Kari Stefansson. Islandia, la isla cobaya,.
Este genetista islandés sabe con seguridad que dos mil personas de su país van a tener cáncer. ¿Debería decírselo... o mejor no?,.
A Kari Stefansson le gustaría hacerles un 'regalo' a los islandeses. Este científico asegura que sabe qué compatriotas suyos van a tener un tipo de cáncer y desea decírselo. Así podrían tomar medidas preventivas y vivir 12 años más, de media.
Pero los islandeses no saben cómo gestionar este 'regalo'. Es la primera vez en la Historia que un científico está en condiciones de identificar a escala nacional un riesgo para la salud de ese tipo; y Stefansson, de 65 años, tiene además cierto aire de superioridad: en su país, no todo el mundo lo mira con buenos ojos.
SI ALGUIEN SE ESTÁ AHOGANDO...
Stefansson, que nos recibe en la sede de su empresa, Decode, en Reikiavik, asegura que le bastaría con pulsar una tecla para localizar a todas las personas de Islandia que portan la mutación genética BRCA2. Las mujeres afectadas tienen un 85 por ciento de posibilidades de desarrollar un cáncer de mama; la mitad, antes de cumplir los 50 años. De media, su esperanza de vida es 12 años menor. Los hombres afectados, por su parte, tienen un riesgo mayor de sufrir un cáncer de próstata y mueren 7 años antes que el resto.
El genetista quiere que se avise a los afectados lo antes posible. Su argumento es sencillo: «Si alguien se cae al mar, ¿esperamos a que nos autorice por escrito a que lo salvemos?».
EL LIBRO GENÉTICO DE LOS ISLANDESES
Stefansson y su empresa llevan años solicitando a sus compatriotas que se sometan a análisis de ADN y recabando sus datos con el fin de detectar enfermedades. Islandia es lo más parecido al laboratorio perfecto para un genetista. Es uno de los países genéticamente más homogéneos del planeta.
De los dos mil islandeses que portan la mutación BRCA2, no todos han donado su ADN a la empresa de Stefansson. A pesar de ello, el científico dice que podría identificarlos. Ello se debe a dos motivos. El primero: en la isla solo viven 330.000 personas, casi todas son islandeses nativos. Stefansson posee información sobre el ADN de los más de 100.000 compatriotas que accedieron a facilitarle muestras genéticas. Pero, evidentemente, los datos de los donantes son anónimos.
El otro motivo es que a los islandeses les apasiona saber quiénes fueron sus antepasados (entre otras cosas para evitar matrimonios endogámicos). Muchas familias pueden remontar su árbol genealógico más de mil años. En el Islendingabok, el 'libro de los islandeses', un banco de datos cofundado por Stefansson, se recogen los datos genealógicos de la población de la isla. Mediante la combinación de los datos genéticos y los genealógicos es posible deducir los niveles de riesgo a los que está sometido cada islandés, aunque no haya donado su ADN. Basta con que sea hijo de padres islandeses.
Si el Gobierno lo autorizase, se podría levantar el anonimato de los donantes y conocer los nombres de las personas que tienen riesgo elevado de cáncer. Habría revisiones médicas, exámenes preventivos. En el caso de muchas mujeres, también resultaría conveniente plantear la extirpación de los pechos.
EL DERECHO A NO SABER
Stefansson asegura que no quiere hacer dinero, solo prestarle un servicio a su país. Pero ¿cómo se le dice a alguien que no te ha preguntado que puede estar gravemente enfermo? ¿A qué cambios estaría abocada una sociedad que supiese el destino de sus individuos? ¿Existe el derecho a no saber?
Kari Stefansson fundó la empresa Decode en 1996 y en la actualidad cuenta con unos 175 empleados. En los sótanos del edificio se almacenan 500.000 muestras de sangre, congeladas a 26 grados bajo cero. La empresa biotecnológica estadounidense Amgen compró Decode en 2012 por 415 millones de dólares. El tesoro en forma de banco de datos del que disponen los islandeses podría ayudar a desarrollar nuevos fármacos.
