TITULO: EL BLOC DEL CARTERO - LA CARTA DE LA SEMANA - UN HOMBRE COMO VOSOTROS,.
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Cada época dispensa una suerte de veneración fetichista e irracional a
hombres inanes y también un desdén sórdido y cerril por hombres que
hubiesen merecido su aprecio. Un ejemplo doliente de esta última
categoría lo encarna Pablo VI, al que incluso en el ámbito católico no
se mira con demasiadas simpatías (y a veces, incluso, con franca
animadversión). Para reivindicar su figura ha publicado Giovanni Maria
Vian Un hombre como vosotros (Ediciones Cristiandad), una
selección de textos personales de Pablo VI que nos ofrece la radiografía
de una persona de gran finura espiritual y sensibilidad en vilo,
dispuesto siempre a la inmolación personal. Algunos de los textos
reunidos fueron escritos para leer en público (y sin embargo en ellos se
deslizan pensamientos muy íntimos y sinceros); otros son textos
privados en los que Pablo VI medita sobre la razón de su vida con una
clarividencia conmovedora.
Así ocurre con el primer texto de la antología, una carta escrita en
la adolescencia a un amigo muy querido, en la que la contemplación del
cielo en una noche serena le infunde «un deseo de ascender a lo alto»,
hasta alcanzar las estrellas, para enseguida recordar la «historia de
amor y de llanto» que protagonizó el «mártir del calvario»; y de estas
dos reflexiones en apariencia antagónicas brota en el muchacho de
dieciséis años el deseo de abrazar «el dolor y el desprecio» de los
hombres, encaminando su vida hacia Dios. Muchos años más tarde, cuando
sea elegido Papa, descubrirá que en las alturas también anida el dolor,
bajo la forma de una «soledad total y tremenda» que repite la soledad de
Cristo en la cruz. A Pablo VI le tocó vivir un tiempo feroz «en el que
el olvido de Dios se hace habitual»; un tiempo, además, en el que «las
expresiones del espíritu alcanzan cumbres de irracionalidad y de
desolación». Y en ese tiempo tuvo que desarrollar su misión, a riesgo de
ser incomprendido por todos: «Tal vez nuestra vida no tenga otra nota
más clara -escribe en otra ocasión- que la voluntad de amar a nuestro
tiempo, a nuestro mundo, a cuantas almas hayamos podido acercarnos y a
cuantas nos podamos acercar; pero con la lealtad y con la convicción de
que Cristo es necesario y verdadero». Y en esa voluntad de amar a sus
contemporáneos no podía faltar el mensaje comprensivo y compungido a los
artistas, que tiene algo de petición de auxilio y reconciliación:
«Vosotros nos habéis abandonado un poco, os habéis ido lejos, a beber a
otras fuentes, con la intención legítima de expresar otras cosas. (…)
Sabéis que llevamos una herida en el corazón, cuando os vemos dedicados a
algunas expresiones artísticas que nos ofenden. (…) Pero para ser
sinceros y leales reconocemos que también nosotros os hemos ocasionado
algunas tribulaciones. (…) Quizá os hayamos puesto un poco de plomo en
vuestras espaldas».
En alguna ocasión Pablo VI se comparó con Hamlet; y en estos textos
entendemos la razón. Es un alma deseosa de brindarse, deseosa de atraer a
los hombres de su tiempo hacia la Iglesia, que sin embargo se tropieza
con una obtusa incomprensión que lo invita a atrincherarse o, por el
contrario, a renunciar a sus lealtades y convicciones; y ante ese dilema
resuelve seguir el ejemplo del apóstol Pablo, porque entiende -como
había escrito en su juventud- «que la doctrina debe ser fiel a sí misma:
vivir de su lógica propia; no temer sus consecuencias desagradables y
contraproducentes; permanecer siempre tal cual es; conocer su valor
divino hasta preferirlo a la misma vida terrena». Muchos años más tarde,
siendo ya un anciano, tendrá que probar esas consecuencias
desagradables, cuando en su encíclica Humanae Vitae anteponga el valor
divino de la doctrina al aplauso terreno, sabiendo que así se enfrenta
al desprecio de quienes pensaban que su mano tendida era una mano
dispuesta a la quiebra; y también el desprecio de quienes nunca
aceptaron que la tendiera.
Me ha emocionado y reconfortado la lectura de este hermoso libro,
porque me ha ayudado a entender a un hombre al que siempre enjuicié a
beneficio de inventario, ignorando el tesoro de delicadezas humanas que
escondía, ignorando su secreto sacrificio, su radiante humildad, su amor
a la creación artística. Un hombre que, cuando valora su paso por la
tierra, escribe estas palabras tan hermosas: «Pobre vida mía, débil,
enclenque, mezquina, tan necesitada de paciencia, de reparación, de
infinita misericordia. Siempre me parece suprema la síntesis de san
Agustín: miseria y misericordia. Miseria mía, misericordia de Dios». Un
hombre, en efecto, como nosotros mismos, pero mucho menos orgulloso que
nosotros.
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