Coincidió la muerte de -foto--Adolfo Suárez con la invasión
de Madrid que aquel domingo volvió a ser «rompeolas de todas las
Españas» por un gentío malhumorado en la llamada Marcha por la Dignidad.
La coincidencia de estos dos acontecimientos nos permite hacer algunas
reflexiones.
La primera y más evidente nos obliga a enjuiciar la llamada (la mayúscula que no falte) Transición, a la cual aquellos dos acontecimientos coincidentes enterraron simbólicamente, de maneras bien distintas. De la Transición, tal vez el más desquiciado fetiche político que vieron los siglos, se ha dicho a modo de mantra o ensalmo que trajo la 'reconciliación' a los españoles, cerrando las heridas de la Guerra Civil; cuando lo cierto es que trajo una demogresca que, bajo la coartada del 'sano debate ideológico', resucitaría el fantasma del ancestral cainismo hispánico, que hoy campa por sus fueros. Treinta años después, lo cierto es que aquella 'convivencia pacífica' entre españoles que los protagonistas de la Transición invocaban es ya un sueño irrealizable: las viejas heridas provocadas por la división de las 'dos Españas' están más enconadas y supurantes que nunca; los conflictos separatistas (que la Transición reavivó y exacerbó de modo irresponsable) empiezan a conducirnos hacia irresolubles callejones sin salida; y las tensiones sociales, adormecidas mientras la prosperidad acompañó el proceso de cambio político, están cada vez más presentes en la vida española, acicateadas por una crisis económica que ha hecho patente la existencia de una crisis institucional de fondo, que contamina por igual la organización administrativa del Estado y sus más altas magistraturas, incluida la propia monarquía, cada vez más execrada. Estos son hechos; y, como reza el adagio latino, contra facta non valent argumenta. Los panegiristas de la Transición siempre niegan los hechos, en su obsesión enternecedora por crear una realidad paralela y de merengue; pero lo cierto es que, cuando despertamos del ensueño, los hechos, como el dinosaurio de Monterroso, siguen ahí. Casi todas las calamidades que hoy padecemos son hijas (y además hijas legítimas, nacidas de una coyunda feliz, no hijas bastardas nacidas de un desliz, o al calor de la clandestinidad) de la Transición.
La segunda reflexión nacida de la coincidencia de los dos acontecimientos que citábamos más arriba nos obliga a aceptar que los manifestantes de la Marcha por la Dignidad son los hijos más auténticos de la Transición: hijos cruelmente engañados con el placebo de 'los derechos y las libertades' que la Transición les trajo; y que ahora se revuelven contra la opípara madre que ni siquiera les garantiza el sustento. Y es que si hay una nota distintiva que caracterice nítidamente a la Transición, una vez despojada de farfollas retóricas, es la entrega que en aquellos años se hizo de nuestra riqueza nacional y hasta de nuestra propia alma a las fuerzas desembridadas de la plutocracia, muy atildadamente disfrazadas de respetabilidad internacional. Estas fuerzas desembridadas fueron (excúseme la utilización sarcástica y malévola de una expresión tan cursi) los auténticos 'fontaneros de la Transición'; y los políticos que todavía hoy son presentados como tales no fueron sino títeres (algunos, gustosos; otros, inconscientes; todos, generosamente recompensados) a las órdenes de tales fuerzas plutocráticas, que ahora, después de exprimirnos, nos han empujado hasta el precipicio, donde inevitablemente afilan sus uñas los demonios de la revolución, que en aquella Marcha por la Dignidad ya lanzaron algún zarpazo.
Tales zarpazos se saldaron con varios policías heridos; y a los autores de tales fechorías los panegiristas de la Transición, en sus tertulias y demás aquelarres contra la gramática, los llamaron 'violentos' y 'totalitarios' (cuando tendrían que haberlos llamado 'hijos legítimos de la calamidad que tanto celebran'). Curiosamente, estos mismos panegiristas llamaban 'demócratas' a los tipos que en Kiev no solo herían, sino que además mataban policías (confirmándose, como nos enseñase Gómez Dávila, que «nada enternece más al burgués que el revolucionario de país ajeno»). ¿Y cuál es la diferencia entre los revolucionarios de Kiev (tan demócratas) y los revolucionarios españoles (tan violentos y totalitarios)? Que los segundos se revuelven contra la plutocracia que los han empujado a la miseria, después de engolosinarlos con el placebo de 'los derechos y libertades'; mientras que los primeros se disponen a abrazarla gozosos, mientras saborean por primera vez, como ingenuos neófitos, el placebo. Les deseo que disfruten de su Transición tanto como nosotros de la nuestra.
