¡ ATENCION Y OBRAS ! CINE,.
¡Atención y obras! es un programa semanal que, en La 2, aborda la cultura en su sentido más amplio, con especial atención a las artes escénicas, la música, los viernes a las 20:00 presentado por Cayetana Guillén Cuervo, etc, foto,.
NO ERA UNA SEÑORA,.
foto
Mi amigo Pepe se apoya en la barra, a mi lado, pide
una cerveza y se bebe, glub, glub, glub, la mitad de un solo trago. «Las
tías de ahora son el copón de Bullas -dice-. Agresivas que te rilas,
colega. Peligrosas como ninjas. Esta mañana, una de ellas estuvo a punto
de calzarme una hostia. Y te juro que creí que me la daba. Iba
conduciendo tan tranquilo, ya me conoces, y al llegar a una rotonda
llega una con el Megane, conduciendo con una mano y hablando por
teléfono con la otra, se salta el ceda el paso y se mete delante por
todo el morro, que casi estampo el coche contra el de ella. El caso es
que me pego el sobresalto, y cabreado le toco el pito. Ya sabes, un
bocinazo y una ráfaga de los faros. ¿Y sabes qué hace la pava? Pues pega
un frenazo atravesándome su coche delante, saca medio cuerpo por la
ventanilla y me pregunta a gritos que qué cojones pasa conmigo. En ésas
se me ocurre hacerle el gesto de que hay que mirar por donde se anda y
menos telefonito en la oreja; y entonces la hijaputa, en vez de
achantarse, abre la puerta, baja del coche y se viene derecha para mí
con cara de matar, tío, te lo juro. Con cara de estar dispuesta a
morderme los huevos».
En ese punto yo he pedido otras dos cervezas y le pregunto a Pepe por el aspecto de la dama. Por su pinta y catadura. Sería una ordinaria mala bestia, apunto. Una tía desgarrada y bajuna. Pero él, secándose la espuma de cerveza del bigote, mueve la cabeza y responde que nada de eso. Que era una señora normal, cuarentona, bien vestida con ropa buena. Algo gordita y medio guapa. De ahí su sorpresa cuando ella se le puso delante de la ventanilla y se ciscó en su puta madre. «Como te lo cuento, en serio -añade-. Me dijo hijoputa en toda mi cara, mirándome como si fuera a partirme en dos. Y yo me dije no puede ser, Pepe de mi alma; esta cabrona lleva una pipa encima, por lo menos. O lleva un arma o está loca, rediós. Es imposible que le eche esos huevos y me esté dando la bronca de esta manera en mitad del tráfico, que si abro la puerta seguro que me agarra por el cuello y me pega un puñetazo. O un tiro. Así que me quedé allí con la ventanilla subida, acojonado, mientras la tía, con ojos que se le salían de la cara, tenías que verla, me daba un repaso que hasta gotas de saliva caían en el cristal, gritándome hijoputa y tontolculo, con los cinco o seis coches que estaban parados cerca haciendo tapón y los conductores tronchados de risa, claro, disfrutando del espectáculo. Y al fin, cuando se cansó, dio media vuelta, volvió a su coche y salió a toda leche, quemando neumáticos. Y es que las tías se han vuelto locas, de verdad. Las mujeres van de un agresivo por la vida que asombra, oye. Que da miedo».
