'La Hora Musa', presentado por Maika Makovski ,
a las 22:55 horas, en La 2 martes - 20 - Agosto , fotos.
El cine de verano revive los pueblos.
Varias iniciativas combaten el aislamiento cultural de la España rural entre julio y agosto con proyecciones al aire libre en localidades que nunca han tenido una sala o la han perdido,.
El árbol de Cortelazor
debió de ser toda una estrella. Tanto que, al lado del enorme tronco, un
cartel recuerda su época gloriosa: con sus hojas, “cubría toda la plaza
y provocaba el asombro de los visitantes”. Desde luego, el olmo, que
todavía se levanta en este pueblo de la provincia de Huelva, conserva
cierto atractivo. Sin embargo, esta tarde, puede que encuentre un rival a
su altura: dicen que vendrá a Cortelazor un viejo conocido, un mago
capaz de contar grandes historias y enamorar.
Pero, ¿cuándo? A las 19.00, en la plaza de Andalucía, no hay traza de él. Una anciana observa el infinito y un hombre lee el periódico en la terraza del bar. Una plácida tarde cualquiera de verano. A las 20.00, una furgoneta aparca y descarga una veintena de sillas. Media hora más tarde, aparece otro vehículo. Dos hombres ayudan a Juan Fernández a sacarlo todo de su interior y disponerlo en el suelo: andamios, cuerdas, un telón blanco, un proyector. Un puñado de niños corretea, sus padres se conceden una cerveza, algún adolescente desfila y Adela Blanco Pérez, de 84 años, se asoma desde su casa a ver qué pasa. Ella recuerda cuando el hechizo se veía cada semana, “ahí, a la vuelta de la carretera”, pero hace medio siglo de aquello. Ahora, solo se produce una vez al año. Así que cuando las luces se apagan, el cielo también, Rodríguez pulsa el botón mágico y arranca Campeones, la plaza parece una fiesta. De los 340 habitantes empadronados, casi la mitad ha cogido sitio ante la pantalla. Ha vuelto el cine y nadie se lo quiere perder.
El regreso del séptimo arte, al fin y al cabo, es una excepción mayúscula. En España, solo un 4,3% de los 7.982 municipios españoles de menos de 50.000 habitantes cuenta con una sala, según el censo de 2019 de AIMC (Asociación para la Investigación de Medios de Comunicación). Y más de un tercio de la población española reside en una localidad sin cine. Mientras Madrid se preocupa de cómo orientarse en una cartelera infinita, el dilema de los pueblos es más sencillo: coger el coche o nada. Desde Cortelazor, un antojo cinéfilo solo se satisface conduciendo una hora y media, hasta Sevilla o Huelva. Salvo en verano, la ocasión ideal para rescatar, al menos unos días, aquel placer perdido. Por toda España, de la extremeña Valencia del Ventoso a la gallega El Rosal, julio y agosto multiplican los programas públicos y privados que llevan el cine allá donde nunca estuvo. O se marchó. Porque muchos de estos pueblos tuvieron salas. Hasta que el tiempo, la despoblación y la crisis las cerraron.
En Veguellina de Órbigo, un pueblo leonés de 2.000 habitantes, llegó a haber hasta dos cines. Abrieron después de la guerra, pero en 1998 ya no quedaba ninguno. Así que, cuando Balbino Ferrero volvió a su tierra natal, pensó que “la gente había vivido la esencia del cine y se podría recuperar”. En 2014, lanzó Luna de Cortos, un festival internacional que durante una semana llena el pueblo de proyecciones breves. Este año, contaban con Rusia como país invitado y otorgaron un premio a su conterráneo Jesús Vidal, protagonista de Campeones. Con 12.000 euros —entre subvención del Ayuntamiento y patrocinios—, despliegan una programación que mezcla un concurso oficial con cine rural o experimental.
El proyecto público que llenó la plaza de Cortelazor no cuesta mucho más: 15.000 euros. Hace años que la diputación de Huelva lleva proyecciones
a los pueblos que las soliciten. Apenas les exigen un espacio apto,
apoyo de personal y que la población no supere los 3.000 habitantes.
