Un reloj recién fabricado fue puesto sobre un estante entre dosrelojes viejos. Uno de los relojes viejos le dijo al recién llegado: "Lo siento por ti. Si te pones a echar cálculos y ves cuántos tic.tac hay que dar par funcionar durante un año, no lo harás nunca. Habría sido preferible que el fabricante no te hubiera hecho". foto,.
El nuevo reloj empezó a contar los tic-tac: "Cada segundo requiere un tic-tac. Esto significa 120 por minuto. Eso equivale a 7.200 por hora, 172.800 por día, 1.209.600 por semana, que, multiplicados por 52 semanas, dan un total de 62.899.200 impulsos al año.
¡Qué horror!. Inmediatamente tuvo una depresión nerviosa y dejó de funcionar.
Pero el viejo y sabio reloj del otro lado le dijo: "No le prestes atención. Simplemente, piensa. ¿Cuántos impulsos o golpes tienes que dar cada vez?", "¿Cómo dices? Supongo que sólo uno", respondió el reloj nuevo. "En efecto; pero eso no es tan duro, ¿o acaso lo es? Inténtalo conmigo. Un tic cada vez".
Setenta y cinco años después seguía funcionando todavía el reloj dando un tic cada vez".
Nadie se hunde bajo el peso del día. Sólo cuando la culpa de ayer se suma a la ansiedad de mañana vacilan nuestras piernas.
TÍTULO: La serpiente por la cola,.
Ahí
estaba yo con la serpiente agarrada por la cola y suspendida en el
extremo de mi brazo estirado. Una situación comprometida. Trataba de
izarse hasta mi mano y morderme, pero yo lo impedía con un hábil giro de
muñeca, hop, que volvía a dejar al animal colgando inerte sin poder
alcanzarme. No era una cobra ni una taipán, sino una gran culebra verde
inofensiva que había aparecido inopinadamente a la puerta de mi casa en
el Montseny, pero ni esas hace gracia que te muerdan y a los
observadores corrientes les impresionan igual. Mi hija mayor me miraba
boquiabierta: perdido ya todo ascendiente sobre ella, al menos me
reinventaba como padre domador de serpientes. Me alegró volver a
sorprender en su mirada un destello de admiración, o quizá era solo la
expectación de ver si me mordía. foto,.
El truco, como todo lo absurdo de esta vida, lo había aprendido en un
libro, el último publicado en España de Kenneth Cook, El lagarto
astronauta (Sajalín Editores, 2012), otra asombrosa y desopilante
colección de historias del finado (1987) autor australiano que nos
regaló El koala asesino. Cook, que en varios de sus relatos se muestra
como un involuntario Gerald Durrell de las antípodas, obligado por las
circunstancias a lidiar con la excéntrica fauna australiana —animales
que van de lo enervante a lo letal, del wombat al cocodrilo de estuario
de 10 metros de longitud pasando por el canguro atropellado que se
resiste tercamente a morir—, explica en Serpientes muy perturbadas que
en una excursión con un amigo entusiasta de esos reptiles se vio en la
tensa situación de tener que aguantar una venenosísima serpiente tigre
en una mano mientras con la otra sostenía un segundo espécimen en el
extremo de un palo en tanto el camarada trataba de capturar a un tercer
bicho, una rara y aún más peligrosa serpiente manchada de Mulga. Cook
sobrevive, aunque sudando mucho, realizando hábilmente ese giro de
muñeca que mantiene los colmillos alejados de él aunque no sin que el
amigo le reproche encontrarse en un gran estado de miedo que, dice,
entristece mucho a las serpientes. “Y es notorio que una serpiente
triste es una serpiente peligrosa”.
