La Taberna de Chana ,.-foto,.
Este lugar es uno de los que suelo visitar cada vez que voy a Madrid por trabajo y la razón de repetir es que me gusta bastante todo lo que tienen. Para tomar el menú lo mejor es ir pronto porque sino la mitad e las cosas ya no quedan. Fuera de Menú tiene unas tostas estupendas y huevos rotos...
Ese restaurante al que vas una vez y no dejas de ir nunca. Para el domingo que sales a comer, la visita a la que invitar a cenar, la celebracion familiar o simplemente unas cañas u un pincho….vaya un acierto para todas las ocasiones. Una carta muy variada, y una seccion especial de tostas (Muy recomendable la de Solomillo.
Fuimos a cenar despues de un dia de trabajo y la verdad que cenamos estupendamente. Tapas,tostas,sopa castellana y un magnifico rabo de toro buenisimo.Y de postre un tarta de manzana casera con dulce de leche.esto fuen en la chana de valdebernardo,pero bueno son la misma empresa.
Estas cuatro tabernas situadas en la zona sureste de Madrid a saber, Valdebernardo, Moratalaz, Vicálvaro y Coslada, tienen gran aceptación y son muy conocidas por la clientela que vive por estas zonas. Las cuatro se adornan con una decoración original que las hace peculiares, mezcla entre Gambrinus y Cañas y Tapas pero que, a la hora de comer, etc,.
TÍTULO: HASTA LOS OJOS ME LLORAN ,.
Lo había imaginado muchas veces, pero nunca pensé que fuera tan profundo el deleite. Aún hoy evoco con nostalgia mi primera vez. Fue un encuentro breve. Cuando la saqué, en un intento de eternizar aquella grata sensación, clavé mi mirada en su rostro femenino. Sus ojos parpadeaban sin decidirse a cegar definitivamente su mirada. Eran unos ojos implorantes, vidriosos, agonizantes y de su boca entreabierta aún manaban susurrantes sus últimos debilitados jadeos. Pensé en perpetuar mi goce volviendo a metérsela con más fuerza, una y otra vez, hasta desfallecer de placer. No lo hice. Dominé mis instintos voluptuosos y decidí alargar la plácida serenidad de aquel momento. Admirar aquel dulce rostro relajado me trasmitía la quietud de un ángel. Me fijé en mi arma: firme, dura, acerada; estaba aún húmeda y enrojecida; debería limpiarla —pensé—, pero la guardé tal y como estaba.
Ahora, treinta años después, esta navaja, con la que perpetré mi primer crimen, es mi mayor tesoro.
Soy
un cobarde. ¿Quién me mandaría a mí ir aquella noche a la aldea? Serán
cosas del demonio, siempre nos empuja a hacer lo que no debemos. ¿Por
qué me contaría mi abuela aquellas historias? “La Santa Compaña se pasea
todas las noches por la aldea de Candelago”. ¡Si yo era sólo un niño!
Desde entonces ese temor a la Compaña sigue vivo en mis entrañas.
Y si la temo, ¿por qué fui en su búsqueda aquella noche? Quizás no quería reconocer que soy un cobarde. Quizás quise demostrarme que no había por qué temerla. Que sólo eran invenciones de mi abuela.
Pero fui. Y fui sin hacer caso a los negros presagios: el orvallo, la bruma, el sol mortecino, y aquella vieja en el camino. Su mirada de hielo. Sentada en la encrucijada, al píe del cruceiro. ¿Por qué se santiguó al verme pasar? ¿Por qué no escapé nada mas toparme con aquella aldea muerta, amortajada entre penumbras?
No estaba habitada ninguna de aquellas casas. Me interné —curioso y temblando de miedo—, en algunas de aquellas ruinas. Entré en aquellas viejas piedras que antaño fueron viviendas. Sus tejados, sus puertas y ventanas también habían huido tras la fuga de sus dueños. En su interior ahora sólo moraban plantas silvestres. Y arañas e insectos. Eran casas diminutas que, observadas en el fondo gris con la que las envolvían las brumas, sugerían ser las moradas de las temidas almas errantes, esas ánimas que se pasean por las noches. Almas en pena que buscan a sus víctimas por las estrechas corredoiras de los bosques cercanos.
Y si la temo, ¿por qué fui en su búsqueda aquella noche? Quizás no quería reconocer que soy un cobarde. Quizás quise demostrarme que no había por qué temerla. Que sólo eran invenciones de mi abuela.
