TITULO: EL SILENCIO POR FAVOR - DESAYUNO - CENA - DOMINGO - LUNES - TERRA INCOGNITA - DAVID GISTAU,.
foto, TERRA INCOGNITA - DAVID GISTAU,.
Siempre fui lector de novelas de
aventuras. Y también un admirador de los exploradores. Soy consciente de
que, al decir ‘exploradores’, casi todos los lectores, ahormados por la
cultura sajona, pensarán en aguerridos nobles victorianos tocados con
un sombrero salacot que luchan con pigmeos y descubren fuentes del Nilo y
en su casa de campo en Essex son atendidos por un mayordomo indio que
combatió a su lado en el Khyber e igual hasta les salvó la vida. Pero
los exploradores que yo admiro son los de la Conquista, desde Núñez de
Balboa a Hernán Cortés, pasando por Cabeza de Vaca y sus once años entre
los semínolas. Autores españoles de hazañas sin parangón que fueron
sepultadas en el olvido por la relación traumática que los españoles
tenemos con nuestra historia, por la hegemonía cultural sajona e incluso
por la aceptación de las diferentes «leyendas negras» con las que los
enemigos del Imperio agredieron, en tiempo de guerra, la impronta
española a través de los siglos.
Pero el artículo no va de eso. Va de mi fascinación por el concepto de terra incognita: esa
zona sombreada de los mapas antiguos, pletórica de misterios, que
aguardaba a que alguien la explorara y cartografiara. Los hombres
saltaron al espacio cuando descubrieron que tenían todos los mapas
terrestres terminados y su espíritu no se resignaba a vivir sin ninguna terra incognita.
En los viajes que uno hace, el margen de exploración es escaso. Al
menos, los que uno hace por carretera, entre Castilla y el Cantábrico,
por Extremadura y Andalucía, con pocas posibilidades de toparse con la
terrible tribu de los reductores de cabezas. Como mucho hay harpías y
circes dudosas, anunciadas por tremendos fogonazos de neón que tampoco
son tan tentadores como para andar atándose al mástil. No. El destino no
puso a nuestro alcance ninguna terra incognita. De hecho, ya
se trate del teléfono móvil o del navegador del coche, resulta que
tenemos a nuestra disposición un acopio instantáneo de la cartografía
mundial que ya lo habría querido Magallanes. No voy a insistir en la
traslación matrimonial que constituye la obediencia a la voz femenina
del GPS, que se conoce cada curva, cada bar, cada tramo de autopista
sometido a peaje y que, además, impone su criterio con una reiteración a
la cual somos vulnerables por nuestra costumbre de resignación a la
autoridad. Algún día rematará el GPS una orden llamándonos «imbécil» y
será como no haber salido de casa. Pero lo que pretendo hacer notar es
el escaso margen de incertidumbre y aventura que nos deja el navegador
al iniciar un viaje. Es tan desolador como todas las demás rendiciones
domésticas.
Por eso, he tomado una decisión temeraria. ¡No actualizaré el
navegador! Esto es vivir como en una saga nórdica, ¿eh?, cuántas
emociones. Ni siquiera se trata del enorme placer que puede procurar
dejar sin saber qué decir, por primera vez, a la engorrosa voz del GPS.
Se trata de algo más profundo. Hace poco, viajé por carretera a
Andalucía por primera vez desde que terminaron el nuevo tramo de
Despeñaperros -el tramo con el que se han cargado el mérito de cruzar
Despeñaperros con una lentitud propicia al asalto por bandoleros: ahora
no hay ya siquiera sensación de Despeñaperros-. El caso es que mi
navegador no conocía esta obra, me quería llevar por la carretera
antigua y se volvió loco. Se desacompasó con el coche, temió que
estuviéramos perdidos o muertos y, de repente, fundió la pantalla en una
enorme mancha azul sobre la cual, errática, parpadeaba una flechita
(nosotros). Mi copiloto no entendió que yo estallara en carcajadas. Tuve
que explicarle que, donde él veía un navegador sin actualizar, yo veía
otra cosa mucho más hermosa: un mapa confesando una terra incognita. Una zona sombreada.
Algo en lo que acaso fuéramos los primeros hombres blancos en entrar:
«Ahora sí que pueden terminar nuestras barbas puestas a secar en la
cúspide de una pirámide azteca», le dije. «No tengo barba, papá, tengo
siete años», me contestó, algo asustado.
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