Bueno, le digo tras pensarlo un poco. Quizá, para comprender a tu amiga del Megane tengas que ponerte un momento en su lugar. Imaginarte, por ejemplo, lo que ella tiene en la cabeza cuando llega a la rotonda a toda leche. A lo mejor llega tarde al trabajo porque antes llevó a sus hijos al colegio, y está hablando por teléfono para ver a qué hora tiene la cita de negocios prevista para hoy; o le va diciendo al marido que a ella no le dará tiempo de ir al ayuntamiento para pagar la tasa de la recogida de basuras, y que vaya él cuando pueda; aunque tampoco sería raro que en este momento esté preguntando al servicio técnico, por enésima vez, cuándo pasarán a reparar la lavadora o la vitrocerámica que llevan una semana estropeadas, y que al mismo tiempo esté intentando enterarse de cuándo le dan hora en la clínica para echar un vistazo a ese bultito que hace tiempo se nota en el pecho; haciendo compatible, si es posible, el horario de esa consulta con la revisión que ya le toca del ginecólogo, con averiguar si las dos faltas que tiene se deben a la menopausia o a otra causa más inquietante, con llevar a un hijo al oftalmólogo y con la redacción del informe sobre el contrato con los chinos que su jefe le ha pedido para el lunes: día en que tenía previsto hacerse la cera, porque al idiota de su marido le gusta que lleve las ingles depiladas a la brasileña. Y en ésas se encuentra, marcando números telefónicos y discurriendo como una loca para combinarlo todo, intentando de paso calcular si podrá recoger esta tarde a los críos en el cole y si dejó suficiente comida hecha para la cena, cuando de pronto se percata de que hay un gilipollas que le da un bocinazo y ráfaga de luces justo en el momento en que acaba de acordarse de que el domingo es el puto Halloween, maldita sea su estampa, y todavía no le ha cosido al niño el disfraz de Spiderman ni a la niña el de Rapunzel para la fiesta del colegio.
TITULO: LA CARTA DE LA SEMANA - VIAJANDO CON CHESTER - CUATRO DEDOS DE CAVENDISH Y UNO DE DEGENKOLB,.
VIAJANDO CON CHESTER
En ese punto yo he pedido otras dos cervezas y le pregunto a Pepe por el aspecto de la dama. Por su pinta y catadura. Sería una ordinaria mala bestia, apunto. Una tía desgarrada y bajuna. Pero él, secándose la espuma de cerveza del bigote, mueve la cabeza y responde que nada de eso. Que era una señora normal, cuarentona, bien vestida con ropa buena. Algo gordita y medio guapa. De ahí su sorpresa cuando ella se le puso delante de la ventanilla y se ciscó en su puta madre. «Como te lo cuento, en serio -añade-. Me dijo hijoputa en toda mi cara, mirándome como si fuera a partirme en dos. Y yo me dije no puede ser, Pepe de mi alma; esta cabrona lleva una pipa encima, por lo menos. O lleva un arma o está loca, rediós. Es imposible que le eche esos huevos y me esté dando la bronca de esta manera en mitad del tráfico, que si abro la puerta seguro que me agarra por el cuello y me pega un puñetazo. O un tiro. Así que me quedé allí con la ventanilla subida, acojonado, mientras la tía, con ojos que se le salían de la cara, tenías que verla, me daba un repaso que hasta gotas de saliva caían en el cristal, gritándome hijoputa y tontolculo, con los cinco o seis coches que estaban parados cerca haciendo tapón y los conductores tronchados de risa, claro, disfrutando del espectáculo. Y al fin, cuando se cansó, dio media vuelta, volvió a su coche y salió a toda leche, quemando neumáticos. Y es que las tías se han vuelto locas, de verdad. Las mujeres van de un agresivo por la vida que asombra, oye. Que da miedo».
Bueno, le digo tras pensarlo un poco. Quizá, para comprender a tu amiga del Megane tengas que ponerte un momento en su lugar. Imaginarte, por ejemplo, lo que ella tiene en la cabeza cuando llega a la rotonda a toda leche. A lo mejor llega tarde al trabajo porque antes llevó a sus hijos al colegio, y está hablando por teléfono para ver a qué hora tiene la cita de negocios prevista para hoy; o le va diciendo al marido que a ella no le dará tiempo de ir al ayuntamiento para pagar la tasa de la recogida de basuras, y que vaya él cuando pueda; aunque tampoco sería raro que en este momento esté preguntando al servicio técnico, por enésima vez, cuándo pasarán a reparar la lavadora o la vitrocerámica que llevan una semana estropeadas, y que al mismo tiempo esté intentando enterarse de cuándo le dan hora en la clínica para echar un vistazo a ese bultito que hace tiempo se nota en el pecho; haciendo compatible, si es posible, el horario de esa consulta con la revisión que ya le toca del ginecólogo, con averiguar si las dos faltas que tiene se deben a la menopausia o a otra causa más inquietante, con llevar a un hijo al oftalmólogo y con la redacción del informe sobre el contrato con los chinos que su jefe le ha pedido para el lunes: día en que tenía previsto hacerse la cera, porque al idiota de su marido le gusta que lleve las ingles depiladas a la brasileña. Y en ésas se encuentra, marcando números telefónicos y discurriendo como una loca para combinarlo todo, intentando de paso calcular si podrá recoger esta tarde a los críos en el cole y si dejó suficiente comida hecha para la cena, cuando de pronto se percata de que hay un gilipollas que le da un bocinazo y ráfaga de luces justo en el momento en que acaba de acordarse de que el domingo es el puto Halloween, maldita sea su estampa, y todavía no le ha cosido al niño el disfraz de Spiderman ni a la niña el de Rapunzel para la fiesta del colegio.