Si por Stefansson fuese, el Gobierno no tendría más que crear una página web en la que aquellos islandeses que no quisieran saber nada sobre la mutación BRCA2 hicieran constar su renuncia a ser informados. Todos los demás recibirían automáticamente información sobre su destino genético.
Es bastante probable que, con un mecanismo así, muchas personas, sobre todo las de más edad, no se enterarán de la existencia de esa alternativa, por lo que al final recibirían información sí o sí. Sin embargo, Stefansson no le ve ningún problema. «La información contribuye al desarrollo de nuevas alternativas en la prevención y el tratamiento de enfermedades», asegura. Y, en todo caso, «no es más que información».
La polémica está servida. Vilhjalmur Arnason, de 62 años, profesor en el Centro de Ética de la Universidad de Islandia, asegura: «Debemos usar los datos para ayudar a la gente. Pero no en la forma en la que Stefansson lo ha pensado».A este profesor de Ética le gustaría que primero se planteara un debate social sobre el tema. Luego habría que constituir un organismo asesor: «Sería la única manera de conseguir ambos objetivos: que la información se comunique y que solo la reciban las personas que la deseen». Arnason insiste en el derecho de sus compatriotas a no saber.¿Por qué querría alguien no saber, si una información de ese tipo podría salvar vidas? «Por muy excéntrica que parezca la decisión responde Arnason, la gente tiene sus razones». La alternativa sería imponerle a la gente la obligación de informarse. Y eso generaría presión. Presión, por ejemplo, para decidirse por un tratamiento agresivo. O para hacerse extirpar los pechos de forma preventiva. «¿Hasta dónde podría acabar llegando esa obligación?», pregunta el profesor.
DERROTA EN LOS TRIBUNALES
Los islandeses ya se resistieron una vez a las intenciones de Decode. A finales de los años noventa, el Parlamento autorizó a la empresa el acceso a los informes médicos de todos los islandeses. La compañía prometió crear con ellos un banco de datos médico-genético y hacer de la información obtenida de su estudio algo útil para los islandeses mediante el desarrollo de nuevos tratamientos y terapias. Muchos criticaron la cesión de esa información. En el año 2003, una ciudadana islandesa se opuso a que Decode utilizara los datos de su padre, recién fallecido. La justicia le dio la razón. El proyecto se detuvo, Decode se declaró en suspensión de pagos en 2009, y en 2012 fue comprada por la norteamericana Amgen, lo que no impidió que Stefansson siguiera al frente de la empresa.
Algunos creen que la compañía genética simplemente se había adelantado a su tiempo y que Islandia perdió una gran oportunidad. Gisli Palsson, de 65 años, es profesor de Antropología en la Universidad de Islandia. Parte de su trabajo consiste en observar los cambios que se están produciendo en la actitud de muchas sociedades ante el tema de los derechos de los pacientes.
«Durante muchos años se consideró al paciente un individuo informado», dice Palsson. Antes de cada terapia, «se le pedía formalmente su consentimiento. Era como una especie de ritual». Pero cuando los antropólogos analizaron ese ritual, vieron que en realidad muchas de las firmas no implicaban nada. Las personas no estaban mejor informadas.
De forma paralela, se ha llegado a la conclusión de que los sistemas sanitarios no deberían tener en cuenta solo los derechos de los individuos. Por ejemplo, la imposición de una vacuna estaría justificada para impedir la propagación de enfermedades peligrosas como el sarampión.
«Es obligación del Estado cuidar de la sociedad», dice Palsson. De acuerdo con esta concepción, estar sano o enfermo ya no se deja al capricho del individuo, sino que se convierte en un acto solidario, de responsabilidad ante los demás. Además, añade el antropólogo, «la gente ve que el sistema sanitario se está volviendo absurdamente caro». Y, para que siga siendo sostenible, habrá que optimizarlo lo más posible. «A cambio, muchas personas están dispuestas a renunciar a sus derechos personales».
POBLACIÓN DE COBAYAS
Stefansson, el presidente de Decode, piensa que informar a las personas sobre si portan alguna mutación debe considerarse una obligación social. En su opinión, la obligación de saber está por encima del derecho a no saber.Hace unos años, una científica islandesa escribió que, con su trabajo, Stefansson estaba tratando al pueblo islandés como una mercancía. Y que más tarde o más temprano se acabaría utilizando al país como si fuera una población de cobayas convenientemente clasificadas.
