Las dos principales patronales catalanas, Foment del Treball y Pimec, se personarán ante la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia (CNMC) con motivo de la oferta pública de adquisición (OPA) lanzada por BBVA sobre Banco Sabadell, debido a la afectación que pueda tener esa operación en las empresas de la comunidad autónoma.
Ambas
organizaciones han mostrado su preocupación por el posible cambio en el
panorama bancario nacional y sus comités ejecutivos han decidido dar
ese paso. La patronal de pymes y autónomos lo comunicó ayer y esta tarde lo ha hecho Foment.
Pimec alertó de que la OPA
«podría alterar significativamente la competencia en el sector
bancario, con repercusiones directas sobre las condiciones de
financiación para las empresas, especialmente las pymes».
Según
un informe elaborado por un observatorio de la patronal de micro,
pequeñas y medianas empresas, «la transacción podría comportar una
reducción del 8% en la disponibilidad de crédito, un descenso que se traduce en más de 54.000 millones de euros en préstamos».
«El
impacto de la concentración de BBVA y Banco Sabadell puede ser
perjudicial para la competencia y para clientes y trabajadores. Por eso,
es esencial que BBVA proporcione más información y datos concretos
sobre los planes en relación con la concentración para garantizar la
transparencia y un compromiso firme con las empresas, los clientes, los
trabajadores y la sociedad en general», indica el informe del Observatorio de la pyme.
Foment,
por su parte, recuerda en su comunicado que ya desde el anuncio
realizado por BBVA, el pasado mes de mayo, mostró su «preocupación por
cómo podría repercutir esta OPA en el devenir, sobre todo, de las pymes y
su acceso al crédito».
Tanto la Generalitat de Cataluña como la Generalitat Valenciana han expresado también, en varias ocasiones, su rechazo a la fusión bancaria por el impacto en los usuarios y empresas de sus territorios. Cabe recordar que Banco Sabadell tiene su sede social en Alicante.
CNMC
La semana pasada, la CNMC decidió llevar su análisis de la operación a fase 2, lo que alarga
el proceso unos meses más. Precisamente, BBVA ha estrenado hoy una
campaña publicitaria dirigida a los accionistas de Sabadell con el
objetivo de transmitirles los beneficios de la OPA. Esta segunda fase
contempla un periodo de tres meses, pero los trámites pueden sobrepasar
ese plazo.
El organismo dirigido por Cani Fernández tiene
en esta operación uno de los expedientes más relevantes del momento.
Hoy ha hecho pública una «nota sucinta» en la que resume los argumentos
que han llevado a su consejo a elevar el análisis de la OPA a una
segunda fase. Como enfoque general, la CNMC establece que «si bien a
nivel municipal la operación no genera ningún monopolio, resultará una estructura de duopolio en 50 municipios».
Esta situación es la que provocaría riesgos de empeoramiento de
condiciones comerciales para particulares y pymes; de exclusión
financiera; de empeoramiento de condiciones comerciales y de
empeoramiento de acceso a cajeros.
«La entidad resultante tendría incentivo y capacidad para modificar las condiciones a los clientes particulares y a las pymes, sin riesgo de perder clientes en favor de otra entidad,
allí donde la resultante quedaría como único operador o con reducida
competencia que pueda disciplinar su actuación», opina el regulador.
Ante estos y otros riesgos, BBVA presentó una batería de «medidas inéditas para garantizar la inclusión financiera, el crédito a las pymes y la competitividad».
La entidad presidida por Carlos Torres ofreció mantener durante tres años condiciones comerciales en 160 códigos postales donde
el banco fusionado quede en situación de monopolio o duopolio. También
«compromisos específicos para pymes», como el mantenimiento de la
política comercial diseñada a nivel nacional, precios medios nacionales a
pymes en nuevo crédito y el compromiso de no cerrar oficinas
especializadas en empresas.
No
obstante, la CNMC consideró que estas propuestas no bastaban para
resolver los riesgos de empresas y particulares. De este modo, en los próximos 10 días BBVA podrá ofrecer medidas que mitiguen los riesgos
que contempla la CNMC. Si aun así el organismo sigue dudando, es muy
posible que BBVA considere la retirada de la oferta por considerar que
las condiciones son inasumibles para sus accionistas.
TITULO: Mi casa es la vuestra - Sophie Rain ,.Viernes - 13 - Diciembre ,.
Viernes - 13 - Diciembre a las 22.00, en Telecinco, foto,.
Sophie Rain,.
Sophie Rain, la streamer de OnlyFans que gana el triple que Mbappé en el Real Madrid,.
Unas ganancias anuales que han cogido a todo internet por sorpresa.
Nos
encontramos en plena recta final de año y es habitual que muchos
recapitulen todo lo que les ha ocurrido, pero pocas personas han
sorprendido tanto como Sophie Rain, la modelo y streamers estadounidense que destaca como nadie en OnlyFans,
la plataforma de suscripción que es especialmente popular por su alto
contenido erótico y sexual. ¿El motivo de la sorpresa? Rain ha mostrado
todo lo que ha ganado durante su primer año, un total de 43 millones de dólares que han generado todo tipo de opiniones.
