domingo, 27 de julio de 2014

EL BLOC DEL CARTERO, FORMAS DE VIDA, / LA CARTA DE LA SEMANA, UNA HISTORIA DE ESPAÑA ( XXIX ),.

TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO,FORMAS DE VIDA,.

El autor de «Me hallará la muerte» tiene la costumbre de decir lo que piensa y arrostrar las consecuencias, como en esta entrevista de casi dos horas celebrada en ABC,.foto

-foto - Juan Manuel de Prada (Baracaldo, 1970, aunque, como siemper se encarga de recalcar, pasó su infancia y adolescencia en Zamora) es un hombre paradójico. Tiene la costumbre de decir lo que piensa, y de escribirlo, y arrostrar las consecuencias: jamás deja indiferente. Como cuando asegura, en una entrevista de casi dos horas celebrada en ABC, contra la opinión dominante: «Internet es la muerte de nuestra vida. Es la muerte de todo».
Alto y grueso, como si en su figura y en su ir por libre quisiera emular a Orson Welles, tiene un rostro agraciado y las manos finas, de un artesano de la literatura que lleva a gala su condición de católico empeñado en dar testimonio contra viento y marea. Dejó pasar cinco años entre «El séptimo velo» y «Me hallará la muerte», la novela que publicó en el último tramo de 2012. Su título se sirve de un verso del Cara al sol, el himno falangista, no en vano narra las peripecias de un hombre que se reinventó en la División Azul. Desde que debutara con su singular «Coños», De Prada siempre ha dado mucho que leer y mucho que hablar con novelas como «Las máscaras del héroe» (premio Ojo Crítico de Radio Nacional de España) o «La tempestad» (premio Planeta), sus columnas en ABC (ha ganado los premios de periodismo Mariano de Cavia, que otorga este periódico) y el César González Ruano, y sus apariciones en radio y televisión. Pero dice estar cansado de tanta exposición pública: «Soy una persona mucho más misántropa y retraída de lo que mucha gente pueda suponer».
¿Por qué escribe novelas?
Pues fíjese, yo creo que es una supervivencia de la niñez. De hecho he estado tres años sin escribir novela y he llegado a pensar que no volvería a escribir novela. Yo creo que la novela tiene algo que ver evidentemente con la imaginación, eso por supuesto, pero también con una supervivencia infantil, una necesidad de crear mundos distintos al tuyo, una insatisfacción con el mundo en el que vives o con la vida que llevas, o con las cosas que te rodean. Creo que tiene que ver con eso. Porque yo sí que pensé que pasado un momento de madurez literaria y personal dejaría de interesarme escribir novelas, y de hecho llegué a creer que así podría ser. Pero el caso es que no. Es difícil, es difícil. Yo creo que en los novelistas hay algo de niño desmedrado, de niño monstruoso. Y creo que hay un descolocamiento en el mundo, una insatisfacción con la vida que tienes, con la vida que te ha tocado en suerte. Algo de eso tiene que ser.
¿Cuando habla de una supervivencia de la niñez se refiere a recuperar aquella emoción de cuando leía las novelas por primera vez, de contarlas y contárselas?
No. Se dice que la novela es un género de madurez, y esto es verdad, porque solamente cuando eres maduro puedes... Del mismo modo que la poesía es un género de intuiciones, de deslumbramientos, de epifanías, la novela es un género de decantaciones, del poso que la vida te va dejando, que requiere una destilación de la propia vida. Pero al mismo tiempo creo que el escritor de novelas mantiene una visión infantil de la vida, en el sentido de que la capacidad para hacer abstracción de nuestras impresiones de la vida es propia de la edad adulta. Cuando somos niños nos limitamos a vivir. Y a experimentar la vida a través de las percepciones, no de elaboraciones abstractas que hacemos. Por eso yo creo que escribir novelas en un tiempo que exige más otro tipo de géneros, más pegados a la realidad, tiene algo de supervivencia infantil.
¿Cada novela forma parte de un plan creador o surgen al albur del deseo, las experiencias, las lecturas, las sorpresas de la vida?
