domingo, 2 de noviembre de 2014

EL BLOC DEL CARTERO, IMPOSTURAS,./ LA CARTA DE LA SEMANA, LA PIZZERA DE NAPOLES,.

TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO, IMPOSTURAS,.

foto- una chica guapisima con su moto,.

La súbita celebridad alcanzada por el joven y delirante impostor Francisco Nicolás Gómez-Iglesias, bautizado por los medios como 'el pequeño Nicolás', vuelve a delatar (envuelta en ropajes jocosos) la atracción irresistible que nuestra época siente hacia la impostura y el fingimiento, que reputa medios válidos (¡y aun envidiables!) para obtener fama y dinero. Durante cinco años, el pequeño Nicolás se hizo pasar por agente de los servicios secretos, apoderado de la Casa Real, asesor de la vicepresidencia y hasta hijo ilegítimo de Juan Carlos, para poder colarse por la jeta en pachangas liberaloides y saraos áulicos y así poder estafar a los pedorros que se cruzaban en su camino; y lo cierto es que, viendo los derroteros por los que se desenvuelve la política patria, podría decirse que su presencia en tales lugares resulta congruente. El pequeño Nicolás se alza así como un símbolo de la pacotilla, que tal vez sea la expresión más quintaesenciada de esta España convertida en patio de Monipodio y casa de tócame Roque, por culpa de sucesivas generaciones de gobernantes ineptos o malvados.
La impostura del pequeño Nicolás, aunque aderezada con sus ribetes de esperpento o astracanada, se incorpora así a una copiosa prosapia de suplantaciones verídicas o fantasiosas. Recordemos, por ejemplo, el caso del célebre falsario Giuseppe Balsamo, el misterioso conde Cagliostro, que concebía la vida como una comedia en la que quiso representar siempre el primer papel. Pero, sin duda, los suplantadores que mayor celebridad han alcanzado son aquellos que han pretendido usurpar la identidad de personajes regios (¡o de sus vástagos, como el pequeño Nicolás!), que al parecer poseen un magnetismo especial para el impostor. Así, por ejemplo, se han registrado más de cuarenta casos de pretendidas suplantaciones del hijo de Luis XVI y María Antonieta, el malhadado Delfín de Francia; y durante un tiempo circularon por Europa varias mujeres desquiciadas que se pretendían Anastasia Romanov, asesinada por los bolcheviques durante la revolución de 1917. Algunos de estos impostores, en su afán por hacer más verosímil su suplantación, o poseídos por la aureola trágica del personaje suplantado, llegaron a someterse a extenuantes interrogatorios y pesquisas policiales, incluso a amagar con suicidarse, antes que reconocer su engañifa, o tal vez plenamente convencidos de que su representación no era una engañifa.
En España el caso más sonado de impostura lo protagonizó un garrido mozo llamado Gabriel Espinosa, pastelero de Madrigal de las Altas Torres, que se atribuyó nada menos que la identidad del rey don Sebastián de Portugal, muerto o desaparecido en la batalla de Alcazarquivir, en un trance histórico delicadísimo, como el de la incorporación de la corona portuguesa a la española, por falta de descendencia directa del monarca lusitano. Gabriel Espinosa, haciendo gala de una estupefaciente sangre fría y una jeta de feldespato, alentó las ensoñaciones de los portugueses, y hasta logró embaucar a doña Ana de Austria, infanta de España, alimentando la leyenda de un rey perseguido por la envidia de Felipe II y errante por el mundo. Naturalmente, se trataba de un embeleco grotesco; pero su propia inverosimilitud lo hace más fascinador, pues resulta en verdad alucinante que un rústico pastelero, sin formación ni vínculo alguno con la nobleza lusitana, tuviese cuajo para provocar semejante escándalo, que finalmente acabaría con su ejecución, dando origen a una leyenda alimentada durante siglos, que no deja de ser una variante de la historia quijotesca. Pues también el hidalgo Alonso Quijano, al soñar que era caballero andante, estaba usurpando una identidad que no era la suya, pero tal vez más verdadera que la suya propia.
Naturalmente, el pequeño Nicolás carece de la grandeza quijotesca del pastelero Gabriel Espinosa; y comparado con él parece un chisgarabís irrisorio (aunque ni más ni menos que los personajes a los que el pequeño Nicolás gustaba de arrimarse, comparados por Felipe II). Su antecesor clásico más evidente se nos antoja el Buscón de Quevedo, que ya desde la escuela se mostraba adulador e interesado; y que, en su afán de medro, llegó a tomar el disfraz de caballero, imitando su parla, mudando de nombre y haciéndose llamar con el don por delante. Y es que el pastelero Espinosa era hijo si se quiere tronado de una España con pujos de nobleza espiritual; el pequeño Nicolás es hijo más caradura que tronado, como quien sabe que sus fechorías no lo conducirán al patíbulo, sino al trending topic de una España degradada en la que el dinero es el único arancel con que se miden las cualidades humanas.

TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA,  LA PIZZERA DE NAPOLES,.

  1. He leído estos días Ieri, oggi e domani, la autobiografía de Sophia Loren: un libro bien escrito -ignoro quién habrá sido el negro, o anónimo ...foto,.
     
    He leído estos días Ieri, oggi e domani, la autobiografía de Sophia Loren: un libro bien escrito -ignoro quién habrá sido el negro, o anónimo autor material del asunto- que pasa revista a la vida y las películas de esta bellísima octogenaria napolitana que, durante medio siglo, encarnó en las pantallas el prototipo de la mujer italiana, con ese matiz espléndido que la generación de mi abuelo, y la de mi padre en su juventud, aún definían como una mujer de bandera. Y debo decir que la lectura de ese libro sereno y agradable me ha proporcionado momentos de intenso placer. De sonrisa cómplice y agradecida.
    Tengo una antigua y entrañable deuda con Sophia Loren -la Venus latina, en buena definición de mi amigo Ignacio Camacho-, y a menudo esa deuda sale a relucir en casa Lucio, cuando Javier Marías y yo, durante alguna cena, mientras él despacha con parsimonia su habitual filete empanado, pasamos revista a las mujeres que marcaron nuestra infancia y nuestros primeros recuerdos cinematográficos. Y por encima de casi todas -Kim Novak, Grace Kelly, Lauren Bacall, Maureen OHara, Silvana Mangano, principalmente Ava Gardner- figura siempre Sophia Scicolone, de nombre artístico Lazzaro, primero, y Loren, al fin. Supongo que eso no resulta fácil de comprender para cinéfilos de reciente generación, más a tono con señoras plastificadas y pasteurizadas tipo Angelina Jolie o Nicole Kidman; pero quien de niño o jovencito haya visto a Sophia Loren salir del mar con la blusa mojada en La sirena y el delfín o bajar de un autobús por la ventanilla en Matrimonio a la italiana, sabrá perfectamente a qué me refiero. El matiz de pisar fuerte y de poderío. La muy abrumadora diferencia.
    Me ha gustado mucho que, en su autobiografía, Sophia Loren haya dedicado un largo párrafo a la película que, de la mano de Vittorio de Sica, supuso su lanzamiento como estrella del cine italiano. Se trata de El Oro de Nápoles, que siempre consideré una obra maestra, donde protagoniza el episodio de la bellísima donna Sofia la Pizzaiola -«Venite, venite a fa´marenna! Donna Sofia ha preparato e briosce!»-, que hace creer a su marido que ha perdido en la masa de la pizza el anillo que realmente olvidó en casa del amante. No es de extrañar que aquella interpretación espléndida, llena de humor, erotismo y picardía, cautivara a los espectadores y los dejase atornillados a aquella mujer durante medio centenar de películas más. Descubrí a la Pizzaiola mucho más tarde, junto con Peccato che sia una canaglia, que aquí se tradujo como La ladrona, su padre y el taxista -esa extraordinaria secuencia de Vittorio de Sica haciéndose amo de la comisaría y pidiendo café para todos-; y el niño y el jovencito boquiabiertos ante la pescadora griega de esponjas de La sirena y el delfín, la amante sin esperanza de La llave o la guerrillera española de Orgullo y Pasión comprendieron, de ese modo, que aquella hembra espléndida de 1,74 m. de estatura sin tacones, que desbordaba la pantalla con sus ojos almendrados y su contundente anatomía, era también una actriz formidable, con un sentido del humor y unas cualidades interpretativas fuera de serie; que le fueron reconocidas, en la cima de su carrera, por el Oscar con que la Academia de Cine norteamericana premió su soberbia interpretación en La Ciociara, que en España, como ustedes saben, se tituló Dos mujeres.
    Por todo eso, leyendo con sumo placer el libro de que les hablo, he recordado, y también me he recordado a través de sus páginas y las películas que en ellas se mencionan, incluida Pane, amore e...: aquel film delicioso donde el brigada de carabineros Antonio Carotenutto -otra vez un formidable Vittorio de Sica- baila el mambo con donna Sofia la Pescadera en una de las escenas más graciosas e inolvidables del cine de humor italiano. Y, puestos a recordar, he rememorado también mi mejor recuerdo personal relacionado con Sophia Loren: cuando en cierta ocasión, al ir a subir a mi habitación del hotel Vesuvio de Nápoles, ella apareció en el ascensor, vestida de rojo, bellísima a sus entonces setenta y cinco años, dejándome estupefacto y paralizado como un imbécil, obstaculizándole el paso, hasta que me sonrió, y entonces reaccioné al fin apartándome a un lado con una excusa; y entonces ella pasó por mi lado, muy cerca, para alejarse por el vestíbulo del hotel, espléndida, gloriosa, eterna como en sus películas. Y por un instante sentí deseos de aullar a la luna como un coyote. Como hacía Marcelo Mastroianni mientras Mara, la chica de la piazza Navona, se quitaba las medias en Ayer, hoy y mañana.

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