domingo, 20 de diciembre de 2015

REVISTA XL SEMANAL PORTADA - Jennifer Beals Actriz,./ EL BLOC DEL CARTERO - LA CARTA DE LA SEMANA -LA VIDA DE LOS ANIMALES,.

TÍTULO: REVISTA XL SEMANAL PORTADA - Jennifer Beals Actriz,.

Jennifer Beals - foto

Jennifer Beals
Jennifer Beals at L5.jpg
Información personal
Nacimiento 19 de diciembre de 1963 (51 años)
Chicago (Illinois) Flag of the United States.svg Estados Unidos
Nacionalidad Estadounidense
Familia
Cónyuge Alexandre Rockwell (1986 - 1996)
Ken Dixon (1998 - Act)
Hijos 1
Educación
Alma máter
Información profesional
Ocupación Actor
Año de debut 1980 - Presente
Web
Ficha

Jennifer Beals (n. Chicago; 19 de diciembre de 1963) es una actriz estadounidense. Conocida por su papel como Alex Owens en la película Flashdance de 1983.

Biografía

Hija de Alfred Beals, afroamericano y Jeanne Beals, de ancestros irlandeses. Su padre murió cuando ella tenía 10 años y su madre volvió a casarse más tarde con Edward Cohen. Estudió en la Francis W. Parker School, donde conoció al actor Adam Baldwin. Se graduó y continuó sus estudios en la Universidad de Yale.
En 1980 obtuvo un papel menor en el filme My bodyguard, donde participó también Adam Baldwin. El salto a la fama le llegó en 1983 con el filme Flashdance del director Adrian Lyne, donde tuvo el papel principal. Por su trabajo fue nominada al premio Globo de Oro. La película fue un éxito de taquilla.
Su carrera se vio afectada por un escándalo tras el estreno de la película, ya que se reveló que algunas de las escenas que requerían movimientos atléticos las había interpretado Marine Jahan, una actriz y bailarina francesa.
Finalizó sus estudios en la Universidad de Yale, recibiendo en 1987 el grado de Bachelor of Arts en Literatura de Estados Unidos.
Siguió participando en películas, entre las que están Sons (1989), In the Soup (1992), que ganó el Gran premio en el Sundance Film Festival, Four Rooms (1995) y 13 Moons (2002), dirigidas por su esposo de entonces, Alexandre Rockwell. Se divorció de Rockwell en 1996, y se casó con Ken Dixon, un empresario canadiense, en 1998, con quien tiene una hija, nacida en 2005.
Ha intervenido en más o menos 50 películas. La actriz es íntima amiga del director Quentin Tarantino, que también le ofreció un papel en su parte de la película Four Rooms (1995). En la película Pulp Fiction, su nombre aparece en los créditos entre los agradecimientos. En una entrevista posterior, ella comentó que cree que Tarantino lo hizo para agradecerle el tiempo que ella lo recibió en su casa mientras trabajaba en el guion.
En enero de 2004 comenzó a actuar como Bette Porter en la serie The L Word junto a Laurel Holloman, Pam Grier, Leisha Hailey, Mia Kirshner, Erin Daniels y Katherine Moennig, entre otras. Esta serie la ha devuelto a la notoriedad en la TV.

 TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO -  LA CARTA DE LA SEMANA - LA VIDA DE LOS ANIMALES,.
Resultat d'imatges de LA VIDA DE LOS ANIMALES,.
 foto

