El sabado -5- Enero a las 16:00 por Telecinco , foto,.
Tomamos uvas en Nochevieja al menos desde 1892,.
La tradición de las doce uvas comenzó entre la burguesía madrileña y rápidamente fue copiada por el pueblo llano,.
Por favor se lo pido, no vuelvan a repetir el camelo de que tomamos doce uvas en Nochevieja a raíz de no sé qué excedente de producción que tal y que cual. Ese mito está tan trasnochado y superado que no debería salir jamás en ninguna conversación, y menos en medios de comunicación informativos. Pero nunca viene mal repetir verdades como puños, y es casi de justicia poética que yo acabe este año que llevo con ustedes tal y como lo empecé, reivindicando la divulgación veraz por encima de las leyendas gastronómicas.Sabemos que en la Nochevieja de 1892 ya existía en Madrid «la costumbre de comer las uvas a las doce de la noche en punto para preparar la felicidad del año nuevo». Lo mencionó el periódico La Iberia en su edición del 1 de enero de 1893, siendo la referencia más antigua encontrada hasta la fecha de esta curiosa tradición. No debía de ser cosa extendida ni muy conocida, porque en los años siguientes diversas publicaciones se refirieron al tema como una novedad excéntrica, propia de aristócratas y burgueses adinerados; por ejemplo se comieron uvas en varios bailes de la alta sociedad madrileña celebrados el 31 de diciembre de 1893. Pero eran entonces únicamente tres las uvas simbólicas que habían de dar «si Dios quiere, alegría, salud y dinero». Desde mucho antes, eran las uvas uno de los regalos típicos con los que se agasajaba por Navidad a conocidos y familiares. En 1850 se anunciaban en los ultramarinos de la capital delicias festivas como turrones, anguilas de mazapán, pasas de Málaga, mantequillas de Soria y «cajas de uvas frescas de Jijona».
«Las uvas bienhechoras» fue el título de un artículo publicado en diferentes medios de la prensa española en enero de 1894, en el que se explicaba a los lectores el supuesto origen de esta peculiar costumbre: «La costumbre ha sido importada de Francia, pero ha adquirido entre nosotros carta de naturaleza. Hasta hace pocos años eran muy contadas las personas que comían uvas el 31 de diciembre al sonar la primera campanada de las doce de la noche. Hoy se ha generalizado esta práctica salvadora, y en cuanto las manecillas del reloj señalan las doce, comienza el consumo de uvas más o menos lozanas. Es cosa indiscutible, según algunos autores. Las uvas, comidas con fe la última noche del año viejo, proporcionan la felicidad durante el año nuevo. Cómelas la casada para ver si consigue modificar el carácter del esposo irascible; la soltera para inflamar el corazón del galán indiferente y desdeñoso; la viuda para llegar a las segundas nupcias, y la fea, en cualquier estado, para conseguir el mejoramiento de las facciones que le ha legado naturaleza. Hay enfermo que confía más en las uvas que en todos los remedios del mundo».
Aunque para entonces el reloj de la Puerta del Sol ya llevaba instalado casi treinta años, aún no se estilaba tragar las uvas al son de sus campanadas pero sí en el recogimiento del hogar familiar, esperando al primer toque de las doce para zamparlas en familia. Podían ser tres, como hemos dicho, siete, doce, o las que uno buenamente pudiera masticar sin atragantarse. Muchas personas las consideraban una expresión de estúpida superstición, y así nos encontramos por ejemplo que en los primeros días de 1896 la prensa se reía de Cánovas del Castillo y su consejo de ministros por haberse reunido en Nochevieja a «comer uvas y beber champagne, cosas que según los augures prometen felicidad para el año nuevo». El pueblo llano copió de manera irónica esta idea, y gracias al bajo precio de las uvas y a las ganas de jarana se comenzó reunir cierto número de gente en las calles de Madrid para recibir el nuevo año con racimos y alboroto. 1903 fue el primer año en el que se habló de una fiesta popular organizada bajo el reloj de Gobernación de la Puerta del Sol, y pronto la moda de las doce uvas se extendió a toda España, haciéndose tan popular que ahora nos parece que la Nochevieja no es tal si no las tenemos a mano.
TITULO: VIVA LA VIDA - Chris Kraus - “El hombre es ya también, sin duda, un objeto” ,. DOMINGO -6- Enero,.
El domingo -6- Enero a las 16:00 por Telecinco , foto,.
TITULO: VIVA LA VIDA - Chris Kraus - “El hombre es ya también, sin duda, un objeto” ,. DOMINGO -6- Enero,.