TITULO: LA CARTA DE LA SEMANA - VIAJANDO CON CHESTER - CUATRO DEDOS DE CAVENDISH Y UNO DE DEGENKOLB,.
VIAJANDO CON CHESTER
Viajando con Chester es un programa de televisión español, de género
periodístico, presentado por Pepa Bueno, en la cuatro los domingos las 21:30, foto, etc.
CUATRO DEDOS DE CAVENDISH Y UNO DE DEGENKOLB,.
foto
Mark
Cavendish es una sombra escurridiza. Se pega a Kittek, tan alto y tan
rubio. A 150 metros de meta del Parque de los Pájaros la sombra echa a volar,
rebasa a Kittel y le suelta un bandazo innecesario. Rápido y peligroso.
Es la marca de Cavendish, que vuelve a ganar. ¿Cuántas etapas lleva?
Treinta desde que debutó en el Tour –a cuatro de la plusmarca de Merckx–
. ¿Y cuántas en esta edición? Contesta su mano levantada: cuatro dedos.
Es el número del día.
Al cuarto en meta, el alemán John Degenkolb, solo le funcionan cuatro dedos de la mano zurda.
El quinto le quedó colgando una fría tarde febrero en Calpe, cuando una
conductora inglesa arremetió contra media docena de corredores del
equipo Giant. Un grito. Y de repente en el suelo. Conmocionado. Con
tanto dolor que ni sabía localizarlo. Se palpó la cabeza, las piernas...
Algo no iba. Entonces lo vio. Le colgaba, casi seccionado,
el dedo índice de la mano zurda. Se desmayó. El doctor Pedro Cavadas,
conocido por darle la vuelta a las amputaciones, le cosió el trozo
tajado. Desde entonces lleva una prótesis que mantiene rígido ese dedo.
Como si hiciera el gesto de una pistola. Así corre. Así, tras meses de
rehabilitación y dudas, ha vuelto a meterse en el fragor de un sprint.
Aún no tiene los mismos dedos que Cavendish, pero el vencedor en 2015 de
la Milán-San Remo y la París-Roubaix ya apunta de nuevo con su «mano
pistola».
Que todo se iba a decidir por cuestión de dedos ya se
sabía en la salida de Montelimar. El viento, la cola del mistral que
tanto ha castigados estos días a pesos pluma como
Quintana y «Purito», silbaba esta vez en contra. Freno invisible pero
eficaz. Este Tour danza al ritmo caprichoso del aire. «En 34 años que
llevo aquí nunca había soplado tanto tiempo», constata Eusebio Unzúe,
incapaz de domar su flequillo. En Montellimar tiene un consuelo. El aire
no sopla de lado. Eso relaja. «Esta etapa es su regalo», agradece
Froome, líder total al que Quintana y Valverde pondrán a prueba en las
inminentes montañas del Jura. «Con el viento en contra te aburres. No
pasan los kilómetros», apunta «Purito», también feliz con el cambio de
aires que se nota en Montelimar.
En esta ciudad del valle del caudaloso Ródano convenció Óscar Pereiro
a sus compañeros de fuga en 2006 para que sacaran cuanto más tiempo
mejor. Cuatro. Cuatro fueron sus aliados: Quinziato,
Voigt, Grivko y Chavanel. Así él, gallego listo, se volvía a meter en la
pelea por un Tour que acabó en su palmarés. En Montelimar lo empezó a
ganar. Diez años después y con el viento como oposición, un ingeniero
francés, Jeremy Roy, se juntó con Elminger, Howes y Benedetti para
escribir la historia de otra fuga. A cuatro manos. El final llegó antes
que la meta. El viento les mantuvo con el agua al cuello todo el día.