Totalmente. Totalmente. Las obras yo creo que van madurando con uno mismo y se van gestando al hilo de la vida. Nacen como por generación espontánea, pero en realidad son como las hierbas en el campo, que el viento las trae. Siempre hay algo que te trae una historia. Hay que estar abierto a ello, brindándote a ello. Pero siempre acude a ti de forma imprevista, impremeditada. Y luego sí, lo que hay que hacer es esa labor de acompañamiento, de ayudar a esa gestación. Hay muchos abortos en el camino. Antes de escribir esta novela pensé en otras posibles ideas, hasta que llegó un momento en que me di cuenta de que no era la historia que yo quería contar, al menos en ese momento. Y se te acaba imponiendo una historia que es la que te va arrastrando. Es un proceso que a veces dura muchos años. Yo a veces he escrito libros que tenía pensados, o al menos concebidos, diez años antes. Y otras en cambio se te imponen de forma más rápida. Eso depende.
¿Por qué sigue siendo la novela un artefacto artístico necesario e insustituible en un supermercado cultural tan lleno de atracciones?
Yo no tengo tan claro que sea insustituible, eh.
¿Podría entonces ser prescindible?
Yo creo que la novela, tal como ha evolucionado, es decir, la novela de puro entretenimiento tal como se concibe hoy, para un público que ya no busca en las novelas ni una interpretación del mundo, ni una satisfacción de índole estética, sino trepidación y entretenimiento en el sentido, entre comillas, más plebeyo, yo creo que sí, que la novela es perfectamente sustituible, y creo que está siendo sustituida. Yo pienso que el auge de las series televisivas, por ejemplo, discurre en paralelo al ocaso de la novela. Sospecho que la novela está en crisis. Puede que me falten elementos, porque estas cosas solo las puede uno decir cuando tiene una perspectiva larga. Pero las posibilidades de que sea sustituida son muy grandes.
Pero en esta novela sin embargo hay una resistencia, porque aparte de trepidación tiene también entretenimiento, voluntad estética, ideas, un trasfondo histórico, una filosofía detrás. Es una novela que sin renunciar a los instrumentos que hacen a la novela atractiva y que arrastran al lector, es también una novela de ideas.
Yo creo que soy un poco anticuado escribiendo, en el sentido bueno de la palabra (a lo mejor también en el malo). Pero sí, sigo pensando que la novela es un instrumento para elucidar o para descifrar o para interpretar el mundo, y es un instrumento para conocer el alma humana, ¿no? Yo la novela la concibo así, y cada vez más. Y de esa voluntad estética de la que habla en mi juventud era mucho más marcada. Hoy en día mi preocupación no es excesiva. Un amigo que me corrigió la novela en galeradas me señaló muchas repeticiones de palabras que en otra época me hubieran puesto de los nervios y ahora mismo no pasa nada. Más que voluntad estética lo que sí creo es que el escritor es un médium de la palabra: coge palabras que en sí mismo son inertes y les tiene que dar vida, que trasfundir su propia sangre, y para eso el escritor tiene que estar presente en esas palabras, tiene que dejarse su alma distintiva, intransferible, en lo que escribe, de ahí que más que una voluntad estética creo que hay una voluntad de que las palabras que broten de mí sean unas palabras mías, en el sentido de darles un tono, una respiración especial. Pero no es una cosa buscada de forma artificiosa ni fruto de un rebuscamiento o impostación, es algo natural. En cambio lo otro sí es una búsqueda consciente, y un gran reto que yo me planteé. Cuando era joven me di cuenta de que tenía una cierta facilidad verbal, digámoslo así, y admiraba mucho a los escritores con facilidad verbal. Pero me di cuenta de que normalmente este escritor cuando se deja llevar por esa facilidad lo mata, lo estrangula, termina limitándolo. Generalmente nuestras grandes virtudes terminan siendo nuestros grandes defectos. El artista tiene que estar en perpetua lucha con sus virtudes, con sus facilidades, tiene que tratar de convertir sus facilidades en dificultades. Y eso es lo que yo he tratado de hacer. En un determinado momento me di cuenta de que tenía que resistirme a mi facilidad verbal y esforzarme en una mayor capacidad de introspección, de conocimiento profundo del alma humana, de desarrollo de personajes. Tratar de hacer hincapié en aquello que se me daba peor, como los diálogos. Si tú te lees «Las máscaras del héroe» verás que los diálogos son un poco mecánicos, tipo Cela. Introduces un personaje que es un borrachín y luego trazas una raya de diálogo: «A mí me gusta el vino peleón. Y que no falte nunca». Y luego claro, son diálogos sin intención dramática, digámoslo así. He procurado esforzarme en aquello en lo que era más débil.

TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA,UNA HISTORIA DE ESPAÑA ( XXIX ),


  1. Pues ahí estábamos, ahora con Felipe III. Y de momento, la inmensa máquina militar y diplomática española seguía teniendo al mundo ...foto,.
     Pues ahí estábamos, ahora con Felipe III. Y de momento, la inmensa máquina militar y diplomática española seguía teniendo al mundo agarrado por las pelotas, había pocas guerras -se firmó una tregua con las provincias rebeldes de Holanda-, y el dinero fácil de América seguía dándonos cuartelillo. El problema era ese mismo oro: llegaba y se iba con idéntica rapidez, a la española, sin cuajar en riqueza real ni futura. Inventar cosas, crear industrias avanzadas, investigar modernidades, traía problemas con la Inquisición (lo escribió Cervantes: «llevan a los hombres al brasero / y a las mujeres a la casa llana»). Así que, como había viruta fresca, todo se compraba fuera. La monarquía, fiando en las flotas de América, se entrampaba con banqueros genoveses que nos sacaban el tuétano. Ingleses, franceses y holandeses, enemigos como eran, nos vendían todo aquello que éramos incapaces de fabricar aquí, llevándose lo que los indios esclavizados en América sacaban de las minas y nuestros galeones traían esquivando temporales y piratas cabroncetes. Pero ni siquiera eso beneficiaba a todos, pues el comercio americano era monopolizado por Castilla a través de Sevilla, y el resto de España no se comía una paraguaya. Por otra parte, a Felipe III le iban la marcha y el derroche: era muy de fiestas, saraos y regalos espléndidos. Además, la diplomacia española funcionaba a base de sobornar a todo cristo, desde ministros extranjeros hasta el papa de Roma. Eso movía un tinglado enorme de dinero negro, inmenso fondo de reptiles donde los más listos -nada nuevo hay bajo el sol- no vacilaron en forrarse. Uno de ellos fue el duque de Lerma, valido del rey, tan incompetente y trincón que luego, al jubilarse, se hizo cura -cardenal, claro, no cura de infantería- para evitar que lo juzgaran y ahorcaran por sinvergüenza. Ese pavo, con la aprobación del monarca, instauró un sistema de corrupción general que marcó estilo para los siglos siguientes. Baste un ejemplo: la corte de Felipe III se trasladó dos veces, de Madrid a Valladolid y de vuelta a Madrid, según los sobornos que Lerma recibió de los comerciantes locales, que pretendían dar lustre a sus respectivas ciudades. Para hacernos idea del paisaje vale un detallito económico: en un país lleno de nobles, hidalgos, monjas y frailes improductivos, donde al que de verdad trabajaba -lo mismo esto les suena- lo molían a impuestos, Hacienda ingresaba la ridícula cantidad de diez millones de ducados anuales; pero la mitad de esa suma era para mantener el ejército de Flandes, mientras la deuda del Estado con banqueros y proveedores guiris alcanzaba la cifra escalofriante de setenta millones de mortadelos. Aquello era inviable, como al cabo lo fue. Pero como en eso de darnos tiros en el propio pie los españoles nunca tenemos bastante, aún faltaba la guinda que rematara el pastel: la expulsión de los moriscos. Después de la caída de Granada, los moros vencidos se habían ido a las Alpujarras, donde se les prometió respetar su religión y costumbres. Pero ya se lo pueden ustedes imaginar: al final se impuso bautizo y tocino por las bravas, bajo supervisión de los párrocos locales. Poco a poco les apretaron las tuercas, y como buena parte conservaba en secreto su antigua fe mahometana, la Inquisición acabó entrando a saco. Desesperados, los moriscos se sublevaron en 1568, en una nueva y cruel guerra civil hispánica donde corrió sangre a chorros, y en la que (pese al apoyo de los turcos, e incluso de Francia) los rebeldes y los que pasaban por allí, como suele ocurrir, se llevaron las del pulpo. Siguió una dispersión de la peña morisca; que, siempre zaherida desde los púlpitos, nunca llegó a integrarse del todo en la sociedad cristiana dominante. Sin embargo, como eran magníficos agricultores, hábiles artesanos, gente laboriosa, imaginativa y frugal, crearon riqueza donde fueron. Eso, claro, los hizo envidiados y odiados por el pueblo bajo. De qué van estos currantes moromierdas, decían. Y al fin, con el pretexto -justificado en zonas costeras- de su connivencia con los piratas berberiscos, Felipe III decretó la expulsión. En 1609, con una orden inscrita por mérito propio en nuestros abultados anales de la infamia, se los embarcó rumbo a África, vejados y saqueados por el camino. Con la pérdida de esa importante fuerza productiva, el desastre económico fue demoledor, sobre todo en Aragón y Levante. El daño duró siglos, y en algunos casos no se reparó jamás. Pero ojo. Gracias a eso, en mi libro escolar de Historia de España (nihil obstat de Vicente Tena, canónigo) pude leer en 1961: «Fue incomparablemente mayor el bien que se proporcionó a la paz y a la religión».

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