También hay que darse prisa: se aceptan todas las peticiones, pero se
atienden por orden de llegada. El propio pueblo selecciona el filme, de
entre un catálogo comercial. Y entonces, cada tarde veraniega, de lunes a
viernes, Juan Fernández cruza la provincia con su maletero lleno de
dinosaurios, vengadores y romances. “Solo sucede en verano pero el
objetivo es que se amplíe de marzo a diciembre”, asegura en Cortelazor. A
lo que el alcalde, Franco Javier de Pablos, reacciona rápido: “Que
sepas que tenemos una sala preparada”.
“Me gusta que venga el cine. Me parece creativo”, confirma Yuvia Guarino Pérez, de 13 años. Acto seguido, sus amigas y las madres de estas estallan en una carcajada: “¡Qué bien te ha quedado!”. Entre todas, relatan que Cortelazor acoge una semana cultural, a veces pincha un dj, se organizan exposiciones y rutas de senderismo. Aunque Guarino tiene una debilidad por el día del “chopo”, cuando los jóvenes talan un colosal árbol, lo arrastran hasta el pueblo y lo apoyan frente a la torre de la iglesia.
“El resto del tiempo, cuando nos quedamos solos, no se hace nada”, incide sin embargo Isabel García Ortega, de 75 años. Su edad, en concreto, es la más afectada a nivel nacional por la exclusión cultural: solo el 9,6% de los mayores de 75 años fue al cine al menos una vez al año en 2015, último dato disponible del Ministerio de Cultura. García Ortega rememora todavía el cante de Antonio Molina en Esa voz es una mina, que vio en 1955 en la sala que entonces tenía Cortelazor. “¿También te enamoraste en ese cine, eh?”, la provoca su amigo Antonio López, de 59. Ella se ríe, pero echa balones fuera:
—No se crea nada de lo que dice este señor.
Ya sea cierto o no, es innegable que la atmósfera en Cortelazor evoca a Cinema Paradiso. “El cine crea un ambiente de encuentro y participación, una red social presencial”, sostiene Marta del Pozo, directora del área de Cultura de AUPEX (Asociación de Universidades Populares de Extremadura). Con la ayuda de la Junta y los Ayuntamientos, su organización también celebra desde hace años un cine de verano itinerante en los pueblos extremeños. La fachada de la iglesia, la plaza de toros o hasta un campo de fútbol. Dónde ver el filme es lo de menos, mientras esté. En 2018, realizaron 192 proyecciones, a las que asistieron 43.846 espectadores, en 50 municipios. “A veces vienen solo 10 niños, pero también hemos tenido hasta mil y pico personas. Y la gente al final coreaba: ‘¡Otra, otra!”, agrega Del Pozo. Cuando los más nostálgicos lo piden, incluso rescatan una costumbre perdida: el corte a mitad de película.
“Dame un buen filme y te llenaré un pajar”, resume Joaquín Fuentes, otro empeñado en la misma batalla. Con Proyecfilm, la empresa que fundó hace décadas, organiza proyecciones e incluso ha abierto ocho cines estables en pueblos. “En poblaciones de más de 7.000 habitantes, donde haya locales disponibles del Ayuntamiento, se puede sacar una mínima rentabilidad”, asegura. Y, si no, siempre está disponible para proporcionar una visita extemporánea. “Llevamos todo menos el público y la silla”, presume. Y añade: “El cine es vida en un pueblo. Si hay un filme en condiciones, de la proyección salen 100 personas, que luego se juntan en la calle o se meten en un bar”.
En el de Luis Miguel Blanco, en concreto, había una marea. El responsable del bar Maño de Cortelazor no vio ni un minuto de Campeones pero el filme debió de sacarle igualmente alguna sonrisa: no paró en toda la noche de tirar cañas para su multiplicada audiencia. Poco más allá, en la plaza, Juan Fernández también estaba alegre. Y eso que, a medianoche pasada, tendría que desmontar su cine y llevárselo. Mientras, aprovechaba para compartir otra anécdota: “Hace años, cuando aún usaba el proyector de 35 milímetros, me puse a descargar el material en Valdelarco [otro minúsculo pueblo de Huelva]. Y un señor de unos 90 años no paraba de repetir: ‘Qué barbaridad”. Finalmente, Fernández se acercó a preguntarle por qué estaba tan indignado. “¿Sabes lo que estás haciendo?”, le contestó el hombre. Y le contó que antaño también recorría los pueblos para regalarles sueños. Metía un proyector en una alforja, una lata de celuloide en otra, y echaba a andar. No necesitaba ninguna furgoneta: el cine lo llevaba su mulo.
