COCINERO FERNANDO SAENZ, fotos,.
Desde el 18 de Mayo, sólo para las cenas y por 50 euros,.
La gastronomía helada de Fernando Sáenz llega al hotel Westin Palace Madrid,.
El hotel madrileño presenta en su restaurante La Rotonda el menú 9 helados/9 platos en contexto, con las creaciones gastronómicas de Fernando Sáenz, el cocinero del frío.
En las manos del chef heladero Fernando Sáenz, el helado se vuelve cálido, salado, picante… sorprendente. A partir del próximo 18 de mayo The Westin Palace, Madrid ofrece en su restaurante La Rotonda una creación gastronómica inédita: 9 platos/9 helados en contexto. Un menú en el que el helado, además de protagonizar los postres, participa todos los platos como el aliño o complemento que realza cada una de las recetas.
Apartado de la gran industria heladera, Fernando apuesta por la elaboración artesanal con productos 100% naturales en los que la que la clave es la materia prima, defiende el producto autóctono de cada región. En sus creaciones, muchas de ellas hechas a medida de las necesidades de los grandes chefs, Fernando no repara en viajar a lo largo y ancho de la geografía española para conseguir las mejores naranjas o limones en el perfecto punto de maduración.
Solomillo de cebón con mantequilla helada de brandy
Fernando asegura que “hay que ser feliz para vender helado”, y con este menú pretende extender esa felicidad a todos los comensales que decidan degustar el menú que llega a su clímax con el helado de Chocobarrica, que se ofrece como postre final de este menú, elaborado con sabores a madera procedentes de barricas de vinos, todo un placer para los sentidos.
Este menú tan especial se podrá degustar a partir del 18 de mayo en el restaurante La Rotonda de The Westin Palace, Madrid, solo para cenas, todos los días de la semana, a un precio de 50 euros (IVA incluido), bebidas no incluidas.
TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO - LA CARTA DE LA SEMANA - Las hijas de Mohamed,.
Foto - Reloj,.

Siempre nos saludamos con Salam Aleikum y algunas frases que aún recuerdo de su lengua. Mohamed es de esos tipos a los que, si yo fuera millonetis, me llevaría a casa para que se ocupara de todo. Lo contrataría, pagándole un pastón. Cuando estoy con él, a menudo pasa a este lado de la barra y charlamos un rato. Me habla mucho de su familia, de su vida en España. Ya soy español de pleno derecho, me dijo hace tiempo. Con todo en regla. Lo contó orgulloso, feliz, dándome una palmada en la espalda, seguro de que yo me alegraba de escuchar aquello. Y así era, pues, como la mayor parte de los marroquíes que conozco, y son muchos, Mohamed es un hombre valiente, digno y tenaz. Cruzó el Estrecho a los quince años, con menos papeles que un conejo de monte, resuelto a buscarse una vida mejor. Y trabajó muy duro para eso. Para tener un curro decente, un salario decoroso, una casa adecuada. Para ser respetable y respetado.
En vísperas del último Ramadán, Mohamed me contó que se iba de vacaciones a Casablanca con su mujer y sus hijas, a ver a la familia. A pasar allí las fiestas. Le tomé el pelo un rato, preguntándole si iría al estilo tradicional, con el coche cargado de equipaje cubierto con plástico azul y las crías pidiéndole parar en cada área de descanso para hacer pipí. No, hombre, respondió. Voy en avión, como debe ser. No seas cabrón, Reverte. Y luego me puso otro vino. Hablamos de esos días en su tierra, del ayuno y la comida de noche, de la deliciosa y nutritiva herira, del ambiente estupendo que hay en las calles; un ambiente que conozco bien, pues lo viví muchas veces cuando era reportero dicharachero de Barrio Sésamo, y tengo muchos ramadanes felices en la memoria. Mohamed se enternecía hablando de eso, de su ciudad, de su barrio, de su familia. En España habéis perdido esa idea de la familia, dijo con orgullo: todos los abuelos, tíos y primos juntos, conociéndose, visitándose, ayudándose. Celebrando lo bueno y doliéndose de lo malo. Os envidio, dije un par de veces, escuchándolo. Y él sonreía, bonachón. Como dándome el pésame. Está bien que lleves a tus hijas, añadí, para que no pierdan el recuerdo de la familia. Dentro de veinte o treinta años, tal vez ni siquiera en Marruecos las cosas sean así. Todo se pierde al fin, amigo mío. Todo cambia.
En ese momento me interesé por sus hijas. ¿Llevan hiyab?, quise saber. Son muy pequeñas, respondió. Pregunté si lo llevarían cuando crecieran, y Mohamed se puso serio un instante, me miró y encogió los hombros con una mezcla de fatalismo y orgullo. No dijo nada, pero lo conozco bien y supe qué decía aquella mirada. La sonrisa que retornaba despacio a su boca. De vosotros depende, era la respuesta. De que vosotros, europeos, hagáis necesario, o no, ese pañuelo en la cabeza de mis hijas. De que nos protejáis con firmeza frente a los que lo exigen en nombre de Dios; pero también, por otra parte, tengáis la inteligencia precisa para que mis hijas, en este Occidente que a menudo no sabe lo que quiere, no se vean obligadas a recurrir a ese pañuelo como símbolo de dignidad, de independencia y de orgullo. Dadles motivos para no llevarlo. Convencedlas, con inteligencia y respeto, de que su identidad debe integrarse en la de todos, sin renunciar por eso a lo que son, a lo que soy, a lo que somos. Persuadidlas de que un compañero de colegio, un vecino, un novio no musulmán, también pueden ser una familia. Un futuro.
Eso dijeron el silencio, primero, y luego la sonrisa suave de Mohamed. Después me puso delante otra copa de vino; y, como él no bebe alcohol, porque es buen creyente, me apoyó a modo de brindis una mano en el hombro.
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