El autor de «Me hallará la muerte» tiene la costumbre de decir lo que piensa y arrostrar las consecuencias, como en esta entrevista de casi dos horas celebrada en ABC,.foto
-foto - Juan Manuel de Prada (Baracaldo, 1970, aunque, como siemper
se encarga de recalcar, pasó su infancia y adolescencia en Zamora) es
un hombre paradójico. Tiene la costumbre de decir lo que piensa, y de
escribirlo, y arrostrar las consecuencias: jamás deja indiferente. Como
cuando asegura, en una entrevista de casi dos horas celebrada en ABC,
contra la opinión dominante: «Internet es la muerte de nuestra vida. Es
la muerte de todo».
Alto y grueso, como si en su figura y en su ir por libre
quisiera emular a Orson Welles, tiene un rostro agraciado y las manos
finas, de un artesano de la literatura que lleva a gala su condición de
católico empeñado en dar testimonio contra viento y marea. Dejó pasar
cinco años entre «El séptimo velo» y «Me hallará la muerte», la novela
que publicó en el último tramo de 2012. Su título se sirve de un verso
del Cara al sol, el himno falangista, no en vano narra las peripecias de
un hombre que se reinventó en la División Azul. Desde que debutara con
su singular «Coños», De Prada siempre ha dado mucho que leer y mucho que
hablar con novelas como «Las máscaras del héroe» (premio Ojo Crítico de
Radio Nacional de España) o «La tempestad» (premio Planeta), sus
columnas en ABC (ha ganado los premios de periodismo Mariano de Cavia,
que otorga este periódico) y el César González Ruano, y sus apariciones
en radio y televisión. Pero dice estar cansado de tanta exposición
pública: «Soy una persona mucho más misántropa y retraída de lo que
mucha gente pueda suponer».
¿Por qué escribe novelas?
«En los novelistas hay algo de niño desmedrado, monstruoso»
¿Cuando
habla de una supervivencia de la niñez se refiere a recuperar aquella
emoción de cuando leía las novelas por primera vez, de contarlas y
contárselas?
No. Se dice que la novela es un género de madurez, y esto
es verdad, porque solamente cuando eres maduro puedes... Del mismo modo
que la poesía es un género de intuiciones, de deslumbramientos, de
epifanías, la novela es un género de decantaciones, del poso que la vida
te va dejando, que requiere una destilación de la propia vida. Pero al
mismo tiempo creo que el escritor de novelas mantiene una visión
infantil de la vida, en el sentido de que la capacidad para hacer
abstracción de nuestras impresiones de la vida es propia de la edad
adulta. Cuando somos niños nos limitamos a vivir. Y a experimentar la
vida a través de las percepciones, no de elaboraciones abstractas que
hacemos. Por eso yo creo que escribir novelas en un tiempo que exige más
otro tipo de géneros, más pegados a la realidad, tiene algo de
supervivencia infantil.
¿Cada
novela forma parte de un plan creador o surgen al albur del deseo, las
experiencias, las lecturas, las sorpresas de la vida?
Totalmente. Totalmente. Las obras yo creo que van madurando
con uno mismo y se van gestando al hilo de la vida. Nacen como por
generación espontánea, pero en realidad son como las hierbas en el
campo, que el viento las trae. Siempre hay algo que te trae una
historia. Hay que estar abierto a ello, brindándote a ello. Pero siempre
acude a ti de forma imprevista, impremeditada. Y luego sí, lo que hay
que hacer es esa labor de acompañamiento, de ayudar a esa gestación. Hay
muchos abortos en el camino. Antes de escribir esta novela pensé en
otras posibles ideas, hasta que llegó un momento en que me di cuenta de
que no era la historia que yo quería contar, al menos en ese momento. Y
se te acaba imponiendo una historia que es la que te va arrastrando. Es
un proceso que a veces dura muchos años. Yo a veces he escrito libros
que tenía pensados, o al menos concebidos, diez años antes. Y otras en
cambio se te imponen de forma más rápida. Eso depende.
¿Por
qué sigue siendo la novela un artefacto artístico necesario e
insustituible en un supermercado cultural tan lleno de atracciones?
Yo no tengo tan claro que sea insustituible, eh.
¿Podría entonces ser prescindible?
«La novela es perfectamente sustituible»
Pero
en esta novela sin embargo hay una resistencia, porque aparte de
trepidación tiene también entretenimiento, voluntad estética, ideas, un
trasfondo histórico, una filosofía detrás. Es una novela que sin
renunciar a los instrumentos que hacen a la novela atractiva y que
arrastran al lector, es también una novela de ideas.
