la tele, pero García-Siñeriz no para. Compagina la escritura con su productora audiovisual, varios proyectos on-line, actos públicos... Nos recibe en su casa, a las afueras de Madrid, y no duda en mover muebles para la sesión de fotos. «Estoy acostumbrada: ya hemos rodado aquí otras cosas». texto y fotos: daniel méndez,.


 TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO,.KARINA SE DESPIDE DE CARMEN,.

  1. Mi madre, Carmen, Carmen López, nació en Madrid y se crio en Galicia. Pesaba mucho Galicia en su sangre, en su decir, en su cantar, en su ...-foto
     
    Saben?, ustedes los españoles, aunque parezca lo contrario, tienen sentimientos fieles a sus orígenes hasta el final. Hasta el último suspiro. Lo sabemos los argentinos que nacimos de padres venidos de más allá, de cualquier parte de España. Mi madre, Carmen, Carmen López, nació en Madrid y se crio en Galicia. Pesaba mucho Galicia en su sangre, en su decir, en su cantar, en su luchar, en su amar. Como tantos, emigró a Buenos Aires, donde conoció a un catalán con el que matrimonió y de los que nacimos mi única hermana y yo. La vida no le fue fácil, pero le fue bonita, o al menos eso dijo pocas horas antes de irse, sabiendo que se iba y adónde iba, después de dos años luchando contra un cáncer haciéndonos creer que no sabía nada, porque eso era lo que a nosotras nos hacía bien. Ella sonreía, pero creo que en el fondo tenía miedo porque, dormida, llamaba a su madre. Carmen, Carmen. Tanta Galicia en su boca que lo último que pidió fue mojarse los labios en orujo. No me veía ya, pero decía ver mis lágrimas: cogí su mano y me la pasé por la cara: 'Ves, mamá, no lloro'. Y casi no comía ya, y solo decía: '¡Ay! ¡Ay!'
    Un día antes dijo tener miedo. Y durmió muchas horas, quedándole fuerzas solo para subir la mano y arreglarse el pelo, coqueta, hermosa, limpia: ¡si hasta le preguntó a mi hermana hace un par de días si el puré que le había dado era light! Esperó hasta que yo volviera de viaje y le pregunté: '¿Mamá, qué quieres?', y me contestó que un mazazo en la cabeza y descansar. Me cogía la mano, me llamaba por mi nombre; le contestaba con la poca fuerza de los adioses, 'voy a estar bien, eres la mejor madre del mundo'. Abrí la ventana para que le diera el sol de la mañana: 'Que no te duela nada, mamá'. Y así nos fuimos despidiendo, entre chistes que me pedía y silencios espesos como la sangre de un cachorro, que es algo que le leí una vez a un poeta del que no recuerdo el nombre y me hizo gracia. Solo quería risas, no llantos, tanto que si en algún momento le fuéramos a decir tonterías se haría la dormida. Y que si algo no fuera para el dolor, que no se lo diera. No se lo di.
    Una historia como la de mi madre no podía acabar con lágrimas. Cuando no pude con ese ahogo de las malditas ausencias anunciadas, salí a caminar por los bosques de Palermo, como hizo ella cuando se vino a Buenos Aires. Y cuando regresé, aún tenía fuerza para decirme: 'Cuánto amor tengo, estoy tardando en irme porque los estoy disfrutando tanto... que me resisto'. Y quiso hablar con un cura, y el padre, al salir, no daba crédito. '¿Qué tal con el cura, mamá?'. 'Pues, la verdad, no sé quién confesó a quién... me he vuelto yo más creyente que él'. Y cuando más difícil resultaba sujetar las lágrimas, pidió algo de música. Quería que le cantáramos una vieja canción gallega. Le dijimos que no acabaríamos llorando, pero no cumplimos nuestra palabra. Lágrimas como gritos. Lágrimas lastimadas. Lagrimas como astillas. Lágrimas de orilla a orilla. Lágrimas como una última sonrisa del amor. Lágrimas con sabor a España.
    Carmen, mi madre, cerró los ojos mientras mi hermana y yo le cantábamos un viejo cantito gallego que ella nos enseñó hace muchos años. En su último tránsito debió de creer estar en su aldea, correteando a solas entre el musgo húmedo y los castañares de su infancia. Así debió de ser porque mi madre dibujó en su rostro la última sonrisa, la que la acompañó desde España y con la que emocionó a los argentinos que la conocieron. Mi madre, Carmen López, fiel a su cuna, nos ha enseñado a no olvidar orígenes, a amar destinos y a morir con el tibio calor de los abrazos y los labios llenos de amor». 

    TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA , HUMILLACIONES,.

    Creo, sin embargo, que estas humillaciones ocurrían antes por 'abuso de autoridad'; mientras que hoy ocurren por la, foto,.