TITULO:
Cachitos de hierro y cromo -Una fiesta de sonidos afrolatinos, .
Martes -20- Agosto ,.
Pero, ¿cuándo? A las 19.00, en la plaza de Andalucía, no hay traza de él. Una anciana observa el infinito y un hombre lee el periódico en la terraza del bar. Una plácida tarde cualquiera de verano. A las 20.00, una furgoneta aparca y descarga una veintena de sillas. Media hora más tarde, aparece otro vehículo. Dos hombres ayudan a Juan Fernández a sacarlo todo de su interior y disponerlo en el suelo: andamios, cuerdas, un telón blanco, un proyector. Un puñado de niños corretea, sus padres se conceden una cerveza, algún adolescente desfila y Adela Blanco Pérez, de 84 años, se asoma desde su casa a ver qué pasa. Ella recuerda cuando el hechizo se veía cada semana, “ahí, a la vuelta de la carretera”, pero hace medio siglo de aquello. Ahora, solo se produce una vez al año. Así que cuando las luces se apagan, el cielo también, Rodríguez pulsa el botón mágico y arranca Campeones, la plaza parece una fiesta. De los 340 habitantes empadronados, casi la mitad ha cogido sitio ante la pantalla. Ha vuelto el cine y nadie se lo quiere perder.
El regreso del séptimo arte, al fin y al cabo, es una excepción mayúscula. En España, solo un 4,3% de los 7.982 municipios españoles de menos de 50.000 habitantes cuenta con una sala, según el censo de 2019 de AIMC (Asociación para la Investigación de Medios de Comunicación). Y más de un tercio de la población española reside en una localidad sin cine. Mientras Madrid se preocupa de cómo orientarse en una cartelera infinita, el dilema de los pueblos es más sencillo: coger el coche o nada. Desde Cortelazor, un antojo cinéfilo solo se satisface conduciendo una hora y media, hasta Sevilla o Huelva. Salvo en verano, la ocasión ideal para rescatar, al menos unos días, aquel placer perdido. Por toda España, de la extremeña Valencia del Ventoso a la gallega El Rosal, julio y agosto multiplican los programas públicos y privados que llevan el cine allá donde nunca estuvo. O se marchó. Porque muchos de estos pueblos tuvieron salas. Hasta que el tiempo, la despoblación y la crisis las cerraron.
En Veguellina de Órbigo, un pueblo leonés de 2.000 habitantes, llegó a haber hasta dos cines. Abrieron después de la guerra, pero en 1998 ya no quedaba ninguno. Así que, cuando Balbino Ferrero volvió a su tierra natal, pensó que “la gente había vivido la esencia del cine y se podría recuperar”. En 2014, lanzó Luna de Cortos, un festival internacional que durante una semana llena el pueblo de proyecciones breves. Este año, contaban con Rusia como país invitado y otorgaron un premio a su conterráneo Jesús Vidal, protagonista de Campeones. Con 12.000 euros —entre subvención del Ayuntamiento y patrocinios—, despliegan una programación que mezcla un concurso oficial con cine rural o experimental.
“Me gusta que venga el cine. Me parece creativo”, confirma Yuvia Guarino Pérez, de 13 años. Acto seguido, sus amigas y las madres de estas estallan en una carcajada: “¡Qué bien te ha quedado!”. Entre todas, relatan que Cortelazor acoge una semana cultural, a veces pincha un dj, se organizan exposiciones y rutas de senderismo. Aunque Guarino tiene una debilidad por el día del “chopo”, cuando los jóvenes talan un colosal árbol, lo arrastran hasta el pueblo y lo apoyan frente a la torre de la iglesia.
