TAPAS Y BARRAS -El olvido de la depresión ,. fotos,.
Los expertos reclaman a la administración más medios para luchar contra este mal. La OCDE asegura que las bajas por enfermedades mentales suponen el 4% del PIB de sus países miembros,.
La depresión es una enfermedad. Una afirmación evidente, pero que no todos los ciudadanos ni las administraciones aprecian como tal. Lo igualan a un cambio de humor por un quebranto vital, a un valle anímico por motivos laborales o a haberse levantado un día cualquiera con el ánimo por los suelos. «La depresión es una enfermedad, como las hepáticas o las cardiacas. Y así hay que tratarla», afirma rotundo el doctor Manuel Bousoño, profesor titular de Psiquiatría de la Universidad de Oviedo. «No es estar triste. Es algo más», insiste el médico. Ese «algo más» que ni la sociedad ni las autoridades observan y que los expertos reclaman.Es un problema prevalente en la sociedad, donde uno de cada diez españoles padece o sufrirá depresión a lo largo de su vida y que tiene nombre femenino: por cada hombre enfermo hay dos o tres mujeres que la padecen. Es decir, entre 3,7 y 4 millones de españoles pueden ser depresivos. Una situación que tiene un evidente coste médico no solo para el Sistema Nacional de Salud (SNS), sino para el mundo laboral. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), las enfermedades mentales cuestan a los países miembros hasta el 4% del PIB. Solo la depresión en el seno de la Unión Europea supuso para las arcas de los Veintiocho en 2010 más de 92.000 millones. Unas cantidades astronómicas, pero que no implican que se otorgue la atención necesaria.
«Tenemos que colocar la depresión en el lugar en el que le corresponde porque no recibe la atención que se merece. No recibe la asistencia, investigación y prevención requerida por su alta prevalencia y discapacidad e impacto social y económico», añade el doctor Miquel Roca, de la Unidad de Psiquiatría del Hospital Juan March de Mallorca.
El cambio para que la depresión y otras enfermedades mentales tengan la relevancia necesaria -una depresión muy elevada puede terminar en suicidio- es la concienciación del propio paciente de que tiene una enfermedad grave. «Asume que está triste, que es el típico carácter suyo, pero no asume que esta enfermo», apunta Bousoño. «Una vez una paciente me comentó que hacía año y medio que estaba con mal carácter. Tenía depresión y le respondí: '¡Qué año y medio perdido!'», comenta el doctor Guillermo Lahera, profesor de Psiquiatría y Psicología Médica en la Universidad de Alcalá. Esta tardanza solo es el primero de los problemas.
El estudio Depres, realizado en Bélgica, Francia, Alemania, Reino Unido y España, aseguraba que cuatro de cada diez personas no buscaban tratamiento. El resto (57%) buscaba la curación de diferentes maneras: acudían al psicólogo (8%), otros especialistas médicos (12,3%), al psiquiatra (9,2%) y al médico de atención primaria (50,6%). Un reparto que provoca un «infradiagnóstico» de los pacientes. «En la sanidad pública hay grandes profesionales. Pero ¿qué se puede hacer en cuatro minutos de media por un caso de depresión?», se pregunta Bousoño. Esto a su vez provoca que haya un tratamiento inadecuado: solo tres de cada diez pacientes diagnosticados recibieron un antidepresivo. En el mismo porcentaje se sitúa el número de personas que alcanza una remisión completa de la enfermedad, es decir, que logran superar la enfermedad en todas sus variantes. Un salto cualitativo que los pacientes califican como «la presencia de una salud mental positiva» (77,3%) o «sentirse como siempre y tener una vida normal», (75,6%).
Las consecuencias más comunes de la depresión, a medio y largo plazo, son una malignización progresiva (tendencia a las recaídas, agravamiento progresivo, pérdida de respuesta a los antidepresivos), alteraciones en la funcionalidad (social, laboral y familiar) y una persistencia de los síntomas residuales. Este último apartado, según reconoce el doctor Lahera, es un campo en el que hay «mucho que mejorar».
Estos síntomas se caracterizan por el insomnio, la ansiedad -que puede ser un predictor de la recaída y del riesgo suicida-, la falta de interés, la irritabilidad, la fatiga; los dolores de espalda, musculares, estomacales o cefaleas tensionales; pérdida de líbido, tanto en mujeres como en hombres, y dificultades cognitivas.
Todos estos síntomas deben hacer plantear al especialista su diagnóstico, y ver si hay algo más. También es necesario verificar el tratamiento. «Tres de cada diez enfermos resistentes es por falta de adherencia. Hacen igual que hacemos todos. Si nos diagnostican algo para siete días y a los cinco ya estamos bien, dejamos de tomarlo. Con los pacientes con depresión pasa lo mismo», asevera el doctor Lahera, ponente en un seminario de Lundbeck. Además, hay que confirmar que se está dando el antidepresivo en el tiempo y las dosis adecuadas. Unas medidas necesarias para hacer desaparecer esos síntomas residuales, asociados a un mayor riesgo de recaída. Y conseguir, esta vez sí, que las personas vuelvan a tener una vida normal.
TÍTULO: UN PAIS PARA COMERSELO - El resplandor que acabó con Hiroshima .
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Debate reedita el libro que mejor narró la vida de los supervivientes tras la bomba atómica. El periodista John Hersey fue el autor de la mejor crónica sobre lo que sucedió en Hiroshima tras el ataque nuclear que arrasó la ciudad en 1945,.