Pero fui. Y fui sin hacer caso a los negros presagios: el orvallo, la bruma, el sol mortecino, y aquella vieja en el camino. Su mirada de hielo. Sentada en la encrucijada, al píe del cruceiro. ¿Por qué se santiguó al verme pasar? ¿Por qué no escapé nada mas toparme con aquella aldea muerta, amortajada entre penumbras?
No estaba habitada ninguna de aquellas casas. Me interné —curioso y temblando de miedo—, en algunas de aquellas ruinas. Entré en aquellas viejas piedras que antaño fueron viviendas. Sus tejados, sus puertas y ventanas también habían huido tras la fuga de sus dueños. En su interior ahora sólo moraban plantas silvestres. Y arañas e insectos. Eran casas diminutas que, observadas en el fondo gris con la que las envolvían las brumas, sugerían ser las moradas de las temidas almas errantes, esas ánimas que se pasean por las noches. Almas en pena que buscan a sus víctimas por las estrechas corredoiras de los bosques cercanos.
El capitán Alatriste es contratado para un trabajo donde se necesitan sus servicios como espadachín a sueldo. Es citado en una extraña casa abandonada y entrevistado por dos sujetos enmascarados (Luis de Alquézar y el Conde de Olivares) quienes le señalan que existen dos viajeros ingleses, cuyo nombre no interesa, que merecen recibir un escarmiento antes de que lleguen a la embajada inglesa, que es su destino final. Las instrucciones son hacer que parezca un robo pero, bajo ningún motivo, matarlos. Al retirarse el enmascarado principal (Olivares), aparece fray Emilio Bocanegra, quien cambia las órdenes y señala que se deben eliminar a los ingleses por ser herejes. Alatriste no recibe de buen ánimo las nuevas instrucciones y se mantiene receloso, a diferencia del segundo espadachín contratado (Malatesta) quien manifiesta estar de acuerdo en matar a los ingleses.
El día de la llegada de los ingleses, Alatriste y Malatesta esperan a los ingleses en una calle de Madrid y al atacarlos estos ponen resistencia. Cae uno herido lo que causa que el otro inglés arriesgue su vida y lo proteja desesperadamente pidiendo cuartel. Este hecho hizo saltar las reservas de Alatriste quien se enfrenta a Malatesta para evitar que éste mate a los ingleses. Ahuyentado Malatesta (quien dejó en claro que se iban a volver a encontrar), Alatriste lleva a los ingleses a la casa del conde de Guadalmedina para que le ayude. Allí se entera que el inglés herido era el príncipe Carlos de Gales y futuro rey de Inglaterra y el otro caballero era el duque de Buckingham, quienes venían a España para solicitar al rey la mano de la infanta María, hermana de Felipe IV.
Se decide dejar oculto el incidente y la visita de estado del príncipe de Gales quien agradeció a Alatriste por su ayuda y le ofreció su apoyo. Sin embargo, el rey Felipe IV no tenía ningún interés en concertar el matrimonio de su hermana con Carlos de Inglaterra por lo que se dedica a darle largas hasta que el inglés se canse de la situación y regrese a su país.
Mientras tanto, Bocanegra y Alquézar deciden deshacerse de Alatriste y mandan a Martin Saldaña a buscarlo, le llevan a un sitio abandonado a las afueras de Madrid y le someten a juicio para averiguar si les ha implicado en algo y para saber el motivo de su renuncia a la verdadera religión. Al finalizar la entrevista dejan libre a Alatriste y le dicen que el castigo vendrá de Dios y no de ellos.
Cuando Alatriste sale del recinto precavido se encuentra su espada viniendo por los aires y a Iñigo dejándose el hombro en cada tiro de pistola contra tres hombres.
Pasan varios dias y acuden a ver una reposición de Lope de Vega en el Corral del Príncipe. Donde se representaba la obra, Alatriste descubre varios sicarios que se le acercaban. La lucha se entabla y Alatriste cuenta con la gran ayuda de Francisco de Quevedo, quien lo ayuda a batirse con los cuatro sicarios. Ante el escándalo y, reconociendo a Alatriste, Buckingham y Carlos de Inglaterra, que se encontraban en el palco real junto al rey, señalan tener una deuda de vida con Alatriste y acuden a su ayuda.
Alatriste acaba la velada en la cárcel de Corte y por la mañana acude al Alcazar Real y se cuadra frente al hombre que podía matarle solo con un gesto de su mano, el Conde Duque de Olivares. Después de una conversación intensa, Alatriste queda libre y mientras, en las puertas Íñigo mantiene una conversación con Malatesta en la que jura que algún día matará al Capitán.
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