    Me comentaba el otro día un amigo su frustración creciente ante las humillaciones que recibe de un jefe o jefecillo muy lerdo que nunca le deja adoptar iniciativa alguna; y que, cuando la adopta, inmediatamente se apresura a desbaratarla, para rebajarlo y escarnecerlo ante sus compañeros. No es la primera vez que un amigo me cuenta parecidas tribulaciones; y yo mismo, aunque no dependo de jefes o jefecillos, alguna vez he padecido situaciones humillantes en las que el trabajo en que pongo mayor brío y empeño resulta después despreciado, pisoteado, malinterpretado o incomprendido por quienes hociquean en la cochiquera. Todos tenemos experiencia de estos vejámenes morales que nos hacen trizas el alma; y como a nosotros les ocurriría también a nuestros antepasados, desde la noche de los tiempos.
    Creo, sin embargo, que estas humillaciones ocurrían antes por 'abuso de autoridad'; mientras que hoy ocurren por la causa exactamente contraria, por el decaimiento del principio de autoridad, que impide el reconocimiento de la valía del prójimo. Vivimos en una sociedad en la que, por contaminación del principio democrático en su versión más rencorosa, hemos dejado de percibir el mérito en el prójimo, al que consideramos siempre nuestro 'igual' (y, si ocupa una posición inferior en el escalafón laboral, nuestro 'subordinado'), aunque nos dé mil vueltas en casi todo, o sobre todo si nos las da. Y allá donde no se reconoce autoridad en quien de verdad la posee (y utilizo la palabra 'autoridad' en su sentido originario, como expresión de prendas personales dignas de emulación que nos ayudan a ser mejores), es inevitable que afloren el irracionalismo y la arbitrariedad. Una sociedad en la que no rige el principio de autoridad es una sociedad condenada a ser regida por la fuerza, donde todo lo bueno y meritorio es inexorablemente humillado, zaherido y arrojado al fango.
    Después de que mi amigo me contara las humillaciones a las que lo sometía su jefe o jefecillo me quedé en verdad muy entristecido, pues conozco bien sus prendas y méritos. Entonces le recordé, consoladoramente, aquel episodio de la vida del hombre acaso más sublime que ha dado España, San Juan de la Cruz, en el siglo Juan de Yepes, a quien allá por 1578, coincidiendo con la persecución contra la reforma del Carmelo que había impulsado su amiga Santa Teresa, fue prendido y llevado a un convento de carmelitas calzados, donde fue sometido a las más repugnantes humillaciones. Durante meses lo tuvieron preso en una celda chorreante de humedad, de apenas seis pies de ancho por diez de largo, con un mísero ventanuco por el que apenas entraba un sol de limosna. Solo le daban pan y agua como alimento, al principio todos los días; luego, viendo que no renegaba de sus posturas y se mantenía muy mansamente recalcitrante en su 'rebeldía', tres veces por semana; y, por último, solo los viernes.
    Todas las noches los bestias de los frailes que lo tenían preso y al borde de la inanición lo llevaban al refectorio, donde lo obligaban a arrodillarse, desnudo de cintura para arriba, y giraban en su derredor repartiéndole vergajazos en las espaldas, que para entonces debían de ser apenas piel y hueso, hasta que sangraba copiosamente. Solo con imaginarse uno la escena se le enardece el ánimo y le entran ganas de viajar en el tiempo para detener la mano de aquellos bellacos; pero San Juan jamás exhalaba la menor queja, pensando en los azotes que le dieron a Cristo. Así, humillado y maltrecho, lo devolvían cada noche a la celda inmunda. El sayal se le pegaba a las heridas, multiplicando su dolor; y, mientras allí estuvo, nunca se lo cambiaron, para que su humillación y laceria fuesen mayores. Y las cicatrices de aquellos vergajazos le duraron mientras vivió.
    Pero fue allí, en aquella celda insalubre en la que apenas podía rebullirse, subido a un taburete para poder ver la luz del sol que entraba a través del mísero ventanuco, donde aquel frailecico humillado compuso su hermosísimo Cántico espiritual, tal vez la más divina obra humana que vieron los siglos; y tuvo que componerla mentalmente, aprendiéndola de memoria estrofa por estrofa, por falta de papel y pluma. Y es que las humillaciones, por muy acerbas y crueles que sean, nunca pueden llegar a matar nuestro espíritu; y hasta me atrevería a afirmar que, allá donde menudean las humillaciones, nuestro espíritu se hace más fuerte, más limpio, más ardiente, más apasionado e intrépido, más dispuesto a brindar sus mejores frutos. Porque contra nuestro espíritu divinamente alumbrado no hay jefe ni jefecillo que pueda, ni contrariedad por humillante que sea que consiga doblegarnos.


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