¿Usted qué haría?
Una difícil decisión política. Al ministro islandés de Sanidad, Kristijan Juliusson, le gustaría utilizar los datos genéticos recogidos y almacenados por Decode. Pero, ante todo, quiere respetar el derecho de sus ciudadanos a no saber. Desde su ministerio se han elaborado diferentes alternativas a las que se podría recurrir para informar a las mujeres que portan una mutación genética. Una posibilidad que barajan es dirigirse por escrito a todas las mujeres de entre 25 y 60 años para solicitarles su conformidad. Habría que enviar unas 90.000 cartas. «Parecen muchas, pero es factible», afirman desde el ministerio. Otra posibilidad sería ponerse en contacto solamente con aquellas mujeres en cuyas familias se haya registrado ya algún caso de cáncer de este tipo. El ministro no ha tomado aún una decisión.
Un laboratorio humano. Islandia es lo más parecido a un laboratorio genetista: tiene poca población y es uno de los países más homogéneos genéticamente.
El 'censo' genético. Decode guarda ya 500.000 muestras de sangre, congeladas a -26ºC.
Una aplicación contra el 'incesto'. Para evitar que parientes demasiado cercanos tengan relaciones sexuales, Decode ha lanzado una aplicación que han denominado como 'antiincesto'.
TÍTULO: FOTOGRAFIA - LA CIENCIA ES BELLA,.
Especial innovación / Se habla de....fotos,.
Pero los islandeses no saben cómo gestionar este 'regalo'. Es la primera vez en la Historia que un científico está en condiciones de identificar a escala nacional un riesgo para la salud de ese tipo; y Stefansson, de 65 años, tiene además cierto aire de superioridad: en su país, no todo el mundo lo mira con buenos ojos.
SI ALGUIEN SE ESTÁ AHOGANDO...
Stefansson, que nos recibe en la sede de su empresa, Decode, en Reikiavik, asegura que le bastaría con pulsar una tecla para localizar a todas las personas de Islandia que portan la mutación genética BRCA2. Las mujeres afectadas tienen un 85 por ciento de posibilidades de desarrollar un cáncer de mama; la mitad, antes de cumplir los 50 años. De media, su esperanza de vida es 12 años menor. Los hombres afectados, por su parte, tienen un riesgo mayor de sufrir un cáncer de próstata y mueren 7 años antes que el resto.
El genetista quiere que se avise a los afectados lo antes posible. Su argumento es sencillo: «Si alguien se cae al mar, ¿esperamos a que nos autorice por escrito a que lo salvemos?».
EL LIBRO GENÉTICO DE LOS ISLANDESES
Stefansson y su empresa llevan años solicitando a sus compatriotas que se sometan a análisis de ADN y recabando sus datos con el fin de detectar enfermedades. Islandia es lo más parecido al laboratorio perfecto para un genetista. Es uno de los países genéticamente más homogéneos del planeta.
De los dos mil islandeses que portan la mutación BRCA2, no todos han donado su ADN a la empresa de Stefansson. A pesar de ello, el científico dice que podría identificarlos. Ello se debe a dos motivos. El primero: en la isla solo viven 330.000 personas, casi todas son islandeses nativos. Stefansson posee información sobre el ADN de los más de 100.000 compatriotas que accedieron a facilitarle muestras genéticas. Pero, evidentemente, los datos de los donantes son anónimos.
El otro motivo es que a los islandeses les apasiona saber quiénes fueron sus antepasados (entre otras cosas para evitar matrimonios endogámicos). Muchas familias pueden remontar su árbol genealógico más de mil años. En el Islendingabok, el 'libro de los islandeses', un banco de datos cofundado por Stefansson, se recogen los datos genealógicos de la población de la isla. Mediante la combinación de los datos genéticos y los genealógicos es posible deducir los niveles de riesgo a los que está sometido cada islandés, aunque no haya donado su ADN. Basta con que sea hijo de padres islandeses.
