El naufragio de Europa,. foto
La UE debe asumir que la emigración es su principal problema y actuar ya,.
L as fotos —distribuidas ayer por Reuters— de un niño de dos o tres años, muerto en una playa de la localidad turca de Bodrum y poco después recogido en brazos por un policía turco, sacudieron ayer todas las conciencias de Europa y del mundo y agitaron las redacciones de los medios y las redes sociales. El niño formaba parte de un grupo de refugiados que huían de la guerra de Siria e intentaban llegar a la isla griega de Kos; murieron 12 de ellos, de los que cinco eran menores de edad.Las imágenes son la gota que colma el vaso del gravísimo problema de los refugiados que llegan a Europa huyendo de las guerras de Siria e Irak, o de los emigrantes que buscan una vida mejor, lastrados por la pobreza o la violencia. Más de 300.000 personas han desembarcado en las costas europeas en lo que va de año y varios miles de cadáveres han quedado por el camino. Hasta ayer, las fotos que se publicaban eran dramáticas: ahora, el cuerpo sin vida de la criatura sobre la arena de la playa -que este periódico ha decidido no publicar por su extrema crudeza- ha recordado que hemos llegado a un punto límite. Son los niños los que más sufren las guerras y la pobreza. Según Unicef, un tercio de los refugiados que buscan cobijo en Europa son mujeres y niños y ya hay más de dos millones de refugiados por la crisis siria que son menores de edad.
La tragedia, unida a la de hace pocos días en Austria, llevó a la diputada laborista Yvette Cooper a decir que “cuando hay gente que se ahoga en camiones y llegan cuerpos de niños a la orilla, Reino Unido tiene que actuar”. En las redes sociales turcas surgió un hashtag (=kiyiyavuraninsalik), que significa “la humanidad se estrella en la costa”. Un titular muy explícito que pone de manifiesto que la UE, que nació para defender la paz y la solidaridad y que supo organizar el Estado de bienestar, no es capaz de afrontar el mayor problema que tiene ante sí; que Europa está naufragando frente a la emigración.
Durante todo el verano se ha planteado el debate en términos que enfrentan la seguridad con la solidaridad. Pero hasta la fecha, los principales líderes europeos no parecen haberse dado cuenta de que no se trata de buscar soluciones coyunturales levantando vallas o distribuyendo fondos a los que creen centros de acogida. El problema es mucho mayor y exige soluciones globales, estructurales y que lleguen hasta la raíz. Es el momento de hacer una reflexión profunda sobre el papel que tiene que jugar la UE frente a los millones de personas que buscan la tierra prometida.
Lo primero que deben hacer los políticos es reconocer esta dimensión y decir en voz alta que la oleada de emigrantes obliga a soluciones nuevas y ambiciosas. Y no hay remedio posible si no se hace el diagnóstico correcto. Es imprescindible que una cumbre de líderes europeos —y no solo los ministros de Interior y Justicia citados el próximo día 14— valore la situación y actúe lo antes posible a corto y medio plazo, con medidas económicas y geoestratégicas para llegar hasta las causas del problema. Europa puede reencontrar su camino y parte de la legitimidad y el liderazgo global perdidos si es capaz de afrontar este desafío. Es la única salida posible.
TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO - LA CARTA DE LA SEMANA -FELIZ NAVIDAD,.
Que bonita es la navidad para estar con la familia y decir feliz navidad,. foto
He estado releyendo El fin de la historia y el último hombre (1992),
de Francis Fukuyama, uno de los libros más influyentes y perversos de
las últimas décadas, recibido en su día como una suerte de evangelio
negro por las élites del mundialismo. La tesis central del libro
es sobradamente conocida: derrotadas las ideologías que en otro tiempo
se atrevieron a disputarle la supremacía, la democracia liberal
está llamada irreversiblemente a convertirse en la única forma de
gobierno posible. A juicio de Fukuyama, el capitalismo liberal ha
demostrado ser más eficiente y dinámico que cualquier otro sistema
político y económico; y, sobre todo, ha demostrado que la actividad
económica puede convertirse en la actividad primordial del hombre, en
volandas del desarrollo técnico y científico, que para Fukuyama es una
«base moral» capaz de sustituir a la religión. La ausencia de conflictos bélicos o ideológicos nos conducirá, en fin, a una globalización inevitable
que convertirá a los Estados en reminiscencias de otra época, tal vez
subsistentes en un plano nominal, pero amalgamados en cualquier caso en
un Nuevo Orden Mundial.
Hasta aquí la tesis política propuesta por Fukuyama. Pero detrás de toda tesis política subyace una concepción antropológica; y la de Fukuyama es, en verdad, aberrante. Imagina a un hombre amputado de necesidades espirituales, un hombre sin metafísica, satisfecho con los logros técnicos y científicos y sólo preocupado por saciar sus deseos; un hombre que, habiendo abandonado las grandes causas que en otras épocas provocaron guerras y revoluciones, ya no tendrá motivo alguno por el que arriesgar su vida. Un hombre, en fin, muy semejante al que avizorase Tocqueville en su magna obra La democracia en América, obsesionado con «procurarse placeres ruines y vulgares» y sobre el cual se yergue un poder tutelar que lo pastorea paternalmente, como miembro de un «rebaño de animales». Fukuyama no tiene la altura de pensamiento de Tocqueville y mucho menos su sana concepción antropológica; pero no se recata de describir, en un alarde de sinceridad, a los hombres del final de la historia: «En otras palabras, volverán a ser animales, como lo eran antes del combate sangriento con que comenzó la historia. Un perro se siente satisfecho con dormir todo el día al sol con tal de que lo alimenten, porque no está insatisfecho con lo que es. No le preocupa que otros perros lo pasen mejor que él o que su carrera como perro se haya estancado, o de que en distintos lugares del mundo se oprima a los perros. Si el hombre alcanza una sociedad en la cual se haya conseguido abolir la injusticia, su vida llegará a parecerse a la del perro».