Roy y Elminger, los más resistentes, se saludaron a cuatro kilómetros
del Parque de los Pájaros. Se dieron la mano. Despedida.
Detrás, el sol le sacaba reflejos a las uñas de los guepardos.
Los velocistas: Cavendish, al que ya creían viejo. Kittel, el joven que
parecía haberle jubilado. Kristoff, romo en este Tour. Coquard, al que
apodan «el gallo», siempre desplumado. Sagan, omnipresente y con más
posibilidades que una navaja suiza. Y uno que al fin volvía a esa
jauría: Degenkolb. Tres días antes de ser atropellado este invierno en
Calpe, había acudido a Roubaix, a la duchas del viejo velódromo para
colocar la placa con su nombre. El privilegio de los ganadores. Alemania
conocía al heredero de Josef Fisher, el primer vencedor de la
París-Roubaix, en 1896. Degenkolb se había enamorado de esa carrera de
piedra cuando vio en la televisión de un bar francés cómo la ganaba el
belga Tom Boonen en 2008. Flechazo.
Siete años después, el
ganador era él. Su nombre quedaría para siempre en las duchas. Junto a
las leyendas grabadas en los adoquines. Pero no ha podido defender su
título este año. El atropello de Calpe le dejó un dedo colgando. Pasó
por quirófanos de Calpe, Valencia y Alemania. Un velocista necesita
todos los dedos. En los útimos 500 metros también se pedalea con los puños.
«Tuve que aprender de nuevo a frenar y a cambiar de marcha. Perdí todos
mis automatismos», recuerda. También le modificaron las manetas del
manillar. El índice izquierdo, el que apunta tieso, no funciona aún.
Estorba. Cuando controló el efecto psicológico que deja un incidente así
y superó parte de las secuelas físicas, se presentó el 2 de mayo en una
clásica alemana. Solo pretendía ser «otra vez ciclista». No llegó a la
meta, pero se fijó un reto: el Tour. Es ciclista porque lo fue su padre,
que rodó en la Alemania del Este, y porque soñaba con ser como Jan
Ullrich y vestir aquel maillot magenta del equipo T Mobile. No podía
rendirse por un dedo.
Y se atrevió, con su mano metida en la
cartuchera, a saltar al ruedo del sprint que alborotó el Parque de los
Pájaros de Villars les Dombes. Revuelo. Plumas sueltas. Kittel lanzado
por la derecha. Su sombra, Cavendish, saca los espolones y le pega el
tiro de gracia tras un bandazo sin sentido. Kristoff y Sagan no llegan a
esa altura. Cavendish y su cara de pillo levantan cuatro dedos.
A uno por etapa recogida. A su espalda, el cuarto, Degenkolb nota que
cada vez le faltan menos dedos para que la mano que festeja los triunfos
sea la suya. A los velocistas les toca ahora escansar. Vuelve la
montaña, la del Jura, la subida al Gran Colombier y, sobre todo, el
descenso hasta la meta. Otro tipo de vértigo.
Al cuarto en meta, el alemán John Degenkolb, solo le funcionan cuatro dedos de la mano zurda. El quinto le quedó colgando una fría tarde febrero en Calpe, cuando una conductora inglesa arremetió contra media docena de corredores del equipo Giant. Un grito. Y de repente en el suelo. Conmocionado. Con tanto dolor que ni sabía localizarlo. Se palpó la cabeza, las piernas... Algo no iba. Entonces lo vio. Le colgaba, casi seccionado, el dedo índice de la mano zurda. Se desmayó. El doctor Pedro Cavadas, conocido por darle la vuelta a las amputaciones, le cosió el trozo tajado. Desde entonces lleva una prótesis que mantiene rígido ese dedo. Como si hiciera el gesto de una pistola. Así corre. Así, tras meses de rehabilitación y dudas, ha vuelto a meterse en el fragor de un sprint. Aún no tiene los mismos dedos que Cavendish, pero el vencedor en 2015 de la Milán-San Remo y la París-Roubaix ya apunta de nuevo con su «mano pistola».
