Una garza levanta vuelo como un ángel que acompaña a su pupilo. Demasiado bella. No mirarla. La belleza excesiva parte el alma.”
La
irrupción
de la belleza deja sin aliento al narrador. La intensidad de este
acontecimiento, su frecuencia, tienen en la novela un carácter
determinante. Las consecuencias de tal irrupción se advierten
nítidas en la frescura, en la respiración de esta prosa
y, sobre
todo, en la aptitud del narrador para encantar el mundo, para convertir
la
experiencia de la belleza en horizonte del relato.
Publicada
en 1968, Los galgos, los galgos señala la
madurez narrativa de Sara Gallardo. Su destreza para crear personajes y
situaciones se hace más compleja y el estilo pone de manifiesto
un humor
y un lirismo que sólo tímidamente habían aparecido
en sus
novelas anteriores. Un humor no ajeno al afecto, pero vuelto hacia los
usos y
los modos que proscriben la espontaneidad. El humor como una forma del
buen
sentido, de la veracidad, de la modestia.
El
amor, la
pérdida del amor, es el tema de Los
galgos, los galgos. Escrita en
primera persona, Julián, su protagonista, nos cuenta algo que ya
ha sucedido,
que sólo permanece en su memoria. Recuerdos y evocaciones. Vale
decir,
por un lado, hechos, informaciones del pasado, que nos son referidos
puntualmente; por otro, la evocación de ese pasado, un tiempo
enaltecido
por la memoria.
La
tercera parte de
la novela es en buena medida una serie de peripecias y episodios muy
bien
urdidos, no siempre rescatados por el poder de la evocación.
Todo el
libro, menos ese interludio europeo, tiene el sabor y la intensidad de
lo
recuperado. La tercera parte introduce un tiempo distinto, un tiempo de
aventuras que se suceden sin otro propósito que el de acallar la
verdadera memoria.
Tironeado
por Lisa
–por el amor- y al, mismo tiempo, por su apego a un mundo que considera
propio y en el cual Lisa no tiene cabida, Julián queda a mitad
de
camino.
Acá está el pecado, Juan Ramos. El gusano se niega a morir como era su deber. En ceremonia bendecida por lacrimosos parabienes familiares, y también por parabienes de la ninfa vieja de Cañada Grande, primer espejismo que deformó la imagen de Lisa, y por parabienes del mitómano calvo, defensor de la hipocresía y de la maldad oficial y privada, en esa ceremonia digo, el gusano recibió el bautismo infernal para retornar al vientre de la crisálida.
Julián
cree
descubrir el punto de partida de la desdicha en esta negativa a
abandonar el
mundo familiar, el mundo de la infancia y de la adolescencia. El
deslumbramiento y las consecuencias del deslumbramiento -su
propósito de
convertirse en un próspero hacendado- reconocen su origen en la
visita a
Cañada Grande. Durante ese episodio, que él vive como una
traición, se hace notorio su regreso a un mundo sin Lisa. La
traición, sin embargo, se
refiere a sí mismo.
Julián
es un
espíritu contemplativo, un melancólico: “…me
bañaba
la melancolía, lo pasaba muy bien.” Ejerce su profesión
de
abogado en el estudio de su familia de un modo distraído,
apartado. Hay
una distancia entre él y los otros, entre él y sus
actividades,
que es una exigencia de su naturaleza y que sólo parece
disiparse con
respecto de Lisa. A partir de esa distancia, de su desinterés
por lo que
se conoce como hacer una carrera, de su “sabia pasividad”, le ha
sido concedida la posibilidad de amar y de percibir la belleza. Pero
Julián se extravía y su extravío, su olvido de
sí
mismo, lleva ruina y desolación al mundo que lo rodea. La novela
describe esa desventura.
El
relato de
Cañada Grande tiene toda la apariencia de una fábula.
Julián, sin embargo, no advierte ni la ambigüedad ni el
peligro de esas
imágenes numinosas y se deja fascinar por
un relato urdido con los
sueños y las fantasías de su niñez. Vuelve de la
visita
convertido en otro hombre, uno que se ignora a sí mismo.
Sus
proyectos -las
reformas, los extraños, los
desvelos del mundo- irrumpen en el campo y no tardan en dar cuenta de
ese
paraíso. Las Zanjas deja de ser el paisaje encantado de los
galgos, el
reino del milagroso bañado y de los árboles del monte. Ya
nada es
propicio, ni los dibujos de Lisa, ni la observación de las aves.
Tampoco
el amor. Son otros los dioses que gobiernan estas horas y lo hacen con
mano de
hierro. Las peleas se suceden y la separación toma la forma de
un viaje
a Europa.
La vida
en
París es una serie de peripecias de las que Julián es
apenas
espectador. La trama de su vida se adelgaza, se
afina, hasta convertirse en una
película llena de movimiento y futilidad. Pocos personajes
llegan a
conmoverlo: Diego, el pequeño hijo del embajador, Julie, Ramos.
Sus
amores –desde Elena, adúltera y atormentada, hasta Tamara, su
contrafigura- son agradables y letales. Salvo Julie, por quien Julián es capaz de sentir afecto,
el resto forma parte de la distracción, del pasatiempo.
Y, cada
tanto, el
sabor de otros días, el color de otros cielos, la verdadera
memoria, la
desolada experiencia de sí mismo:
Con desgarrón que me haría aullar (si no fuera argentino) la flor portentosa aparece en mi alma.
La flor
azul, la
llama del gas en la negrura de la vieja casa de San Telmo, Lisa
dormida, su
olor en verano, la cabellera trenzada para mayor frescura, el cielo
denso y
claro, la escalerilla y el tanque de agua hechas de tinta china, el
edificio
teñido de rosa. Allí se estaba pronunciando una Palabra.
Eterna
veneración por Ella, muda a mis oídos.
La misma
se
cernió en silencio fuera de las ventanas, en Morón,
cuando todos
elegimos la charla para no soportar su sonido inexplicable. El zorzal
agregó un punto de oro, llegó el tren, ni las abejas del
cerco
tenían sentido sin su amor, ella estaba en su casa.
Por
último, el
regreso a Buenos Aires y la comprobación – siempre sorprendente-
de que la vida no se detiene. La búsqueda de Lisa, las
revelaciones, el
ridículo, la humillación de la memoria.
La vida
de
Julián ha sabido de la dicha y del amor. Ha sabido
también de la
fugacidad de esos dones. Los galgos, los hermosos galgos de Las Zanjas,
son la
imagen misma de esa dicha y de esa fugacidad.
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