Ese relato y otros del cobarde australiano —sin duda uno de los
nuestros— mencionan a la abigarrada tropa de los hombres serpiente, toda
una tradición secular en el continente con una serie de personajes tan
pintorescos como Blackie, “que no sabía que no se puede coger serpientes
bebido”, pues odian el alcohol (no se qué decirles: yo siempre las
manipulo extremadamente sobrio), o Charlie, que ignoraba que no se debe
dar de comer sapos de caña a los taipanes porque “se ponen enfermos y
malhumorados” (los taipanes; los sapos, ni te digo). Uno de los libros
más asombrosos que he adquirido recientemente es precisamente Snakes
alive!, de John Cann (Kangaroo Press, 1986), que explica con detalle la
aventura de esa estrafalaria saga de manipuladores de serpientes,
feriantes y vendedores ambulantes de antídotos que por lo visto han
medrado en Australia, y siguen haciéndolo. Entre los snakeman, Harry
Deline, al que mató una víbora mordiéndole en la yugular durante un show
en 1913; John Stephen, retirado tras morderle una taipán en la lengua, o
el profesor Hullar, que sugería emplear sanguijuelas para extraer el
veneno de las mordeduras y que murió —no precisamente de muerte natural—
durante un interesante espectáculo en el que sostenía a una serpiente
tigre con los dientes (!). Lo que me recuerda que en mi libro de
cabecera del cuidado de serpientes, Good snakekeeping, de Philip Purser
(THF, 2010), se subraya que “nunca debes besar a tu serpiente o poner
ninguna porción de su cuerpo en tu boca” (?).
En su nuevo libro, Los hijos de Cam (Sirpus, 2012), una colección de
cuentos, relatos y recuerdos, presentado precisamente la semana pasada
en Altaïr, Pallejá hace algunas alusiones a las serpientes (hay una
estupenda historia sobre una mamba negra: por cierto, he leído que
tienen la desconcertante y molesta costumbre de meterse en los lavabos).
A petición del público, Pallejá, que hace muchos años que es un sincero
arrepentido de la caza y entusiasta conservacionista, habló sobre el
elefanticidio del Rey y, fino diplomático, dijo que si el Monarca
consideró que debía disculparse, no será él quien le lleve la
contraria.Aprecio especialmente el libro porque, aparte de brindar tan
excelentes consejos, ha sido un regalo de Jorge de Pallejá (1924), el
notable escritor y excazador de leones, búfalos y elefantes, autor de
títulos ya legendarios como Simba y Al sur del lago Tchad. Pallejá es el
segundo hombre que conozco personalmente que más leones ha cazado. El
primero es Sir Wilfred Thesiger. Mi desaparecido tío Armando les supera a
ambos en jaguares, pero era más bajo.
Fue en el mismo acto el jueves cuando Pallejá me explicó una misteriosa
historia digna de Kipling. “Omar ha desaparecido y dicen que se ha
convertido en serpiente”. El escritor me había hablado ya de Omar, al
que conoció en uno de sus aventureros viajes en moto por el norte de
África, almorzando un día en el Giardinetto. Era un encantador de
serpientes, un aisaui, como los llaman en Marruecos, que vivía en en una
chabola en Fort Bou Jerif, en Guelmín, la puerta del Sáhara y el centro
principal de la caza de serpientes para manipularlas. Era europeo y se
decía que hijo de un oficial nazi refugiado. Según Pallejá, se parecía
enormemente a Peter O’Toole en su avatar de Lawrence de Arabia.
“Convivía con montones de serpientes, aseguraba que las cobras son
listas como perros y en cambio las víboras cornudas estúpidas, ¡qué
cosa!”. El biólogo José A. Valverde habla de algunos aisauis famosos a
los que conoció en sus expediciones, como el viejo Nayi Mohammed, que se
amputó él mismo un dedo con su azadón al morderle una cobra a la que
molestó mientras copulaba (la cobra), o Alí el loco. La muerte, anota el
profesor Valverde, no es rara en la profesión.
Pensando en los aisauis, en los snakeman australianos, en el amigo
Pallejá y en Omar —quién sabe si no era él a quien tenía atrapado por la
cola—, yo seguía sujetando mi culebra, dejando resbalar sus escamas en
torno a mi muñeca como quien da la vuelta a un reloj de arena. La
serpiente en la mano, tratando de morder mientras procuras mantenerla a
distancia, es una buena metáfora de estos tiempos convulsos, de este
mundo sembrado de peligros en el que solo cabe vivir intensamente,
preparado para todo.
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