De las ciudades importantes de Japón, ni Kioto ni Hiroshima habían sido aún visitadas por los B-29 estadounidenses, pero sus habitantes enfermaban de ansiedad. Todos estaban seguros de que les llegaría su turno y todos habían escuchado las terroríficas historias que se contaban sobre los bombardeos masivos. Pero la vida seguía entre los sonidos de las repetidas alarmas antiaéreas y el rumor de que a Hiroshima le estaban reservando algo especial. Exactamente, a las ocho y cuarto de la mañana, hora japonesa, del 6 de agosto de 1945 descubrirían, con horror, de qué se trataba: el primer ataque nuclear de la historia.
Lo que después pasó fue narrado por el reportero de 'The New Yorker' John Hersey en 'Hiroshima', un artículo de la revista que se convirtió en libro en 1946 y que ahora es reeditado en España por la editorial Debate. Y es que Hersey fue capaz de describir, a través de los testimonios de seis supervivientes, cómo fue la vida para quienes no murieron en un ataque que quebró el cielo con un enorme resplandor. Pero, sobre todo, pudo contar cómo fueron los minutos de todos ellos tras la explosión. Y probablemente fueran estos los más angustiosos y los que dejaron una huella atroz en sus vidas.
Uno de los testimonios fue el de la señora Hatsuyo Nakamura, la viuda de un sastre con tres hijos que aquella mañana, mientras hervía arroz, vio cómo su vecino echaba abajo su propio hogar para que se pudiera construir un carril cortafuegos. Fue entonces cuando el cielo brilló con el blanco más blanco que jamás hubiera visto. «Trozos de madera le llovieron encima y una lluvia de tejas la aporreó; todo se volvió oscuro, porque había quedado sepultada», escribió Hersey.
Afortunadamente la señora Hatsuyo pudo escapar mientras escuchaba los gritos de uno de sus hijos. La menor, de cinco años, estaba enterrada hasta el pecho y no podía moverse. Después, oyó las voces de sus otros dos pequeños. Milagrosamente, los niños estaban sucios y magullados, pero no heridos, y su curiosidad seguía intacta: ¿por qué se ha hecho de noche tan temprano? ¿Por qué se ha caído nuestra casa? ¿Por qué..., por qué...?, preguntaban a su madre, que buscaba ropas entre los escombros para cubrir sus cuerpos semidesnudos.
El doctor Terufumi Sasaki, cirujano del hospital de la Cruz Roja, fue otro de los supervivientes que habló con Hersey. Aún recordaba cómo la noche anterior a la bomba había tenido una desagradable pesadilla y, aunque había pensado en no acudir al trabajo por no encontrarse bien, decidió viajar los 50 kilómetros que separaban la casa de su madre del hospital. Él mismo contaría que, una vez en el trabajo y a través de una ventana, vio el resplandor de la bomba como un gigantesco flash fotográfico. Fue entonces cuando el estallido irrumpió en el edificio y sus lentes y zapatillas salieron disparadas, pero como la señora Hatsuyo y sus hijos, tampoco él sufrió más daños.
Convencido de que el ataque sólo había alcanzado su edificio, comenzó a vendar las heridas de los que encontraba heridos, ignorando que en minutos ciudadanos mutilados invadirían el hospital. ¡Cuánto se parecía aquello a su pesadilla!
Asfalto reblandecido
El padre Wilhelm Kleinsorge, sacerdote alemán de la Compañía de Jesús, leía una revista en el momento en que fue lanzada 'Little Boy', Después, perdió la consciencia. Cuando volvió en sí, deambulaba en ropa interior por los jardines de la misión, sangrando levemente por pequeños cortes. Fue entonces cuando comprobó que todos los edificios de alrededor habían caído y que las casas en pie se iban incendiando. Llegaba el momento del fuego, que dejaba una ciudad de 250.000 habitantes reducida a un montón de residuos entre el asfalto caliente y blando. Comenzaba el largo camino para miles de personas que ahora no tenían nada, solo el dudoso honor de haber sobrevivido a lo que aún no sospechaban: un ataque nuclear. «Llegada la posguerra, ocurrió la cosa más maravillosa de nuestra historia. Nuestro Emperador transmitió su propia voz por radio, para que la escucháramos nosotros, la gente común y corriente de Japón. El 15 de agosto nos dijeron que escucharíamos una noticia de gran importancia». Así fue cómo, según el señor Tanimoto, se enteraron de que la guerra había terminado. A pesar de haber sido derrotados, podían comenzar ese nuevo camino.
Pero éste sería terrible porque, como bien sabían los físicos japoneses expertos en fisión atómica, quedaba aún el problema de la radiación. Cuando entraron en la ciudad para investigar los efectos de aquella nueva arma, descubrieron que aquel resplandor del que todos hablaban había decolorado el cemento hasta dejarlo de un rojo claro y, algo curiosísimo, había dejado marcas correspondientes a las sombras que su luz había producido. De hecho, había una permanente proyectada sobre el techo de la Cámara de Comercio que pertenecía a la torre rectangular del mismo edificio.
Las secuelas eran impredecibles. Las heridas no cicatrizaban, la gente se quejaba de dolores abdominales y diarreas, padecían fiebres que superaban los 39 grados y muchas personas morían misteriosamente durante los primeros días debido a la radiación absorbida por sus cuerpos. Aún era peor para los que alcanzaban la segunda etapa: todo comenzaba con la caída del pelo, a la que seguían otros síntomas como el sangrado de las encías, el descenso de los glóbulos blancos por debajo de los 5.000 -cantidad normal- y, sin defensas, eran víctimas de las infecciones.
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