Cada año, con morboso deleite, espero la aparición del cartel del Día de las Fuerzas Armadas como otros esperan que en el Rocío salten l | foto|,.
Cada año, con morboso deleite, espero la aparición del
cartel del Día de las Fuerzas Armadas como otros esperan que en el Rocío
salten la verja. Y nunca defrauda, oigan. Se supera a sí mismo. Como
dispararle a la gente -ocupación principal de toda fuerza armada, porque
en otro caso sería fuerza desarmada- es propio de malos rollos y de
fascistas, y como por otra parte unas fuerzas armadas desprovistas de
armas, aparte de un disparate, serían absurdas cuando el enemigo sí las
tiene, los del cartel las pasan putas para resolver la contradicción,
atando año tras año esa mosca por el rabo. Para darnos, en fin, una
imagen simpática, amable, dicharachera, tierna, incluso pacifista -que
ya es rizar el rizo-, de las mujeres y hombres a los que confiamos la
defensa de los valores que todos defendemos, etcétera. De nuestros
solidarios, simpáticos, democráticos, soldadas y soldados.
No hubo desilusión, ya digo. El cartel se ajustó al más ortodoxo canon de la gilipollez castrense, también definible como la puntita nada más o no me tomen por lo que no soy. No vayan a decir, por Dios, que los militares españoles estamos para darle al gatillo. Al contrario. ¿Qué es un gatillo?, parecen preguntar, seductores, los tres guapos militares que aparecen a la derecha del cartel. Por supuesto, ella, la soldado -esta vez una marinero, con ese bonito uniforme que prohíben llevar por la calle, para no provocar-, está en primer plano. A la izquierda tiene a un piloto guaperas y a la derecha a un cachas de la Brunete, o de por ahí. Por supuesto, los tres sonríen. Se ven sanos, limpios, tan bien alimentados que dan ganas de alistarse. Y como era de esperar, no hay a la vista un fusil, ni nada que dispare. Nada antidemocrático. Como mucho, al fondo, difuminado, se ve un helicóptero. Pero ojo. Que nadie piense mal. Se entiende que ese helicóptero vuela cargado de medicinas y leche condensada, lucha contra algún incendio o, lo más probable, cuida de que la patera más próxima llegue sin problemas a Tarifa. Porque si ese helicóptero estuviera en misión de guerra -palabra inexistente para nuestro ministerio de Defensa-, dando o recibiendo candela, achicharrando a terroristas islámicos o a piratas somalíes, no salía en la foto ni harto de sopas.
La parte más entrañable del cartel es la de la izquierda. Allí, encarnando los valores que todos defendemos, hay un padre con su bebé en brazos y detrás dos niños -uno de ellos negro, bonito detalle- jugando a la pelota. Es una pena que el diseñador del asunto no haya puesto, en vez de un papi con niño, a un soldado varón de uniforme -pintura de camuflaje en la cara molaría mazo- dándole un biberón a la criatura. Y entre los dientes, en vez de cuchillo de comando, un clavel reventón. Así que lo sugiero para el año próximo. Desaconsejando, cuidado con eso, que metan a una mujer soldado en vez de a un mílite varón con el lactante. Desprendería un tufillo machista, y de ahí a una interpelación en el Parlamento y a una tormenta en las redes sociales sólo habría un paso. O menos.
Algún lector militarista y fascista objetará que en esos carteles nunca aparecen los soldados que pintó Ferrer-Dalmau en su cuadro La patrulla: los que se la juegan y a veces mueren. Ésos que cada gobierno español utiliza para reforzar su prestigio en los foros internacionales -prestigio del que allí todos se tronchan- pero luego esconde para que nadie crea que le parece bien que existan; pues eso contradice el concepto de unas absurdas fuerzas armadas desarmadas, en plan oenegé, que desde hace tiempo se empeñan en meternos con calzador. Dirán algunos lectores psicópatas que, puestos a tener soldados, prefieren gente dura y mortífera, que cause tanto respeto al enemigo que éste se acojone cuando la vea. Y que, puestos a pegar tiros -en las guerras siempre ocurre, tarde o temprano-, es preferible que quienes más y mejor matan estén de tu parte. Otra cosa es que, consecuentes con la estupidez oficial, negándonos a ejercer legítima violencia cuando ésta sea inevitable, nos sentemos en las plazas y encendamos mecheritos hasta que los malos -aunque sea flaquito y desnutrido, el malo siempre es el que te dispara- se retiren conmovidos por nuestro pacifismo ejemplar. O, para reducir trámites, nos rindamos directamente. Aunque hay posibilidades más enérgicas, como disolver las fuerzas armadas y subcontratar a tipos acostumbrados a trabajar para gente seria. A los marines gringos, por ejemplo, que no se cortan ni al afeitarse. O a los paracas franceses, que se mueven por África y el Pacífico como Pierre por su casa. O a los yihadistas sirios, que últimamente han cogido mucha práctica. O a Putin, a quien se la refanfinfla todo. Cualquier cosa menos seguir haciendo el payaso.