«Nuestras grandes virtudes terminan siendo nuestros defectos»
TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA,UNA HISTORIA DE ESPAÑA ( XXIX ),
- Pues ahí estábamos, ahora con Felipe III. Y de momento, la inmensa máquina militar y diplomática española seguía teniendo al mundo ...foto,.Pues ahí estábamos, ahora con Felipe III. Y de momento, la inmensa máquina militar y diplomática española seguía teniendo al mundo agarrado por las pelotas, había pocas guerras -se firmó una tregua con las provincias rebeldes de Holanda-, y el dinero fácil de América seguía dándonos cuartelillo. El problema era ese mismo oro: llegaba y se iba con idéntica rapidez, a la española, sin cuajar en riqueza real ni futura. Inventar cosas, crear industrias avanzadas, investigar modernidades, traía problemas con la Inquisición (lo escribió Cervantes: «llevan a los hombres al brasero / y a las mujeres a la casa llana»). Así que, como había viruta fresca, todo se compraba fuera. La monarquía, fiando en las flotas de América, se entrampaba con banqueros genoveses que nos sacaban el tuétano. Ingleses, franceses y holandeses, enemigos como eran, nos vendían todo aquello que éramos incapaces de fabricar aquí, llevándose lo que los indios esclavizados en América sacaban de las minas y nuestros galeones traían esquivando temporales y piratas cabroncetes. Pero ni siquiera eso beneficiaba a todos, pues el comercio americano era monopolizado por Castilla a través de Sevilla, y el resto de España no se comía una paraguaya. Por otra parte, a Felipe III le iban la marcha y el derroche: era muy de fiestas, saraos y regalos espléndidos. Además, la diplomacia española funcionaba a base de sobornar a todo cristo, desde ministros extranjeros hasta el papa de Roma. Eso movía un tinglado enorme de dinero negro, inmenso fondo de reptiles donde los más listos -nada nuevo hay bajo el sol- no vacilaron en forrarse. Uno de ellos fue el duque de Lerma, valido del rey, tan incompetente y trincón que luego, al jubilarse, se hizo cura -cardenal, claro, no cura de infantería- para evitar que lo juzgaran y ahorcaran por sinvergüenza. Ese pavo, con la aprobación del monarca, instauró un sistema de corrupción general que marcó estilo para los siglos siguientes. Baste un ejemplo: la corte de Felipe III se trasladó dos veces, de Madrid a Valladolid y de vuelta a Madrid, según los sobornos que Lerma recibió de los comerciantes locales, que pretendían dar lustre a sus respectivas ciudades. Para hacernos idea del paisaje vale un detallito económico: en un país lleno de nobles, hidalgos, monjas y frailes improductivos, donde al que de verdad trabajaba -lo mismo esto les suena- lo molían a impuestos, Hacienda ingresaba la ridícula cantidad de diez millones de ducados anuales; pero la mitad de esa suma era para mantener el ejército de Flandes, mientras la deuda del Estado con banqueros y proveedores guiris alcanzaba la cifra escalofriante de setenta millones de mortadelos. Aquello era inviable, como al cabo lo fue. Pero como en eso de darnos tiros en el propio pie los españoles nunca tenemos bastante, aún faltaba la guinda que rematara el pastel: la expulsión de los moriscos. Después de la caída de Granada, los moros vencidos se habían ido a las Alpujarras, donde se les prometió respetar su religión y costumbres. Pero ya se lo pueden ustedes imaginar: al final se impuso bautizo y tocino por las bravas, bajo supervisión de los párrocos locales. Poco a poco les apretaron las tuercas, y como buena parte conservaba en secreto su antigua fe mahometana, la Inquisición acabó entrando a saco. Desesperados, los moriscos se sublevaron en 1568, en una nueva y cruel guerra civil hispánica donde corrió sangre a chorros, y en la que (pese al apoyo de los turcos, e incluso de Francia) los rebeldes y los que pasaban por allí, como suele ocurrir, se llevaron las del pulpo. Siguió una dispersión de la peña morisca; que, siempre zaherida desde los púlpitos, nunca llegó a integrarse del todo en la sociedad cristiana dominante. Sin embargo, como eran magníficos agricultores, hábiles artesanos, gente laboriosa, imaginativa y frugal, crearon riqueza donde fueron. Eso, claro, los hizo envidiados y odiados por el pueblo bajo. De qué van estos currantes moromierdas, decían. Y al fin, con el pretexto -justificado en zonas costeras- de su connivencia con los piratas berberiscos, Felipe III decretó la expulsión. En 1609, con una orden inscrita por mérito propio en nuestros abultados anales de la infamia, se los embarcó rumbo a África, vejados y saqueados por el camino. Con la pérdida de esa importante fuerza productiva, el desastre económico fue demoledor, sobre todo en Aragón y Levante. El daño duró siglos, y en algunos casos no se reparó jamás. Pero ojo. Gracias a eso, en mi libro escolar de Historia de España (nihil obstat de Vicente Tena, canónigo) pude leer en 1961: «Fue incomparablemente mayor el bien que se proporcionó a la paz y a la religión».
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