TITULO: LA NOCHE SILLAS,.
foto / No
se por qué habíamos decidido ir a la Bretaña francesa. La excusa de
recorrer en moto el país, me llevaba irremediablemente a un solo lugar, a
ese sueño que durante tanto tiempo había acariciado: Una noche en
París. Pero Román con la guía del Lonely Planet “Bretaña-Normandía” ya
en sus manos, intentó como siempre torcer mi vocación de cinéfila
empedernida y a cambió de su compañía, de cielos estrellados,
transpiradas aventuras y la promesa de dejar para un final feliz la
ciudad del amor, me convenció.
A
cielo abierto iniciamos el viaje por la ruta de los castillos. Dejamos
al viento, a la lluvia, al sol, ser parte de cada gesto, de cada asombro
y sin detenernos me detengo, mientras la marea hace lo suyo y yo
interrumpo este diario de viaje para cumplir mi sueño: el que nunca
había soñado.
¿Cómo
pude perder de vista a Román? No lo se. Tampoco cuando le solté la mano
entre la muchedumbre de turistas y peregrinos, después de saborear
aquel helado de caramelo y mantequilla salada que nunca voy a olvidar.
La ciudadela entonces se convirtió en un laberinto y por un momento
imaginé que un caballero ataviado con armadura, a lomo de caballo,
aparecía detrás de una esquina para salvarme del vértigo que me
producían aquellas calles del Monte Saint Michel.
La
memoria nunca fue mi mejor virtud, sin embargo, mientras me adueñaba
de cada parte de ese inusual paisaje, lo reconocía como si siempre
hubiera estado allí, como si una fuerza extraña se hiciera cargo de cada
uno de mis movimientos y me condujera hasta ese hombre que aparecido
de la nada, me sujetó por la cintura y medio volando, medio a la
rastra, me transportó por las escaleras que conducían a la Abadía.
— ¿Dónde estabas Adonia? ¡Cuántas veces te pedí que no te alejes! ¿Acaso no puedes comprender que debemos estar cerca? —me dijo.
No
tuve fuerzas para preguntarle por qué me llamaba Adonia. Seguramente me
confundía con otra, pero el brillo de sus ojos azules era tan intenso
que cuando liberó su cabeza de esa extraña capucha que la cubría,
tampoco pude negarme a guardar en los míos, el rostro más hermoso que
jamás haya visto. Me dejé conducir. Pero esta vez sin pensar en Román ni
en mi nombre de pila.
Entramos
en una nave románica, simple, austera. Los muros de piedra, entre el
cielo y la tierra, respiraban góticas plegarias, tan húmedas como
nuestros cuerpos, tan silenciosas como el incesante jadeo que
insinuante, asomaba su desvelo sobre el granito rojo de las columnas en
fila.
André,
así se llamaba él, encontró nuestro claustro secreto en un rincón
solitario, sobre el piso frío que se acomodaba a las formas de
nuestros cuerpos desnudos. Creo que allí, entre su lengua sedienta y la
prepotencia de sus caricias, me entregué obediente a mi nueva vida de
religiosa. El hechizo del tiempo hizo el resto.TITULO: VAMOS A LA ESCUELA - El papel del dibujo ,.
fotos / Durante
un tiempo mi vida se convirtió en un péndulo que se movía sin cesar
entre los encuentros clandestinos con André y las obligaciones
religiosas, que poco a poco, me hicieron olvidar mi falta de fe y
encontrar en las oraciones, un refugio peregrino a las contradicciones
de mi nueva vida. Cada puerta, cada rincón de aquel mágico lugar se
convertían en un hechizo para mis pasos, que se adelantaban al sol para
ganarle a los días el trofeo del asombro. Las noches, en cambio, eran
propiedad de mi hacedor, capaz de controlar las mareas de mi cuerpo
atrayendo no solo tempestades, también la avenencia de saciar la lujuria
contenida en la playa somnolienta de su cuerpo. Llegué a pensar en
medio de nuestros apasionados encuentros que el mismo Arcángel San
Miguel había bajado a la tierra para apagar el fuego con sus labios,
coronando aquellos instantes de gloria infinita y temí, después de cada
entrega, que Adonia regresara para exiliar mis gemidos.
La
cocina donde pasaba la mayor parte del tiempo cuando no estaba con
André, era uno de los lugares más alegres de la Abadía, la ventanas
abiertas al tornadizo paisaje del afuera, adobaban los olores del pan
recién horneado con un enjambre de perfumes invisibles y la música…
Allí, hasta el silencio se deslizaba por nuestras gargantas como si un
coro de ángeles delineara en cada nota la misión de nuestros labios.
Será por eso que los monjes elevaban sus ojos al cielo al saborear el
primer bocado del día. Mi especialidad eran los pastelillos de queso de
cabra que se “multiplicaban” sin que yo me diera cuenta, llenando las
bocas de esos sabios hombres de disímiles tormentos, como si las formas
femeninas se hubieran adueñado de la masa para inflar y desinflar sus
instintos antes de ser tragados para siempre. Me acostumbré a reservar
algunos, esconderlos bajo mi hábito hasta que la noche y el vino dulce
los disolvieran en la boca de mi amante.
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