Es Malraux quien debería haberlo ganado.» Se lo dijo Albert
Camus a la estadounidense Patricia Blake al enterarse de que acababan
de otorgarle el Premio Nobel. Es sólo una frase, pero ofrece una cierta
dimensión del personaje. No debe de haber muchas cosas más difíciles en
este mundo que ganar el Nobel con normalidad. Recordemos a Sartre, el
amigo de Camus, y en tantos aspectos su némesis, rechazando el premio de
antemano y dando discursos de no aceptación cuando finalmente se lo
dan, quién sabe si incluso preguntando años después a la Academia si no
podrían mandarle el cheque millonario que había rehusado.
Es fácil pensar que Camus nunca habría hecho una cosa así.
Transmitía una poderosa sensación de honestidad. Nunca fue un
intelectual parisino, un académico o un 'salonnard'. Fue un gran
escritor y un polemista honrado e imprudente. También uno de los
intelectuales europeos más influyentes de su época. Y al mismo tiempo
nunca dejó de ser un enfermizo muchacho argelino que creció amenazado
por la miseria, pero sabiendo que cualquier lugar bajo el sol y frente
al mar era mucho más valioso que un palacio en propiedad.
No es extraño que la posteridad resulte cruel con los
escritores. Tampoco es infrecuente que además resulte profundamente
justa. Se diría que algo de eso ha ocurrido con Camus. Con los años, su
figura se ha agrandado y se ha afianzado como referente ético. Es uno de
esos autores cuyos libros continuamos teniendo a mano. Recurrimos a
ellos cuando el presente nos plantea preguntas complicadas. Se trata sin
duda de uno de los mayores reconocimientos de los que puede disfrutar
un autor. Como ocurre con Orwell, Camus es nuestro estricto
contemporáneo. No ha pasado a habitar la gloria fría de los panteones,
sino que continúa viviendo en el paraíso a pie de calle de los
periódicos.
Es probable que una de las claves de la vigencia de Camus
estribe en su enemistad con la letra mayúscula. Fue un intelectual
receloso de las ideologías y fue un filósofo sin sistema. Antes que un
mecanismo intelectual, fue una mirada y un estilo. Lo escribió su amigo
Jean Daniel: «Ese mediterráneo, voluptuoso y puritano, sensual y
místico, gozoso y austero, diletante y militante, tenía un solo odio,
pero ese odio lo llevaba encadenado al alma: el odio del Absoluto».
Contra el absoluto
Sobre todos los absolutos, Camus odió el absoluto de la
muerte. La llamada 'Trilogía del absurdo' ('El extranjero', 'El mito de
Sísifo' y 'Calígula') debe entenderse como una interpelación a la
muerte. El existencialismo es una etiqueta que no basta para ocuparse de
estos libros, tampoco probablemente de la figura de Camus. Hay en esos
textos sin duda una fuerte presencia del absurdo, pero ésta es siempre
desencadenada por la presencia última de la muerte. Y ante esa
presencia, Camus apuesta por el sentido. Es uno de sus grandes pasos
adelante. Es, por ejemplo, la idea del coraje y la fraternidad que
propulsa un libro como 'La peste' a la excelencia. Se ha señalado muchas
veces esta cita de Tolstoi que Camus anota en sus 'Carnets' de 1941:
«La existencia de la muerte nos obliga a renunciar voluntariamente a la
vida, o bien a transformar nuestra vida a modo de darle un sentido que
la muerte no puede arrebatarle».
Suele decirse que el trayecto que va de 'El extranjero' a
'El hombre rebelde' es el trayecto que va del sufriente Sísifo al osado
Prometeo. Sin embargo, leyendo los cuadernos de Camus da la sensación de
que ese trayecto fue veloz, teórico y secundario. No hubo demasiada
evolución: desde el comienzo entendió que la respuesta estaba frente a
él. El filósofo siempre pareció estar hermanado con el mundo. De un modo
poderoso. Así lo demuestra al menos la lectura de los 'Carnets'.
Recuerdo la sensación de sorpresa que me produjeron esos
textos. Como la mayoría de los lectores, llegué a ellos tras el contacto
escolar con la obra de Camus. Y lo que me aguardaba no era el
existencialista del que hablaban los manuales sino un escritor solar,
sensualista, casi telúrico, que apostaba decididamente, y pese a todo, a
la carta luminosa de la felicidad. «Una obra de arte que relatase la
conquista de la felicidad sería una obra de arte revolucionaria»,
escribe Camus en sus 'Carnets'. O también: «No ceder: en eso consiste
todo. No consentir, no traicionar. A ello contribuye toda mi violencia, y
allí donde me lleve mi amor me alcanza y, con él, la furiosa pasión de
vivir que da sentido a mis días».