La primera y más evidente nos obliga a enjuiciar la llamada (la mayúscula que no falte) Transición, a la cual aquellos dos acontecimientos coincidentes enterraron simbólicamente, de maneras bien distintas. De la Transición, tal vez el más desquiciado fetiche político que vieron los siglos, se ha dicho a modo de mantra o ensalmo que trajo la 'reconciliación' a los españoles, cerrando las heridas de la Guerra Civil; cuando lo cierto es que trajo una demogresca que, bajo la coartada del 'sano debate ideológico', resucitaría el fantasma del ancestral cainismo hispánico, que hoy campa por sus fueros. Treinta años después, lo cierto es que aquella 'convivencia pacífica' entre españoles que los protagonistas de la Transición invocaban es ya un sueño irrealizable: las viejas heridas provocadas por la división de las 'dos Españas' están más enconadas y supurantes que nunca; los conflictos separatistas (que la Transición reavivó y exacerbó de modo irresponsable) empiezan a conducirnos hacia irresolubles callejones sin salida; y las tensiones sociales, adormecidas mientras la prosperidad acompañó el proceso de cambio político, están cada vez más presentes en la vida española, acicateadas por una crisis económica que ha hecho patente la existencia de una crisis institucional de fondo, que contamina por igual la organización administrativa del Estado y sus más altas magistraturas, incluida la propia monarquía, cada vez más execrada. Estos son hechos; y, como reza el adagio latino, contra facta non valent argumenta. Los panegiristas de la Transición siempre niegan los hechos, en su obsesión enternecedora por crear una realidad paralela y de merengue; pero lo cierto es que, cuando despertamos del ensueño, los hechos, como el dinosaurio de Monterroso, siguen ahí. Casi todas las calamidades que hoy padecemos son hijas (y además hijas legítimas, nacidas de una coyunda feliz, no hijas bastardas nacidas de un desliz, o al calor de la clandestinidad) de la Transición.
La segunda reflexión nacida de la coincidencia de los dos acontecimientos que citábamos más arriba nos obliga a aceptar que los manifestantes de la Marcha por la Dignidad son los hijos más auténticos de la Transición: hijos cruelmente engañados con el placebo de 'los derechos y las libertades' que la Transición les trajo; y que ahora se revuelven contra la opípara madre que ni siquiera les garantiza el sustento. Y es que si hay una nota distintiva que caracterice nítidamente a la Transición, una vez despojada de farfollas retóricas, es la entrega que en aquellos años se hizo de nuestra riqueza nacional y hasta de nuestra propia alma a las fuerzas desembridadas de la plutocracia, muy atildadamente disfrazadas de respetabilidad internacional. Estas fuerzas desembridadas fueron (excúseme la utilización sarcástica y malévola de una expresión tan cursi) los auténticos 'fontaneros de la Transición'; y los políticos que todavía hoy son presentados como tales no fueron sino títeres (algunos, gustosos; otros, inconscientes; todos, generosamente recompensados) a las órdenes de tales fuerzas plutocráticas, que ahora, después de exprimirnos, nos han empujado hasta el precipicio, donde inevitablemente afilan sus uñas los demonios de la revolución, que en aquella Marcha por la Dignidad ya lanzaron algún zarpazo.
Tales zarpazos se saldaron con varios policías heridos; y a los autores de tales fechorías los panegiristas de la Transición, en sus tertulias y demás aquelarres contra la gramática, los llamaron 'violentos' y 'totalitarios' (cuando tendrían que haberlos llamado 'hijos legítimos de la calamidad que tanto celebran'). Curiosamente, estos mismos panegiristas llamaban 'demócratas' a los tipos que en Kiev no solo herían, sino que además mataban policías (confirmándose, como nos enseñase Gómez Dávila, que «nada enternece más al burgués que el revolucionario de país ajeno»). ¿Y cuál es la diferencia entre los revolucionarios de Kiev (tan demócratas) y los revolucionarios españoles (tan violentos y totalitarios)? Que los segundos se revuelven contra la plutocracia que los han empujado a la miseria, después de engolosinarlos con el placebo de 'los derechos y libertades'; mientras que los primeros se disponen a abrazarla gozosos, mientras saborean por primera vez, como ingenuos neófitos, el placebo. Les deseo que disfruten de su Transición tanto como nosotros de la nuestra.