Esta vida animal que Fukuyama avizora como destino final del hombre está expuesta, sin embargo, a peligros: «Cabe sospechar -continúa- que algunos [hombres] no se sentirán satisfechos hasta que se pongan a prueba a sí mismos con el mismo acto que afirmó su humanidad al principio de la historia: desearán arriesgar la vida en un combate violento y con ello demostrar que son libres. Buscarán deliberadamente la incomodidad y el sacrificio, porque el dolor será el único modo que tendrán para demostrar definitivamente que pueden pensar bien de sí mismos, que siguen siendo seres humanos». Fukuyama no entiende que detrás de esa búsqueda deliberada de «la incomodidad y el sacrificio» puede haber necesidades espirituales mucho más necesarias para vivir que las satisfacciones materiales que su divinizada democracia liberal ofrece para animalizar a los hombres; pero de algún brumoso y enmarañado modo intuye que la vida de perros satisfechos y despreocupados que nos augura no acabe de gustarnos del todo.
Cabe preguntarse, sin embargo, si esa vida animalesca que Fukuyama avizora no es ya nuestra propia vida. ¿No somos acaso nosotros mismos animales satisfechos en los que la propaganda ha inculcado una serie de reflejos condicionados? ¿No somos acaso nosotros mismos un rebaño plenamente sumiso a todo tipo de manipulaciones, incapaz de reflexiones profundas que nos permitan taladrar el velo de los pensamientos condicionados? ¿No somos acaso nosotros mismos loritos que, creyendo expresar su opinión, no hacen sino repetir las opiniones prefabricadas por los medios de adoctrinamiento de masas? ¿No somos nosotros mismos perros satisfechos que ya no se plantean preguntas metafísicas, que ya ni siquiera las conciben, que miran con escándalo y aversión al que se atreve a concebirlas y plantearlas? ¿No somos nosotros mismos, en fin, la humanidad animalizada y dúctil soñada por el mundialismo?
Hasta aquí la tesis política propuesta por Fukuyama. Pero detrás de toda tesis política subyace una concepción antropológica; y la de Fukuyama es, en verdad, aberrante. Imagina a un hombre amputado de necesidades espirituales, un hombre sin metafísica, satisfecho con los logros técnicos y científicos y sólo preocupado por saciar sus deseos; un hombre que, habiendo abandonado las grandes causas que en otras épocas provocaron guerras y revoluciones, ya no tendrá motivo alguno por el que arriesgar su vida. Un hombre, en fin, muy semejante al que avizorase Tocqueville en su magna obra La democracia en América, obsesionado con «procurarse placeres ruines y vulgares» y sobre el cual se yergue un poder tutelar que lo pastorea paternalmente, como miembro de un «rebaño de animales». Fukuyama no tiene la altura de pensamiento de Tocqueville y mucho menos su sana concepción antropológica; pero no se recata de describir, en un alarde de sinceridad, a los hombres del final de la historia: «En otras palabras, volverán a ser animales, como lo eran antes del combate sangriento con que comenzó la historia. Un perro se siente satisfecho con dormir todo el día al sol con tal de que lo alimenten, porque no está insatisfecho con lo que es. No le preocupa que otros perros lo pasen mejor que él o que su carrera como perro se haya estancado, o de que en distintos lugares del mundo se oprima a los perros. Si el hombre alcanza una sociedad en la cual se haya conseguido abolir la injusticia, su vida llegará a parecerse a la del perro».
Esta vida animal que Fukuyama avizora como destino final del hombre está expuesta, sin embargo, a peligros: «Cabe sospechar -continúa- que algunos [hombres] no se sentirán satisfechos hasta que se pongan a prueba a sí mismos con el mismo acto que afirmó su humanidad al principio de la historia: desearán arriesgar la vida en un combate violento y con ello demostrar que son libres. Buscarán deliberadamente la incomodidad y el sacrificio, porque el dolor será el único modo que tendrán para demostrar definitivamente que pueden pensar bien de sí mismos, que siguen siendo seres humanos». Fukuyama no entiende que detrás de esa búsqueda deliberada de «la incomodidad y el sacrificio» puede haber necesidades espirituales mucho más necesarias para vivir que las satisfacciones materiales que su divinizada democracia liberal ofrece para animalizar a los hombres; pero de algún brumoso y enmarañado modo intuye que la vida de perros satisfechos y despreocupados que nos augura no acabe de gustarnos del todo.
Cabe preguntarse, sin embargo, si esa vida animalesca que Fukuyama avizora no es ya nuestra propia vida. ¿No somos acaso nosotros mismos animales satisfechos en los que la propaganda ha inculcado una serie de reflejos condicionados? ¿No somos acaso nosotros mismos un rebaño plenamente sumiso a todo tipo de manipulaciones, incapaz de reflexiones profundas que nos permitan taladrar el velo de los pensamientos condicionados? ¿No somos acaso nosotros mismos loritos que, creyendo expresar su opinión, no hacen sino repetir las opiniones prefabricadas por los medios de adoctrinamiento de masas? ¿No somos nosotros mismos perros satisfechos que ya no se plantean preguntas metafísicas, que ya ni siquiera las conciben, que miran con escándalo y aversión al que se atreve a concebirlas y plantearlas? ¿No somos nosotros mismos, en fin, la humanidad animalizada y dúctil soñada por el mundialismo?
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