Que todo se iba a decidir por cuestión de dedos ya se sabía en la salida de Montelimar. El viento, la cola del mistral que tanto ha castigados estos días a pesos pluma como Quintana y «Purito», silbaba esta vez en contra. Freno invisible pero eficaz. Este Tour danza al ritmo caprichoso del aire. «En 34 años que llevo aquí nunca había soplado tanto tiempo», constata Eusebio Unzúe, incapaz de domar su flequillo. En Montellimar tiene un consuelo. El aire no sopla de lado. Eso relaja. «Esta etapa es su regalo», agradece Froome, líder total al que Quintana y Valverde pondrán a prueba en las inminentes montañas del Jura. «Con el viento en contra te aburres. No pasan los kilómetros», apunta «Purito», también feliz con el cambio de aires que se nota en Montelimar.
En esta ciudad del valle del caudaloso Ródano convenció Óscar Pereiro a sus compañeros de fuga en 2006 para que sacaran cuanto más tiempo mejor. Cuatro. Cuatro fueron sus aliados: Quinziato, Voigt, Grivko y Chavanel. Así él, gallego listo, se volvía a meter en la pelea por un Tour que acabó en su palmarés. En Montelimar lo empezó a ganar. Diez años después y con el viento como oposición, un ingeniero francés, Jeremy Roy, se juntó con Elminger, Howes y Benedetti para escribir la historia de otra fuga. A cuatro manos. El final llegó antes que la meta. El viento les mantuvo con el agua al cuello todo el día. Roy y Elminger, los más resistentes, se saludaron a cuatro kilómetros del Parque de los Pájaros. Se dieron la mano. Despedida.
Detrás, el sol le sacaba reflejos a las uñas de los guepardos. Los velocistas: Cavendish, al que ya creían viejo. Kittel, el joven que parecía haberle jubilado. Kristoff, romo en este Tour. Coquard, al que apodan «el gallo», siempre desplumado. Sagan, omnipresente y con más posibilidades que una navaja suiza. Y uno que al fin volvía a esa jauría: Degenkolb. Tres días antes de ser atropellado este invierno en Calpe, había acudido a Roubaix, a la duchas del viejo velódromo para colocar la placa con su nombre. El privilegio de los ganadores. Alemania conocía al heredero de Josef Fisher, el primer vencedor de la París-Roubaix, en 1896. Degenkolb se había enamorado de esa carrera de piedra cuando vio en la televisión de un bar francés cómo la ganaba el belga Tom Boonen en 2008. Flechazo.
Siete años después, el ganador era él. Su nombre quedaría para siempre en las duchas. Junto a las leyendas grabadas en los adoquines. Pero no ha podido defender su título este año. El atropello de Calpe le dejó un dedo colgando. Pasó por quirófanos de Calpe, Valencia y Alemania. Un velocista necesita todos los dedos. En los útimos 500 metros también se pedalea con los puños. «Tuve que aprender de nuevo a frenar y a cambiar de marcha. Perdí todos mis automatismos», recuerda. También le modificaron las manetas del manillar. El índice izquierdo, el que apunta tieso, no funciona aún. Estorba. Cuando controló el efecto psicológico que deja un incidente así y superó parte de las secuelas físicas, se presentó el 2 de mayo en una clásica alemana. Solo pretendía ser «otra vez ciclista». No llegó a la meta, pero se fijó un reto: el Tour. Es ciclista porque lo fue su padre, que rodó en la Alemania del Este, y porque soñaba con ser como Jan Ullrich y vestir aquel maillot magenta del equipo T Mobile. No podía rendirse por un dedo.
Y se atrevió, con su mano metida en la cartuchera, a saltar al ruedo del sprint que alborotó el Parque de los Pájaros de Villars les Dombes. Revuelo. Plumas sueltas. Kittel lanzado por la derecha. Su sombra, Cavendish, saca los espolones y le pega el tiro de gracia tras un bandazo sin sentido. Kristoff y Sagan no llegan a esa altura. Cavendish y su cara de pillo levantan cuatro dedos. A uno por etapa recogida. A su espalda, el cuarto, Degenkolb nota que cada vez le faltan menos dedos para que la mano que festeja los triunfos sea la suya. A los velocistas les toca ahora escansar. Vuelve la montaña, la del Jura, la subida al Gran Colombier y, sobre todo, el descenso hasta la meta. Otro tipo de vértigo.
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