No hubo desilusión, ya digo. El cartel se ajustó al más ortodoxo canon de la gilipollez castrense, también definible como la puntita nada más o no me tomen por lo que no soy. No vayan a decir, por Dios, que los militares españoles estamos para darle al gatillo. Al contrario. ¿Qué es un gatillo?, parecen preguntar, seductores, los tres guapos militares que aparecen a la derecha del cartel. Por supuesto, ella, la soldado -esta vez una marinero, con ese bonito uniforme que prohíben llevar por la calle, para no provocar-, está en primer plano. A la izquierda tiene a un piloto guaperas y a la derecha a un cachas de la Brunete, o de por ahí. Por supuesto, los tres sonríen. Se ven sanos, limpios, tan bien alimentados que dan ganas de alistarse. Y como era de esperar, no hay a la vista un fusil, ni nada que dispare. Nada antidemocrático. Como mucho, al fondo, difuminado, se ve un helicóptero. Pero ojo. Que nadie piense mal. Se entiende que ese helicóptero vuela cargado de medicinas y leche condensada, lucha contra algún incendio o, lo más probable, cuida de que la patera más próxima llegue sin problemas a Tarifa. Porque si ese helicóptero estuviera en misión de guerra -palabra inexistente para nuestro ministerio de Defensa-, dando o recibiendo candela, achicharrando a terroristas islámicos o a piratas somalíes, no salía en la foto ni harto de sopas.
La parte más entrañable del cartel es la de la izquierda. Allí, encarnando los valores que todos defendemos, hay un padre con su bebé en brazos y detrás dos niños -uno de ellos negro, bonito detalle- jugando a la pelota. Es una pena que el diseñador del asunto no haya puesto, en vez de un papi con niño, a un soldado varón de uniforme -pintura de camuflaje en la cara molaría mazo- dándole un biberón a la criatura. Y entre los dientes, en vez de cuchillo de comando, un clavel reventón. Así que lo sugiero para el año próximo. Desaconsejando, cuidado con eso, que metan a una mujer soldado en vez de a un mílite varón con el lactante. Desprendería un tufillo machista, y de ahí a una interpelación en el Parlamento y a una tormenta en las redes sociales sólo habría un paso. O menos.
Algún lector militarista y fascista objetará que en esos carteles nunca aparecen los soldados que pintó Ferrer-Dalmau en su cuadro La patrulla: los que se la juegan y a veces mueren. Ésos que cada gobierno español utiliza para reforzar su prestigio en los foros internacionales -prestigio del que allí todos se tronchan- pero luego esconde para que nadie crea que le parece bien que existan; pues eso contradice el concepto de unas absurdas fuerzas armadas desarmadas, en plan oenegé, que desde hace tiempo se empeñan en meternos con calzador. Dirán algunos lectores psicópatas que, puestos a tener soldados, prefieren gente dura y mortífera, que cause tanto respeto al enemigo que éste se acojone cuando la vea. Y que, puestos a pegar tiros -en las guerras siempre ocurre, tarde o temprano-, es preferible que quienes más y mejor matan estén de tu parte. Otra cosa es que, consecuentes con la estupidez oficial, negándonos a ejercer legítima violencia cuando ésta sea inevitable, nos sentemos en las plazas y encendamos mecheritos hasta que los malos -aunque sea flaquito y desnutrido, el malo siempre es el que te dispara- se retiren conmovidos por nuestro pacifismo ejemplar. O, para reducir trámites, nos rindamos directamente. Aunque hay posibilidades más enérgicas, como disolver las fuerzas armadas y subcontratar a tipos acostumbrados a trabajar para gente seria. A los marines gringos, por ejemplo, que no se cortan ni al afeitarse. O a los paracas franceses, que se mueven por África y el Pacífico como Pierre por su casa. O a los yihadistas sirios, que últimamente han cogido mucha práctica. O a Putin, a quien se la refanfinfla todo. Cualquier cosa menos seguir haciendo el payaso.
TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA GRANOS DE TRIGO,.