Si el Gobierno lo autorizase, se podría levantar el anonimato de los donantes y conocer los nombres de las personas que tienen riesgo elevado de cáncer. Habría revisiones médicas, exámenes preventivos. En el caso de muchas mujeres, también resultaría conveniente plantear la extirpación de los pechos.
EL DERECHO A NO SABER
Stefansson asegura que no quiere hacer dinero, solo prestarle un servicio a su país. Pero ¿cómo se le dice a alguien que no te ha preguntado que puede estar gravemente enfermo? ¿A qué cambios estaría abocada una sociedad que supiese el destino de sus individuos? ¿Existe el derecho a no saber?
Kari Stefansson fundó la empresa Decode en 1996 y en la actualidad cuenta con unos 175 empleados. En los sótanos del edificio se almacenan 500.000 muestras de sangre, congeladas a 26 grados bajo cero. La empresa biotecnológica estadounidense Amgen compró Decode en 2012 por 415 millones de dólares. El tesoro en forma de banco de datos del que disponen los islandeses podría ayudar a desarrollar nuevos fármacos.
Si por Stefansson fuese, el Gobierno no tendría más que crear una página web en la que aquellos islandeses que no quisieran saber nada sobre la mutación BRCA2 hicieran constar su renuncia a ser informados. Todos los demás recibirían automáticamente información sobre su destino genético.
Es bastante probable que, con un mecanismo así, muchas personas, sobre todo las de más edad, no se enterarán de la existencia de esa alternativa, por lo que al final recibirían información sí o sí. Sin embargo, Stefansson no le ve ningún problema. «La información contribuye al desarrollo de nuevas alternativas en la prevención y el tratamiento de enfermedades», asegura. Y, en todo caso, «no es más que información».
La polémica está servida. Vilhjalmur Arnason, de 62 años, profesor en el Centro de Ética de la Universidad de Islandia, asegura: «Debemos usar los datos para ayudar a la gente. Pero no en la forma en la que Stefansson lo ha pensado».A este profesor de Ética le gustaría que primero se planteara un debate social sobre el tema. Luego habría que constituir un organismo asesor: «Sería la única manera de conseguir ambos objetivos: que la información se comunique y que solo la reciban las personas que la deseen». Arnason insiste en el derecho de sus compatriotas a no saber.¿Por qué querría alguien no saber, si una información de ese tipo podría salvar vidas? «Por muy excéntrica que parezca la decisión responde Arnason, la gente tiene sus razones». La alternativa sería imponerle a la gente la obligación de informarse. Y eso generaría presión. Presión, por ejemplo, para decidirse por un tratamiento agresivo. O para hacerse extirpar los pechos de forma preventiva. «¿Hasta dónde podría acabar llegando esa obligación?», pregunta el profesor.
DERROTA EN LOS TRIBUNALES
Los islandeses ya se resistieron una vez a las intenciones de Decode. A finales de los años noventa, el Parlamento autorizó a la empresa el acceso a los informes médicos de todos los islandeses. La compañía prometió crear con ellos un banco de datos médico-genético y hacer de la información obtenida de su estudio algo útil para los islandeses mediante el desarrollo de nuevos tratamientos y terapias. Muchos criticaron la cesión de esa información. En el año 2003, una ciudadana islandesa se opuso a que Decode utilizara los datos de su padre, recién fallecido. La justicia le dio la razón. El proyecto se detuvo, Decode se declaró en suspensión de pagos en 2009, y en 2012 fue comprada por la norteamericana Amgen, lo que no impidió que Stefansson siguiera al frente de la empresa.
Algunos creen que la compañía genética simplemente se había adelantado a su tiempo y que Islandia perdió una gran oportunidad. Gisli Palsson, de 65 años, es profesor de Antropología en la Universidad de Islandia. Parte de su trabajo consiste en observar los cambios que se están produciendo en la actitud de muchas sociedades ante el tema de los derechos de los pacientes.
«Durante muchos años se consideró al paciente un individuo informado», dice Palsson. Antes de cada terapia, «se le pedía formalmente su consentimiento. Era como una especie de ritual». Pero cuando los antropólogos analizaron ese ritual, vieron que en realidad muchas de las firmas no implicaban nada. Las personas no estaban mejor informadas.