Entre los fetiches que llenaron mis días infantiles, junto al baby de cuadros lleno de churretones, junto a la peonza de madera lastimada y los cromos manoseados de futbolistas y los tebeos del Capitán Trueno, figura el Seiscientos familiar, aquel Seiscientos de carrocería azul que mi padre compró a plazos. El Seiscientos familiar fue la guardería ambulante en la que crecí, incubado por el calor anciano de mis abuelos y por el calor núbil de mis padres, que cultivaban ciertas querencias rurales o pueblerinas y aprovechaban los fines de semana para escaparse de la ciudad. El Seiscientos familiar era rechoncho y lentísimo, como un escarabajo del asfalto aquejado de reuma, pero a mí se me antojaba un bólido de proporciones mastodónticas. Recuerdo que sus asientos, de skay descascarillado y apenas mullido, me transmitían, sin embargo, una sensación de voluptuosa comodidad. El Seiscientos familiar, a poco que estuviese expuesto al sol, se recalentaba como un horno, y su carrocería desprendía unos efluvios achicharrantes, como de fragua que trabajase a destajo; pero a mí no me importaba, porque aquel calor aturdidor e insalubre me hacía albergar la fantasiosa idea de que mi familia disponía de una sauna nómada. En invierno, por el contrario, cuando las heladas descendían sobre su motor con su caricia de carámbano, el Seiscientos se negaba a arrancar, y su respiración se hacía bronquítica, hasta que por fin mi padre, después de varias tentativas fallidas, lograba ponerlo en marcha. Al final del trayecto, me gustaba colocar las manos encima del capó del Seiscientos, para sentir su latido todavía febril, su temperatura tibia y casi animal, como de potro que aún no se hubiese repuesto del galope.
Solíamos emplear el Seiscientos en trayectos poco ambiciosos, salvo durante el verano, que nos acompañaba en nuestras vacaciones a los balnearios de Verín, cuyas aguas eran el elixir que mis abuelos ingerían para mantenerse ternes. Llegamos a viajar hasta seis personas en aquel Seiscientos intrépido (mi hermana Transi no tardaría en incorporarse al elenco familiar), además de un equipaje de maletas reventonas y sillas plegables de lona que había que amarrar en la baca, porque en su interior apenas cabía un alfiler. Viajábamos como sardinas en banasta, procurando encajar nuestros culos en el espacio exiguo, pero éramos dichosos como cíngaros que han crecido recorriendo los infinitos caminos del atlas; y madrugábamos mucho para aprovechar esas horas que flanquean el amanecer, cuando el tráfico se hace más fluido y el paisaje circundante tiembla aterido, como si Dios lo acabase de inaugurar. Mi abuela Ceferina, que era una devota insomne, rezaba unos cuantos padrenuestros y avemarías, para santificar el viaje y convocar a los ángeles tutelares de la familia, y mi madre empezaba a canturrear con un fervor ingenuo aquella melodía machacona que hizo época entre los conductores españoles: «¡Adelante el hombre del Seiscientos! / ¡La carretera nacional es tuya!», etcétera, etcétera.
A veces mi hermana Transi se zurraba los pañales y llenaba el Seiscientos con el olor cálido y pacificador de la mierda; entonces, había que bajar las ventanillas a golpe de manivela y asomar la cabeza al aire estremecido de la mañana. El Seiscientos dejaba a su paso una estela de viento que alborotaba mis cabellos y me hacía sentir un héroe mitológico cabalgando en el corcel de las nubes. Por la zona de Sanabria, la carretera se hacía sinuosa y ascendente, y al llegar a los puertos del Padornelo y la Canda, el Seiscientos empezaba a gruñir, como una bestia herida de muerte. Mi abuelo Juan Manuel, que había sido taxista allá en los años del estraperlo, no paraba de darle consejos de perro viejo a mi padre, hasta lograr exasperarlo. A cada curva, el Seiscientos nos zarandeaba de un lado a otro, como una atracción de barraca, y todos reíamos con esa alegría primitiva y satisfecha de los pobres que nada temen porque nada tienen, sino a Dios. Verín se hallaba en un valle, enterrado en el silencio de la mañana; y, apenas lo avistaban, mis padres gritaban con exultación: «¡Verín a la vista!», y todos prorrumpíamos en muestras de algarabía, salvo mi abuela, que se santiguaba agradeciendo el auxilio divino. También el Seiscientos respiraba con alivio, como si se le hubiese desvanecido de repente su perpetua bronquitis.
Llegó un día en que tuvimos que deshacernos del Seiscientos, exhausto de kilometraje y de madrugones. Una tristeza del tamaño del universo descendió sobre mí, como si de repente mi niñez quedase abolida. Otro coche menos diminuto y maltrecho vino a sustituirlo, pero no era lo mismo. La vida nunca volvería a ser la misma.

No hay comentarios:

Publicar un comentario