- Pues ahí estábamos, con el mundo por montera o más bien siendo montera del mundo: la España de Carlos V, con dos cojones, un pie en ...Pues ahí estábamos, con el mundo por montera o más bien siendo montera del mundo: la España de Carlos V, con dos cojones, un pie en América, otro en el Pacífico, lo de en medio en Europa y allá a su frente Estambul, o sea, el imperio turco, con el que andábamos a bofetadas en el Mediterráneo un día sí y otro también, porque con sus piratas y sus corsarios del norte de África y su expansión por los Balcanes era la única potencia de categoría que nos miraba de cerca, y no compares. Los demás estaban achantados, incluido el papa de Roma, al que le íbamos recortando los poderes temporales en Italia una cosa mala y nos tenía unas ganas tremendas, pero no le quedaba otra que tragar bilis y esperar tiempos mejores. Por aquella época, con eso de la expansión española, el imperio que crecía en América y las nuevas tierras descubiertas por la expedición de Magallanes y Elcano al dar la vuelta al mundo, los españoles teníamos la posibilidad, en vez de malgastar nuestra mala leche congénita en destriparnos entre vecinos, de volcarla por ahí afuera, conquistando cosas, dando por saco y yendo como nos gusta, de nuevos ricos y sobrados por encima de nuestras posibilidades: Yo no sé de dónde saca / p'a tanto como destaca, que luego dijo la zarzuela, o la copla, o lo que fuera. Y claro, la peña nos odiaba como es de imaginar; porque guapos no sé, pero oro y plata de las Indias, chulería y ejércitos imbatidos y temibles -aquellos tercios viejos- teníamos para dar a todos las suyas y las del pulpo; y quien tenía algo que perder buscaba congraciarse con esos animales morenos, bajitos, crueles y arrogantes que tenían al orbe agarrado por la entrepierna, haciendo realidad lo que luego resumió algún poeta de cuyo nombre no me acuerdo: Y simples soldados rasos / en portentosa campaña / llevaron el sol de España / desde el oriente al ocaso. Porque háganse idea: sólo en Europa, teníamos la península ibérica (Portugal estaba a punto de nieve, porque Carlos V, encima, se casó con una princesa de allí que se rompía de lo guapa que era), Cerdeña, Nápoles y Sicilia, por abajo; y por arriba, ojo al dato, el Milanesado, el Francocondado -que era un trozo de la actual Francia-, media Suiza, las actuales Bélgica, Holanda, Alemania y Austria, Polonia casi hasta Cracovia, los Balcanes hasta Croacia y un cacho de Checoslovaquia y Hungría. Así que calculen con qué ojos nos miraba la peña, y qué ganas tenían todos de que nos agacháramos a coger el jabón en la ducha. El que peor nos miraba, turcos aparte -hasta con ellos pactó para hacernos la cama, el muy cabrón-, era el rey de Francia, un chulito guaperas de quiero y no puedo llamado Francisco I, cursi que te mueres, con mucho quesquesevú y mucho quesquesesá. Y François, que así se llamaba el pavo en gabacho, le tenía a nuestro emperata Carlos una envidia horrorosa, comprensible por otra parte, y estuvo dando la brasa con territorios por aquí e Italia por allá, hasta que el ejército español -es un decir, porque allí había de todo- le dio una estiba horrorosa en la batalla de Pavía, con el detalle de que el rey franchute cayó en manos de una compañía de arcabuceros vascos a los que tuvo que rendirse, imaginen el diálogo, errenditú barrabillak (o te rindes o te corto los huevos, en traducción libre: de Hernani era el energúmeno que le puso la espada en el pescuezo), y el monarca parpadeando desconcertado, preguntándose a quién carajo se estaba rindiendo y si se habría equivocado de guerra. Al fin se rindió, qué remedio, y acabó prisionero en Madrid, en la torre de los Lujanes, justo al lado de la casa donde hoy vive Javier Marías. Pero bonito, lo que se dice bonito, y que también pasó en Italia, fue lo del papa: éste se llamaba Clemente VII, y podríamos resumirlo psicológicamente diciendo que era un hijo de puta con balcones a la plaza de San Pedro, traidor y tacaño, dado a compadrear con Francia y a mojar en toda conspiración contra España. Pero le salió el chino mal capado, porque en 1527, por razones que ustedes pueden encontrar detalladas en los libros de Historia -véase Saco de Roma-, el ejército imperial (seis mil españoles que imagínenselos, diez mil alemanes puestos de cerveza hasta las trancas y marcando el paso de la oca, dos mil flamencos y otros tantos italianos hablando con su mamma por teléfono) tomó por asalto las murallas de Roma, hizo 40.000 muertos sin despeinarse y saqueó la ciudad durante meses. Y no colgaron al papa de una farola porque el vicario de Cristo, remangándose la sotana, corrió a refugiarse en el castillo de Sant'Angelo. Lo que, la verdad, no deja de tener su puntito.
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