“El resto del tiempo, cuando nos quedamos solos, no se hace nada”, incide sin embargo Isabel García Ortega, de 75 años. Su edad, en concreto, es la más afectada a nivel nacional por la exclusión cultural: solo el 9,6% de los mayores de 75 años fue al cine al menos una vez al año en 2015, último dato disponible del Ministerio de Cultura. García Ortega rememora todavía el cante de Antonio Molina en Esa voz es una mina, que vio en 1955 en la sala que entonces tenía Cortelazor. “¿También te enamoraste en ese cine, eh?”, la provoca su amigo Antonio López, de 59. Ella se ríe, pero echa balones fuera:
—No se crea nada de lo que dice este señor.
Ya sea cierto o no, es innegable que la atmósfera en Cortelazor evoca a Cinema Paradiso. “El cine crea un ambiente de encuentro y participación, una red social presencial”, sostiene Marta del Pozo, directora del área de Cultura de AUPEX (Asociación de Universidades Populares de Extremadura). Con la ayuda de la Junta y los Ayuntamientos, su organización también celebra desde hace años un cine de verano itinerante en los pueblos extremeños. La fachada de la iglesia, la plaza de toros o hasta un campo de fútbol. Dónde ver el filme es lo de menos, mientras esté. En 2018, realizaron 192 proyecciones, a las que asistieron 43.846 espectadores, en 50 municipios. “A veces vienen solo 10 niños, pero también hemos tenido hasta mil y pico personas. Y la gente al final coreaba: ‘¡Otra, otra!”, agrega Del Pozo. Cuando los más nostálgicos lo piden, incluso rescatan una costumbre perdida: el corte a mitad de película.
“Dame un buen filme y te llenaré un pajar”, resume Joaquín Fuentes, otro empeñado en la misma batalla. Con Proyecfilm, la empresa que fundó hace décadas, organiza proyecciones e incluso ha abierto ocho cines estables en pueblos. “En poblaciones de más de 7.000 habitantes, donde haya locales disponibles del Ayuntamiento, se puede sacar una mínima rentabilidad”, asegura. Y, si no, siempre está disponible para proporcionar una visita extemporánea. “Llevamos todo menos el público y la silla”, presume. Y añade: “El cine es vida en un pueblo. Si hay un filme en condiciones, de la proyección salen 100 personas, que luego se juntan en la calle o se meten en un bar”.
En el de Luis Miguel Blanco, en concreto, había una marea. El responsable del bar Maño de Cortelazor no vio ni un minuto de Campeones pero el filme debió de sacarle igualmente alguna sonrisa: no paró en toda la noche de tirar cañas para su multiplicada audiencia. Poco más allá, en la plaza, Juan Fernández también estaba alegre. Y eso que, a medianoche pasada, tendría que desmontar su cine y llevárselo. Mientras, aprovechaba para compartir otra anécdota: “Hace años, cuando aún usaba el proyector de 35 milímetros, me puse a descargar el material en Valdelarco [otro minúsculo pueblo de Huelva]. Y un señor de unos 90 años no paraba de repetir: ‘Qué barbaridad”. Finalmente, Fernández se acercó a preguntarle por qué estaba tan indignado. “¿Sabes lo que estás haciendo?”, le contestó el hombre. Y le contó que antaño también recorría los pueblos para regalarles sueños. Metía un proyector en una alforja, una lata de celuloide en otra, y echaba a andar. No necesitaba ninguna furgoneta: el cine lo llevaba su mulo.
TITULO:
Cachitos de hierro y cromo -Una fiesta de sonidos afrolatinos, .
Martes -20- Agosto ,.
Martes - 20 - Agosto a las 22:00 horas en La 2, foto.
Una fiesta de sonidos afrolatinos.
Medio millón de asistentes celebran en Cali el festival Petronio Álvarez, un canto a la diversidad que rescata las tradiciones musicales negras del Pacífico colombiano,.
La muchacha de ojazos azabaches y pelo ensortijadísimo a la que docenas de mujeres saludan efusivamente por las calles de Cali, como si la conocieran desde siempre, se llama Carolina Contreras, pero todas la distinguen como Miss Rizos.
Con ese apelativo elocuente y afortunado abrió hace seis años un salón
de belleza en su Santo Domingo natal, inaugurará este octubre otro en el
Washington Heights neoyorquino y ha logrado popularidad con sus
perfiles de Facebook e Instagram, donde el 92% de sus seguidores son
femeninos. Pero a Contreras no le gustaría que la confundieran con una influencer.
