TÍTULO : EL BLOC DEL CARTERO, LA CARTA DE LA SEMANA, ECOLOGÍA,.
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Sigo con mucho interés (y algo de malicioso gozo, lo confesaré) el
rechazo que en sectores neocones y liberales provocan las
manifestaciones del Papa Francisco sobre cuestiones económicas; y
también el encono con que desde estos mismos sectores se pronuncian
(¡antes de que haya sido proclamada!) contra su anunciada encíclica
sobre ecología. Este furor neocón y liberal es, sin embargo, fácilmente
explicable: el colapso del comunismo soviético propició, durante el
papado de Juan Pablo II, una suerte de idilio entre estos subproductos
ideológicos y el catolicismo oficialista (ya saben: todo ese rollete de
meter en la misma olla podrida a Juan Pablo II, Reagan y la Thatcher),
que provocó que muchos cristianos despistados y zombis se pusieran a
repetir como loritos toda la cochambre liberaloide y neocónica en
cuestiones sociales y económicas, como si fuera dogma de fe. Y que,
incluso, desde tribunas mediáticas católicas se diera tribuna (¡y
peana!) a los defensores más desaforados del capitalismo desregulado, en
flagrante colisión con la doctrina social cristiana. Durante aquel
tiempo ¡ay, tan reciente! quienes nos atrevíamos a recordar las
enseñanzas del magisterio en cuestiones sociales y económicas éramos
tildados por los gurús del neoconismo de «brazos armados de Mao Tse
Tung»; y condenados al ostracismo por el catolicismo oficialista.
Recuerdo a un mandamás eclesiástico que llegó a amonestarme en privado
¡manda huevos! porque consideraba que en mis artículos sostenía...
¡tesis marxistas! Hoy, por supuesto, este mandamás posa de francisquista
como si tal cosa.
No se nos escapa que el ecologismo es, como
todos los 'ismos' o subproductos ideológicos modernos, un sucedáneo
religioso, para el que la Tierra (o, si se prefiere, la Naturaleza, que
en ningún caso se denominará Creación) se erige en nuevo dios al que se
rinde adoración (del mismo modo que otros rinden adoración a la ciencia o
a las leyes de mercado). Para esta idolatría ecologista, los animales
son seres dotados de la misma dignidad que el ser humano (y, por lo
tanto, titulares del mismo batiburrillo grotesco de derechos); y los
parajes naturales deben conservarse incólumes y por supuesto (en
caricatura azufrosa del pasaje de la expulsión del Edén) no hollados por
el hombre, al que se considera una especie maléfica que debe ser
reducida, a ser posible hasta la consunción (de ahí que este ecologismo
idolátrico y el antinatalismo vayan siempre juntos de la mano). Muy
acorde con su naturaleza de sucedáneo religioso resulta, por ejemplo,
que el ecologismo, al alertarnos sobre los peligros del cambio
climático, emplee un lenguaje apocalíptico paródico del que empleó el
Visionario de Patmos.
Pero que este ecologismo demente sea un
sucedáneo religioso (exactamente igual que el liberalismo económico, por
otra parte) no debe confundirnos. Durante las pasadas décadas, los
mamporreros de la plutocracia han estado desprestigiando y ridiculizando
a quienes mostraban algún tipo de preocupación ecológica con el único
propósito de blindar las prácticas económicas más opresivas del hombre y
rapiñadoras de los recursos naturales; y este desprestigio y
ridiculización se ha hecho empleando como tontos útiles a muchos
cristianos despistados y zombis. Pero un cristiano avisado no puede caer
en estas simplificaciones, sino que debe preguntarse si un orden
económico justo debe fundarse sobre el crecimiento indefinido; debe
preguntarse si esquilmar los océanos para después convertirlos en
vertederos es moralmente admisible; debe preguntarse si la agricultura y
la ganadería intensivas, así como la creación de especies animales y
vegetales transgénicas, son formas de ejercer el 'dominio justo' sobre
la Creación que Dios atribuyó al hombre; debe preguntarse si tapizar de
cemento las costas con urbanizaciones horrendas o convertir bosques en
campos de golf para que los pijos (y las pijas) arrimen cebolleta (¡y
traigan dinero, oiga!) es lícito, según la ley natural; debe preguntarse
si generar un kilo de basura al día por persona es propio de una
economía deseada por Dios; debe preguntarse si consumir productos
baratos fabricados en la Cochinchina mediante procesos contaminantes
que, además, emplean una mano de obra esclavizada es pecado. Sí, hemos
escrito pecado, ¿pasa algo?
Es evidente que la avaricia
desmelenada del capitalismo ha hallado durante todos estos años unos
cómplices como mínimo pasivos en muchos cristianos despistados y zombis.
Que un Papa escriba una encíclica sobre ecología que pone de uñas a los
gurús liberaloides y neocónicos me parece de perlas; siempre que ese
Papa no se dedique con la otra mano a jugar con el Credo, para contentar
a todos.
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