El domingo -6- Enero a las 16:00 por Telecinco , foto,.
“El hombre es ya también, sin duda, un objeto”,.
Vuelve Chris Kraus, la artífice de ese artefacto a medio camino entre la confesión y el tratado de pensamiento que fue 'Amo a Dick', con una novela y una colección de ensayos,.
El año pasado, Jill Soloway, la creadora de Transparent,
llevó a cabo la proeza de adaptar –hacer devorable serie de televisión
de culto– la inadaptable primera novela ensayo de Chris Kraus. Una
fascinante y confesional road novel epistolar que era a la vez
pura reflexión sociológica, experimental y artística y que ponía en el
punto de mira el deseo y desordenaba a sus actores: el hombre pasaba de
sujeto siempre activo a objeto pasivo a contemplar y el halago le
incomodaba porque se sentía atrapado en una cárcel de la que no tenía la
llave; y la mujer, en tanto que sujeto activo, perseguía a su objeto de
deseo y lo acechaba como quien acecha a una presa.
Publicada originalmente en 1997, Amo a Dick (Alpha Decay), la novela o suerte de artefacto – todo lo que ha hecho Kraus desde entonces mezcla siempre política, sociedad y fracaso personal, humor y desesperación, precariedad y crítica, feroz, a la intelectualidad, con una honestidad sin igual – marcó un antes y un después en la manera distorsionada de entender (y explicar) el mundo, como apuntaba hacía no demasiado Sheila Heti, y supuso el inicio de una carrera literaria que se alimenta, a la manera de Karl Ove Knausgard pero sustituyendo el vacío de la experiencia por la crítica histórico antropológica, de su propia vida y la de los que la rodean o la rodearon en algún momento. Una Kathy Acker, como ella misma opina, no condenada a mitificarse.
En algún lugar de Finlandia cercano a la casa de Santa Claus, Kraus toma café y habla, virtualmente, de Sopor (Eterna Cadencia) y Video Green (Consonni). La primera es una novela crónica (otra vez, delirantemente confesional) sobre un hilarante e infructuoso viaje a la Rumanía post Ceaucescu de principios de los noventa con el fin de adoptar un huérfano, acompañada, claro, de su entonces marido Sylvère Lotringer (aquí, Jerome). El segundo es un ensayo hecho de microensayos sobre el boom del arte en Los Ángeles. Ambos acaban de publicarse por primera vez en español. “Son las ocho de la mañana”, dice, “y acabo de escribir en mi diario”. “Es un cuaderno de tapa dura rojo”, asegura.
Admite que todo lo que ha escrito, incluidos sus artículos críticos,
parten, de alguna forma, de sus diarios. “Desde que empecé a escribir en
serio, desde Amo a Dick, he llevado un diario. Sin duda, mis
cuatro novelas se han gestado, de alguna manera, en mis diarios, y están
hechas de pedazos de ellos. Digamos que lo ponen todo en marcha”,
cuenta. No, no ha leído a Knausgard, pero sí ha leído a Tao Lin y a Rachel Cusk y está convencida que sus yo
son una excusa para explorar el presente. “Para mí”, tecla, “escribir
es recordar, explorar y describir”. Es por eso, asegura, que sus libros
no pueden evitar ser políticos y, en cierto sentido, sociológicos.
“Mis historias nunca van sólo de mí. Supongo que he interiorizado hechos históricos, como la caída del bloque soviético o el Holocausto, como si me hubieran pasado, como si aún pudieran estar pasándome, en realidad. En Sopor, la historia del mundo y la historia personal son inseparables, como lo es para cualquiera que, como Jerome, haya vivido un trauma histórico”, dice. Jerome está, como decíamos, inspirado en su ex marido, el teórico Sylvère Lotringer, un parisino que, como Georges Perec, creció en la Francia ocupada por los nazis. “Escribir es un acto político, en un sentido ético”, reflexiona, y el yo sobre el que escribe es un yo político, en el sentido en que describe el yo (un yo determinado, mujer, intelectual) de una época.