Ella se siente activista del feminismo y la diversidad. A los siete
años, su mamá empezó a aplicarle una costosa loción química para
corregir las ondulaciones de su cabello. Quería lo mejor para ella, que
no la estigmatizaran los genes de la negritud. Hasta que Carolina se
sublevó, tiró el ungüento a la basura y decidió reivindicar con orgullo
su ADN. "He inspirado a la mujer negra a llegar más lejos de lo que la
sociedad nos consentía", proclama.
Nos
encontramos en Cali, al suroeste de Colombia y la segunda ciudad
iberoamericana con mayor índice de población afro, después de Salvador
de Bahía (Brasil). Las estadísticas son elásticas, pero tras consultar a
concejales, comunicadores y profesionales varios deducimos que residen
unos 900.000 negros en una población de 2,5 millones. Y el dato, en un
país donde el racismo aún se deja sentir en algunos círculos, tiene su
importancia. Por eso Miss Rizos es acogida aquí como una heroína
emergente, protagonista incluso de un pequeño cómic, Las Súper Rizadas, que las niñas leen en las escuelas. Y por eso un festival de música y cultura negra como el Petronio Álvarez,
que nació en 1997 en un teatrito al aire libre, es hoy una colosal cita
multitudinaria que colapsa el centro de la urbe. Con entrada libre,
camaradería pasmosa y dos tercios de asistentes afros. Y sin
patrocinadores, según presumen desde la municipalidad.
“Celebramos la música de nuestros ancestros sin necesidad de comerciar con ella”, subraya Angélica Mayolo, uno de los cuatro concejales negros de la ciudad. A sus 29 años, y con experiencia en la defensa de las minorías desde el gobierno del expresidente Santos, Mayolo calcula que una rumba (celebración) de este calibre genera 15 millones de euros de impacto económico. “Estamos abriendo el primer puente entre el mercado africano y el latinoamericano, una conexión hasta ahora inexistente”, apunta.
Un total de 11.886 turistas españoles visitaron Cali a lo largo de 2018, pero solo un número irrelevante utilizó como excusa el Petronio, a mediados de agosto, para poner rumbo a la tercera ciudad más populosa de Colombia. Y eso que el encuentro sonoro, artesanal y gastronómico más importante en torno a las culturas afrodescendientes del Pacífico sur colombiano culminó este domingo su vigesimotercera edición con cerca de medio millón de asistentes a lo largo de sus seis jornadas. Se reivindica así la región más inaccesible y depauperada del país, pero también una de las más rítmicas y vitalistas.
Quien visite de noche El Arrullo, el callejón de la fiesta en el barrio de Ciudad Córdoba, comprenderá mejor todo. Estos guetos negros al este del municipio, vetados hasta hace poco a los blancos y a las cámaras, acogieron el sábado un abigarrado festín multicultural de música, licor y compadreo. Los admiradores visitaban en su casa a la cantante y activista Nidia Góngora como en una procesión mariana, mientras sus músicos improvisaban tamboradas en portales o solares y los policías se incorporaban a algunas conversaciones. “Esta es nuestra vida y nos enorgullece mostrarla tal y como es”, resumía un sonriente vecino a las cuatro de la madrugada.
La unidad deportiva Alberto Galindo, inmensa explanada de 35.000
metros cuadrados en el corazón de una ciudad caótica y cruda, pero
también trepidante, es un hervidero de artesanos de la caña, cocineras
tradicionales de pescados y mariscos, puestos de chontaduro (la arenosa
fruta local) y, sobre todo, fabricantes artesanales del licor indígena
por excelencia, el viche, un aguardiente con caña de azúcar que las
autoridades sanitarias prohibieron hasta mediados del siglo pasado y aún
hoy apenas se distribuye por Cali, y solo en fechas señaladas. Al
bebedizo, peleón y estimulante, le atribuyen los afrocolombianos toda
clase de propiedades benéficas, sobre todo afrodisiacas. Y esa conexión
sicalíptica está presente en muchos nombres de sus variedades casi
infinitas, desde arrechón (arrecho es excitado sexualmente) a tumbacatre
o pipilongo.