Pero volvamos a los absolutos. Si la muerte es el principal
enemigo ontológico de Camus, el totalitarismo terminará siendo su
equivalente intelectual. En primer lugar, claro, está el nazismo. Camus
fue miembro del Partido Comunista y colaboró con la Resistencia. Su
posición frente al fascismo fue rotunda e inequívoca y, como ha señalado
Jean Daniel, puede que también tranquilizadora. Al fin y al cabo,
siempre es mejor identificar con claridad dónde está el mal absoluto
para situarse sin reservas frente a él.
Campos soviéticos
Los problemas serios comenzaron cuando empezaron a llegar
noticias del terror estalinista. Camus se definía como un hombre de
izquierdas («Nací en la izquierda y allí moriré. Pese a ella, pese a
mí»), pero eso no le impidió tomar postura. Señaló al comunismo con el
mismo dedo con el que había denunciado el nazismo y se preguntó qué
diferencia había entre los campos del Reich y los soviéticos. El
aislamiento y la animadversión de la clase intelectual parisina y
europea fue inmediato. Como les ocurrió a Koestler y a Milosz, como le
sucedería después a Solzhenitsyn, sus palabras fueron entendidas como
una traición por lo que él llamaba «el glacis parisino». Visto con la
perspectiva de los años, queda claro que lo que hizo Camus no fue una
traición, sino más bien un ejemplo de rectitud y coherencia, una muestra
de honradez intelectual.
En palabras de Bernard-Henry Lévy, Camus fue «el primer
gran intelectual francés que instruyó un proceso sin reservas contra la
violencia revolucionaria y el mesianismo asesino». Jean Daniel entiende
que, tras el desencanto comunista, su amigo subrayó la necesidad de
poner al ser humano en el centro del pensamiento colectivo: «Camus
decide que no hay para él nada más apremiante que salvar a la Rebelión
de la Revolución, a la Igualdad fraternal del Igualitarismo asesino y al
Individuo de la Historia».
Siempre hubo un fondo libertario en Camus. Emociona pensar
en él escribiendo a mano 'El extranjero' en un piso de la calle Jaude
compartido por tipógrafos y linotipistas cercanos al anarquismo. Eran
los compañeros con los que trabajaba en la redacción de 'Paris-Soir' al
llegar a la capital francesa desde Argel. Comenzó en aquel pisito, entre
nubes de tabaco y botellas de vino tinto, y llegó a recoger el Nobel
sin hacer cosas raras y pensando que lo merecía más Malraux. Es probable
que en ambos lugares se sintiese cómodo y desplazado. Estamos ante uno
de esos autores incómodos de los que es difícil apropiarse. Muchos han
intentado hacerlo y han salido trasquilados. Antes o después, Camus
siempre afirma algo que nos atañe, nos descubre y nos incómoda. La suya
es la libertad última del solitario. Se sabe que jamás pisó el Eliseo.
Hace unos años, sus herederos impidieron con buen criterio que su restos
fuesen trasladados al Panteón por el Gobierno de Sarkozy.
El oficio de escritor
Albert Camus murió en un accidente de tráfico el 4 de enero
de 1960. Tenía solo 46 años. Es impresionante pensar en lo joven que
era, en los libros que le quedaban por escribir y en los acontecimientos
históricos que no le dio tiempo a presenciar. ¿Qué habría opinado de la
caída del bloque soviético, de la guerra en Yugoslavia o del auge del
fundamentalismo? Porque podemos estar seguros de que ninguno de estos
temas le habría sido ajeno. Camus entendía que el sufrimiento de un
semejante en cualquier lugar del mundo era algo que le concernía
personalmente como escritor.
De eso, del oficio del escritor, fue precisamente de lo que
habló Albert Camus en el discurso de aceptación de aquel Nobel que ni
por asomo merecía más Malraux. Cien años después de su nacimiento, sus
palabras resuenan y se amplifican al chocar contra la bóveda de nuestro
presente conflictivo: «La verdad es misteriosa, huidiza, y siempre hay
que tratar de conquistarla. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir,
como exaltante. Debemos avanzar hacia esos dos fines, penosa pero
resueltamente, descontando por anticipado nuestros desfallecimientos a
lo largo de tan dilatado camino. ¿Qué escritor osaría, en conciencia,
proclamarse orgulloso apóstol de virtud? En cuanto a mí, necesito decir
una vez más que no soy nada de eso. Jamás he podido renunciar a la luz, a
la dicha de ser, a la vida libre en que he crecido. Pero aunque esa
nostalgia explique muchos de mis errores y de mis faltas, indudablemente
ella me ha ayudado a comprender mejor mi oficio y también a mantenerme,
decididamente, al lado de todos esos hombres silenciosos, que no
soportan en el mundo la vida que les toca vivir más que por el recuerdo
de breves y libres momentos de felicidad, y por la esperanza de
volverlos a vivir».ex
No hay comentarios:
Publicar un comentario