Su precaria existencia (una Frances Ha no dotada para el cine experimental, que enlazaba fracaso tras fracaso) fue el hilo conductor de todo lo que escribió hasta Verano del odio (2012), la primera de sus novelas, dice, en la que se hizo definitivamente a un lado y dejó que el protagonismo lo tuviese un tal Paul Garcia, un tipo que anotaba compulsivamente cosas en su diario y que había estado en la cárcel y que lee a Dean Koontz. Sopor, sin embargo, es aún un pedazo distorsionado de su vida y la de Sylvère, una pareja de cosmopolitas sin raíces ni un lugar al que volver, porque realquilan sus pisos y vagan, de alguna manera, por el mundo, de beca en beca. En el más que probable ocaso de su desigual relación viajan a Rumanía convencidos de que les será de lo más fácil hacerse con un huérfano rumano. Aunque lo último que ha hecho (su biografía de Kathy Acker) ha vuelto a versar sobre un alguien que no es ella, y cree que está preparada para volver a cambiar. “De hecho, eso es lo que estoy haciendo ahora mismo. Intentando ver qué es lo que hago con lo que he vivido desde entonces”, concluye.
En un momento dado de Sopor, su personaje asegura que “Acker
entiende que la escritura sin un mito no es nada” y que “los mitos
femeninos no funcionan en grupos”, porque “son siempre singulares". ¿No
cree Kraus que puedan existir escenas literarias femeninas? “Oh, eso ha
cambiado muchísimo. Acker representó, de hecho, el fin de una era, en la
que el escritor, o la escritora, era visto como héroe, una era
mitológica en ese sentido. Y a partir de mediados de los noventa las
mujeres empezaron a unirse y a apoyarse unas a otras, a la manera en que
lo hacían los hombres. Eso es lo terrible de Acker, que en el momento
en que alcanzó lo que deseaba, el mundo había cambiado y lo que había
deseado siempre también”, contesta.
La idea del fracaso permea toda su obra. Y es un fracaso que ha aprendido a reírse de sí mismo. En casi todo lo que ha escrito, sigue siendo una directora de cine experimental que hace cosas que nadie entiende y que fracasa una y otra vez, y de las formas más ridículas que podamos imaginarnos. “Todo éxito llega después de un centenar de pequeños fracasos, pero no hablamos de ello. Estoy en contra de la idea del genio que ha impuesto el mundo del arte, yo creo en el trabajo duro, en resistir. Si dejé el cine fue porque me di cuenta de que todo lo que iba a hacer el resto de mi vida era golpearme la cabeza contra la misma pared, una y otra vez”, confiesa.
No sabe si debería escribirse sobre lo que estamos viviendo – sobre el gobierno Trump, sobre el avance de la ultra derecha en Europa – ahora, cree más bien que “debemos escribir desde y no sobre el presente”, esto es, a ciegas, avanzar y crear un futuro pedazo de la historia común que estamos viviendo sin ser conscientes de ello. ¿Y qué hay de su valiosa contribución a la idea del hombre objeto? ¿Cree que está alcanzando por fin medios masivos como el cine y la televisión? “Oh, sí, sin duda. Pero es cosa del capitalismo. Nos está ofreciendo igualdad de oportunidades en eso también. En vez de desobjetivar a las mujeres, está objetivando a los hombres. Sí, el hombre es ya también, sin duda, un objeto”, sentencia.
Publicada originalmente en 1997, Amo a Dick (Alpha Decay), la novela o suerte de artefacto – todo lo que ha hecho Kraus desde entonces mezcla siempre política, sociedad y fracaso personal, humor y desesperación, precariedad y crítica, feroz, a la intelectualidad, con una honestidad sin igual – marcó un antes y un después en la manera distorsionada de entender (y explicar) el mundo, como apuntaba hacía no demasiado Sheila Heti, y supuso el inicio de una carrera literaria que se alimenta, a la manera de Karl Ove Knausgard pero sustituyendo el vacío de la experiencia por la crítica histórico antropológica, de su propia vida y la de los que la rodean o la rodearon en algún momento. Una Kathy Acker, como ella misma opina, no condenada a mitificarse.
En algún lugar de Finlandia cercano a la casa de Santa Claus, Kraus toma café y habla, virtualmente, de Sopor (Eterna Cadencia) y Video Green (Consonni). La primera es una novela crónica (otra vez, delirantemente confesional) sobre un hilarante e infructuoso viaje a la Rumanía post Ceaucescu de principios de los noventa con el fin de adoptar un huérfano, acompañada, claro, de su entonces marido Sylvère Lotringer (aquí, Jerome). El segundo es un ensayo hecho de microensayos sobre el boom del arte en Los Ángeles. Ambos acaban de publicarse por primera vez en español. “Son las ocho de la mañana”, dice, “y acabo de escribir en mi diario”. “Es un cuaderno de tapa dura rojo”, asegura.