Lucía Solís, una viejita de edad indescifrable proveniente de Buenaventura, el principal puerto a este lado del Pacífico, representa la sexta generación de licoreros de su familia. “Hay que tener un don. Mi tía me escogió a mí por mis ojos azulados y porque era muy curiosa. Al final somos casi hechiceras, pero esta medicina funciona”, relata mientras nos atragantamos con su muy aromática tomaseca. Solís aprendió a distinguir los olores de las plantas selváticas, con los ojos cerrados, desde los siete años. Hoy maneja más de 60 tipos de plantas para sus brebajes, envasados en rudimentarias botellitas de plástico con el nombre de Semillas de Vida. Incluso fabrica un extraño vino que “sube las defensas del cuerpo y limpia la sangre”. Y sentencia: “Ojalá el ser humano aprendiera la humildad, perseverancia y dádiva de la naturaleza”.
En el otro extremo del complejo, la música afrolatina monopoliza el escenario principal en sesiones de hasta seis horas. Muchos de los artistas representan la vertiente más fiel a la tradición de los cuatro departamentos o regiones del litoral: Chocó, Valle, Cauca y Nariño. Pero el inconfundible sonido de la marimba —siempre con madera de chonta cortada en luna llena—, el guasá y los tambores también están dando lugar a formulaciones más innovadoras y atrevidas. El trío chocoano ChocQuibTown se ha acabado erigiendo como una de las formaciones más populares en el país gracias a su encuentro entre los ritmos del Pacífico, el reggae y el hip hop, pero la expansión se prevé mayor tras su reciente alianza con Nicky Jam. Y el sábado se vivieron escenas de delirio colectivo en el Petronio con la puesta de largo de La Pacifican Power, una superbanda de la comarca con la voz de Nidia Góngora al frente. Cualquiera que escuche Vení o su versión de La memoria de Justino, original del Grupo Socavón, comprenderá los motivos de tanto entusiasmo.
Cuentan que Petronio Álvarez, maquinista en la hoy extinta línea férrea entre Buenaventura y Cali, embelesaba al pasaje cuando canturreaba piezas de la comarca, a las que fue incorporando composiciones propias. Hoy su nieto Esteban Copete, al frente del Kinteto Pacífico, es uno de los muchos conjurados para que no se extinga la llama. Poblaciones como Guapi o Timbiquí solo son accesibles por avioneta o tras ocho horas de navegación desde Buenaventura, y carecen de los suministros más básicos. Pero los negros siguen alzando la voz para entonar “los cantos desde la cuna a la tumba”: arrullos para los bebés, alabaos a los fallecidos y hasta los chigualos que honran a los niños que mueren de manera prematura. A falta de respaldo administrativo, más teórico que real, emisoras libres como Pingüino Estéreo o el guionista cinematográfico Steven Grisales (Somos Calentura) se afanan en preservar estos tesoros etnomusicales. "Cali y el Pacífico estamos recuperando la autoestima desde la firma del proceso de paz”, recapitula la secretaria municipal de Turismo, Martha Lucía Villegas. No somos solo esa ciudad que aparece en la segunda temporada de Narcos. Somos gente aguerrida, que trata de sacar un país adelante tras 50 años de conflicto y ha desarrollado una cálida cultura de acogida".
“Celebramos la música de nuestros ancestros sin necesidad de comerciar con ella”, subraya Angélica Mayolo, uno de los cuatro concejales negros de la ciudad. A sus 29 años, y con experiencia en la defensa de las minorías desde el gobierno del expresidente Santos, Mayolo calcula que una rumba (celebración) de este calibre genera 15 millones de euros de impacto económico. “Estamos abriendo el primer puente entre el mercado africano y el latinoamericano, una conexión hasta ahora inexistente”, apunta.
Un total de 11.886 turistas españoles visitaron Cali a lo largo de 2018, pero solo un número irrelevante utilizó como excusa el Petronio, a mediados de agosto, para poner rumbo a la tercera ciudad más populosa de Colombia. Y eso que el encuentro sonoro, artesanal y gastronómico más importante en torno a las culturas afrodescendientes del Pacífico sur colombiano culminó este domingo su vigesimotercera edición con cerca de medio millón de asistentes a lo largo de sus seis jornadas. Se reivindica así la región más inaccesible y depauperada del país, pero también una de las más rítmicas y vitalistas.