Hace unas semanas, en el programa de televisión que dirijo, Lágrimas en la lluvia, uno de los invitados, Francisco Gómez Camacho, S. J.,
Granos de trigo| foto|
Hace unas semanas, en el programa de televisión que dirijo, Lágrimas en la lluvia, uno de los invitados, Francisco Gómez Camacho, S. J., profesor de historia del pensamiento económico, para tratar de explicar qué es eso del capitalismo financiero, recurrió a un símil, rescatado de la Teoría general de Keynes, que me pareció sumamente instructivo. Imaginemos a un agricultor que, tras sembrar su predio con granos de trigo, entra a casa y descubre en el barómetro que las circunstancias atmosféricas no son las idóneas para que los granos germinen. Vuelve entonces este agricultor a su predio y desentierra los granos de trigo; al rato, o al día siguiente, comprueba, tras consultar otra vez el barómetro, que las condiciones son óptimas y corre a sembrar de nuevo su predio; sin embargo, tales condiciones cambian drásticamente a las pocas horas, lo que lo empuja a desenterrar de nuevo las semillas... Inevitablemente, tal agricultor jamás llegará a recoger una cosecha. Sin embargo, solo quien así actúa puede llegar a cosechar frutos en la economía financiera.El símil me pareció extraordinariamente didáctico; y, a medida que lo medito, le extraigo nuevas enseñanzas. En primer lugar, salta a la vista que el funcionamiento de la 'economía real' nada tiene que ver con el de la 'economía financiera': en efecto, si un agricultor se comportase igual que un inversor en bolsa, su tierra jamás daría fruto; por el contrario, ese mismo comportamiento, que en el agricultor calificaríamos de voltario y zascandil, al inversor en bolsa podría rendirle pingües beneficios. Lo que, inevitablemente, nos lleva a pensar que la economía real y la economía financiera tienen funcionamientos por completo distintos: el agricultor (o el fabricante de tornillos, o el dueño de una tienda) tiene que anticipar las circunstancias cambiantes, pero apechugar con ellas, arbitrando remedios que mitiguen sus consecuencias adversas; el inversor, por el contrario, a la vez que anticipa tales circunstancias trata de soslayarlas y de desprenderse de su inversión, para evitar las consecuencias adversas. Y si los funcionamientos de la economía real y la economía financiera son por completo distintos hemos de concluir que nos hallamos ante actividades de naturaleza también distinta, incluso antípoda: mientras el agricultor (o el fabricante de tornillos, o el dueño de una tienda) liga su destino al de la actividad que desarrolla, entablando con ella una relación vital de entrega y dependencia a través del trabajo, el inversor se desliga de las actividades a las que su inversión se refiere, en las que solo se implica mientras resulten rentables. Y puede darse el caso de que el inversor se enriquezca mientras el agricultor se empobrece; incluso de que el empobrecimiento del agricultor se corresponda exactamente con el enriquecimiento del inversor, que podría haberse anticipado mediante el uso de los 'barómetros' que emplea la economía financiera al colapso del sector agrícola cuando las circunstancias todavía parecían favorables.
El símil rescatado por el profesor Gómez Camacho nos descubre, a la postre, que la economía financiera no solo se rige por reglas por completo distintas de las que rigen la economía real, sino que también puede nutrirse con el descalabro de la economía real; o que, incluso, puede necesitar tal descalabro para seguir nutriéndose (como comprobamos hoy, cuando todos los recortes y reformas que imponen los mercados financieros se logran a costa de la economía real). Y es que la economía financiera se funda en la 'espiritualización' del dinero; es decir, en la obtención de un dinero desligado de los bienes y servicios que, en origen, el dinero representa. Tal 'espiritualización' del dinero se logra eliminando un componente primordial de la ecuación económica, que es el trabajo: si el agricultor del símil no se dedica a sembrar y exhumar y volver a sembrar los granos de trigo en su predio es porque hacerlo lo dejaría exhausto; y en su trabajo, más o menos capaz de hacer frente a las circunstancias adversas, se cifra a la postre el éxito de su actividad. En la economía financiera, en cambio, el inversor puede jugar con sus inversiones, sembrándolas y exhumándolas y volviéndolas a sembrar, porque no le cuesta trabajo.
Esta eliminación del factor del trabajo, que en la economía real es causa eficiente y primaria, es lo que a la postre define la economía financiera; y lo que explica que la economía financiera, aunque se ponga el disfraz filantrópico, conspire contra el trabajo. Porque está en la naturaleza de las cosas sentir aversión hacia todo aquello que no está en su naturaleza,.
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