En 'Amo a Dick', el hombre pasaba de sujeto a
objeto y el halago le incomodaba: se sentía atrapado en una cárcel de la
que no tenía la llave
“Mis historias nunca van sólo de mí. Supongo que he interiorizado hechos históricos, como la caída del bloque soviético o el Holocausto, como si me hubieran pasado, como si aún pudieran estar pasándome, en realidad. En Sopor, la historia del mundo y la historia personal son inseparables, como lo es para cualquiera que, como Jerome, haya vivido un trauma histórico”, dice. Jerome está, como decíamos, inspirado en su ex marido, el teórico Sylvère Lotringer, un parisino que, como Georges Perec, creció en la Francia ocupada por los nazis. “Escribir es un acto político, en un sentido ético”, reflexiona, y el yo sobre el que escribe es un yo político, en el sentido en que describe el yo (un yo determinado, mujer, intelectual) de una época.
Su precaria existencia (una Frances Ha no dotada para el cine experimental, que enlazaba fracaso tras fracaso) fue el hilo conductor de todo lo que escribió hasta Verano del odio (2012), la primera de sus novelas, dice, en la que se hizo definitivamente a un lado y dejó que el protagonismo lo tuviese un tal Paul Garcia, un tipo que anotaba compulsivamente cosas en su diario y que había estado en la cárcel y que lee a Dean Koontz. Sopor, sin embargo, es aún un pedazo distorsionado de su vida y la de Sylvère, una pareja de cosmopolitas sin raíces ni un lugar al que volver, porque realquilan sus pisos y vagan, de alguna manera, por el mundo, de beca en beca. En el más que probable ocaso de su desigual relación viajan a Rumanía convencidos de que les será de lo más fácil hacerse con un huérfano rumano. Aunque lo último que ha hecho (su biografía de Kathy Acker) ha vuelto a versar sobre un alguien que no es ella, y cree que está preparada para volver a cambiar. “De hecho, eso es lo que estoy haciendo ahora mismo. Intentando ver qué es lo que hago con lo que he vivido desde entonces”, concluye.
La idea del fracaso permea toda su obra. Y es un fracaso que ha aprendido a reírse de sí mismo. En casi todo lo que ha escrito, sigue siendo una directora de cine experimental que hace cosas que nadie entiende y que fracasa una y otra vez, y de las formas más ridículas que podamos imaginarnos. “Todo éxito llega después de un centenar de pequeños fracasos, pero no hablamos de ello. Estoy en contra de la idea del genio que ha impuesto el mundo del arte, yo creo en el trabajo duro, en resistir. Si dejé el cine fue porque me di cuenta de que todo lo que iba a hacer el resto de mi vida era golpearme la cabeza contra la misma pared, una y otra vez”, confiesa.
No sabe si debería escribirse sobre lo que estamos viviendo – sobre el gobierno Trump, sobre el avance de la ultra derecha en Europa – ahora, cree más bien que “debemos escribir desde y no sobre el presente”, esto es, a ciegas, avanzar y crear un futuro pedazo de la historia común que estamos viviendo sin ser conscientes de ello. ¿Y qué hay de su valiosa contribución a la idea del hombre objeto? ¿Cree que está alcanzando por fin medios masivos como el cine y la televisión? “Oh, sí, sin duda. Pero es cosa del capitalismo. Nos está ofreciendo igualdad de oportunidades en eso también. En vez de desobjetivar a las mujeres, está objetivando a los hombres. Sí, el hombre es ya también, sin duda, un objeto”, sentencia.
La nueva no ficción confesional es cosa de chicas
Siguiendo los pasos de su adorada Kathy Acker, pionera del género,
Chris Kraus encabeza una corriente narrativa que parte de lo personal
para radiografiar, en esa suerte de híbrido entre el ensayo y la
memoria, el presente. La canadiense Sheila Heti, de la que este año se
publicará en España su celebrado Motherhood (Maternidad),
un tratado personalísimo sobre por qué decidir no tener hijos, Rachel
Cusk y la revolucionaria trilogía (autobiográfica) que ha cerrado este
mismo año – Prestigio (Libros del Asteroide) fue el último disparo – y el inminente Crudo,
de la británica Olivia Laing (Alpha Decay), una disección, desde un yo
adulterado, del verano de 2017, están expandiendo los límites de la no
ficción confesional. Su intención es la de trascender de una vez por
todas el yo meramente experiencial para convertirlo en el lugar del que
parte la reflexión. Como bien dice Kraus, no se trata de escribir “sobre
sino desde el presente”.
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