De forma paralela, se ha llegado a la conclusión de que los sistemas sanitarios no deberían tener en cuenta solo los derechos de los individuos. Por ejemplo, la imposición de una vacuna estaría justificada para impedir la propagación de enfermedades peligrosas como el sarampión.
«Es obligación del Estado cuidar de la sociedad», dice Palsson. De acuerdo con esta concepción, estar sano o enfermo ya no se deja al capricho del individuo, sino que se convierte en un acto solidario, de responsabilidad ante los demás. Además, añade el antropólogo, «la gente ve que el sistema sanitario se está volviendo absurdamente caro». Y, para que siga siendo sostenible, habrá que optimizarlo lo más posible. «A cambio, muchas personas están dispuestas a renunciar a sus derechos personales».
POBLACIÓN DE COBAYAS
Stefansson, el presidente de Decode, piensa que informar a las personas sobre si portan alguna mutación debe considerarse una obligación social. En su opinión, la obligación de saber está por encima del derecho a no saber.Hace unos años, una científica islandesa escribió que, con su trabajo, Stefansson estaba tratando al pueblo islandés como una mercancía. Y que más tarde o más temprano se acabaría utilizando al país como si fuera una población de cobayas convenientemente clasificadas.
¿Usted qué haría?
Una difícil decisión política. Al ministro islandés de Sanidad, Kristijan Juliusson, le gustaría utilizar los datos genéticos recogidos y almacenados por Decode. Pero, ante todo, quiere respetar el derecho de sus ciudadanos a no saber. Desde su ministerio se han elaborado diferentes alternativas a las que se podría recurrir para informar a las mujeres que portan una mutación genética. Una posibilidad que barajan es dirigirse por escrito a todas las mujeres de entre 25 y 60 años para solicitarles su conformidad. Habría que enviar unas 90.000 cartas. «Parecen muchas, pero es factible», afirman desde el ministerio. Otra posibilidad sería ponerse en contacto solamente con aquellas mujeres en cuyas familias se haya registrado ya algún caso de cáncer de este tipo. El ministro no ha tomado aún una decisión.
Un laboratorio humano. Islandia es lo más parecido a un laboratorio genetista: tiene poca población y es uno de los países más homogéneos genéticamente.
El 'censo' genético. Decode guarda ya 500.000 muestras de sangre, congeladas a -26ºC.
Una aplicación contra el 'incesto'. Para evitar que parientes demasiado cercanos tengan relaciones sexuales, Decode ha lanzado una aplicación que han denominado como 'antiincesto'.
TÍTULO: FOTOGRAFIA - LA CIENCIA ES BELLA,.
Fotografía: La ciencia es bella
Las fotos tomadas en los laboratorios son también una expresión artística.
Aunque no suele plantearse en términos gráficos y menos aún
artísticos, la ciencia genera asombrosas y bellísimas fotografías. Los
premios Wellcome Image Awards reconocen cada año algunas de las más
espectaculares fotografías salidas de los laboratorios. Muchas muestran
sustancias o texturas que para la mayoría de nosotros son inaccesibles,
imposibles de ver. Otras, simplemente, abordan sujetos o pacientes con
una aproximación artística. Todas hacen uso, además, de una sofisticada
tecnología. Adam Rutherford, miembro del jurado, asegura que las fotos
científicas son singularmente importantes porque nos ayudan a
aproximarnos a conceptos abstractos y, en consecuencia, a comprendernos
mejor. «Nos ayudan a entender la vida, la muerte, el sexo, la
enfermedad...». Estas son algunas de las fotos galardonadas este año.
Anciana con cifosis, de Mark Bartley, Cambridge University Hospitals Foundation.
Útero preñado de un equino, de Michael Frank, Royal Veterinary College.
Ojo de pulgón, de Kevin Mackenzie, University of Aberdeen.
Anciana con cifosis, de Mark Bartley, Cambridge University Hospitals Foundation.
Útero preñado de un equino, de Michael Frank, Royal Veterinary College.
Ojo de pulgón, de Kevin Mackenzie, University of Aberdeen.
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