Quien visite de noche El Arrullo, el callejón de la fiesta en el barrio de Ciudad Córdoba, comprenderá mejor todo. Estos guetos negros al este del municipio, vetados hasta hace poco a los blancos y a las cámaras, acogieron el sábado un abigarrado festín multicultural de música, licor y compadreo. Los admiradores visitaban en su casa a la cantante y activista Nidia Góngora como en una procesión mariana, mientras sus músicos improvisaban tamboradas en portales o solares y los policías se incorporaban a algunas conversaciones. “Esta es nuestra vida y nos enorgullece mostrarla tal y como es”, resumía un sonriente vecino a las cuatro de la madrugada.
Lucía Solís, una viejita de edad indescifrable proveniente de Buenaventura, el principal puerto a este lado del Pacífico, representa la sexta generación de licoreros de su familia. “Hay que tener un don. Mi tía me escogió a mí por mis ojos azulados y porque era muy curiosa. Al final somos casi hechiceras, pero esta medicina funciona”, relata mientras nos atragantamos con su muy aromática tomaseca. Solís aprendió a distinguir los olores de las plantas selváticas, con los ojos cerrados, desde los siete años. Hoy maneja más de 60 tipos de plantas para sus brebajes, envasados en rudimentarias botellitas de plástico con el nombre de Semillas de Vida. Incluso fabrica un extraño vino que “sube las defensas del cuerpo y limpia la sangre”. Y sentencia: “Ojalá el ser humano aprendiera la humildad, perseverancia y dádiva de la naturaleza”.
En el otro extremo del complejo, la música afrolatina monopoliza el escenario principal en sesiones de hasta seis horas. Muchos de los artistas representan la vertiente más fiel a la tradición de los cuatro departamentos o regiones del litoral: Chocó, Valle, Cauca y Nariño. Pero el inconfundible sonido de la marimba —siempre con madera de chonta cortada en luna llena—, el guasá y los tambores también están dando lugar a formulaciones más innovadoras y atrevidas. El trío chocoano ChocQuibTown se ha acabado erigiendo como una de las formaciones más populares en el país gracias a su encuentro entre los ritmos del Pacífico, el reggae y el hip hop, pero la expansión se prevé mayor tras su reciente alianza con Nicky Jam. Y el sábado se vivieron escenas de delirio colectivo en el Petronio con la puesta de largo de La Pacifican Power, una superbanda de la comarca con la voz de Nidia Góngora al frente. Cualquiera que escuche Vení o su versión de La memoria de Justino, original del Grupo Socavón, comprenderá los motivos de tanto entusiasmo.
Cuentan que Petronio Álvarez, maquinista en la hoy extinta línea férrea entre Buenaventura y Cali, embelesaba al pasaje cuando canturreaba piezas de la comarca, a las que fue incorporando composiciones propias. Hoy su nieto Esteban Copete, al frente del Kinteto Pacífico, es uno de los muchos conjurados para que no se extinga la llama. Poblaciones como Guapi o Timbiquí solo son accesibles por avioneta o tras ocho horas de navegación desde Buenaventura, y carecen de los suministros más básicos. Pero los negros siguen alzando la voz para entonar “los cantos desde la cuna a la tumba”: arrullos para los bebés, alabaos a los fallecidos y hasta los chigualos que honran a los niños que mueren de manera prematura. A falta de respaldo administrativo, más teórico que real, emisoras libres como Pingüino Estéreo o el guionista cinematográfico Steven Grisales (Somos Calentura) se afanan en preservar estos tesoros etnomusicales. "Cali y el Pacífico estamos recuperando la autoestima desde la firma del proceso de paz”, recapitula la secretaria municipal de Turismo, Martha Lucía Villegas. No somos solo esa ciudad que aparece en la segunda temporada de Narcos. Somos gente aguerrida, que trata de sacar un país adelante tras 50 años de conflicto y ha desarrollado una cálida cultura de acogida".
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