El
debate en torno a lo que genera Sophie Rain en comparación a
deportistas de élite ha surgido en cuánto ha mostrado sus ganancias
reales, poniendo a la NBA como referencia. Si miramos al fútbol, Kylian Mbappe, estrella del Real Madrid, cobra un total de 14 millones de euros netos anuales en el club blanco. Una cifra tres veces inferior a lo que ha facturado la modelo.
El poderío económico de OnlyFans
La
plataforma generó en 2023 un total de 6.600 millones de dólares, una
cifra que supera todos los salarios combinados de la NBA. Si su salario
supera considerablemente al de Mbappé, también está por encima del de
jugadores del deporte norteamericano como Jayson Tatum, estrella de los Boston Celtics y actual campeón de la NBA que ganará esta temporada 35 millones de dólares.
Sophie
Rain ha conseguido ser en tiempo récord toda una celebridad. Unas
ganancias con las que difícilmente soñaba cuando trabajaba como
camarera, pero tras probar suerte en OnlyFans su vida cambió para
siempre y hace preguntarse a muchos los límites de internet y las
distintas plataformas a la hora de generar este tipo de ganancias.
TITULO: Detrás del muro - PÁGINA DOS - Miquel Barceló , Martes - 10 - Diciembre ,.
PÁGINA DOS - Miquel Barceló,.
Martes - 10 - Diciembre , a las 22:00, en La2, foto,.
Página Dos viaja a Mallorca para entrevistar al artista Miquel Barceló por su libro de memorias, De la vida mía. Gueorgui Gospodínov presenta Acerca del robo de historias y otros relatos. Y asistimos a la clase de Literatura de Gabriel Lara de la Casa, que ha escrito Literatura a flor de piel.
TITULO: Cartas de amor - El amor de la señora Rothschild, de Sara Aharoni,.
El amor de la señora Rothschild, de Sara Aharoni,.
En El amor de la señora Rothschild (Lumen), de Sara Aharoni,
los lectores descubrirán, a través de las páginas del diario de la
joven Gútale, la génesis de una familia de cinco hijos y cinco hijas que
heredan los valores de sus padres: respeto al prójimo, lealtad a su
pueblo, ayuda mutua y lucha contra las injusticias. El despliegue
estratégico de los hijos varones por las capitales europeas más
importantes coloca a la familia Rothschild en una posición aventajada
con respecto a otras instituciones bancarias. A través de la
excepcional visión de una mujer extraordinaria asistimos a los
acontecimientos históricos más relevantes de la época: el
estallido de la Revolución francesa, las conquistas y la inminente
derrota de Napoleón Bonaparte, quien despertó grandes esperanzas al
pueblo judío al decretar su emancipación y reconocimiento como
ciudadanos de pleno derecho, así como a las alianzas y a los conflictos
armados entre las casas reinantes del continente en un mosaico de
realidades geopolíticas.
Sara Aharoni (Israel, 1953) trabajó durante
veinte años como maestra y pasó cuatro años en Lima (Perú) como emisaria
educacional de la Agencia Judía para Israel. En 2008 publicó su primera
novela, Saltanat’s Love, basada en la vida de su madre, que obtuvo el Book Publishers Association’s Platinum Prize.
El amor de la señora Rothschild ha ganado del Premio Steimatzky. Es su tercera novela, de la que Zenda publica las primeras páginas.
Cuaderno I
Frankfurt am Main, martes, 13 de iyar de 5530 [8-V-1770]
Todo empezó en la ventana de nuestra casa.
Me gustan las ventanas. Por la tarde paso gran parte del tiempo pegada a la ventana.
Observo a las personas que pasan por la Judengasse, la calle de los
judíos, y nunca me sacio de mirarlas. Ni a las mujeres que llevan sobre
los hombros un balancín con cubos de agua, ni a los kínder, los
niños, corriendo entre las carretas cargadas de mercancías, ni a los
vendedores y compradores, ni a los mozos que regresan de la yeshivá, la academia talmúdica.
Y he aquí que un buen día, mientras contemplaba las figuras que iban y
venían por debajo de mi ventana, mi mirada quedó atrapada en él. Alto,
con el gorro cónico judío en la cabeza, con una cartera en la mano y
caminando con prisa hacia su casa.
¿Podría ser Meir Amschel Rothschild? En esta única calle del gueto
todos nos conocemos. Si ya lo había visto otras veces, ¿cómo podía ser
que no me hubiera fijado en él, ni en su estatura, que de pronto parecía
haber aumentado? ¿Por qué clavaba la mirada en su rápido andar hasta
que desaparecía en la curva de la calle rumbo a su casa? ¿Qué
significaban mi súbita respiración entrecortada y los ligeros pellizcos
que me cosquilleaban en el estómago?
Al día siguiente, de pie en el punto de observación de siempre, mis
ojos buscaban a aquella figura apresurada. Apoyé los codos cubiertos por
mangas largas en el alféizar, eché un vistazo impaciente hacia el
incesante movimiento de la calle bulliciosa y me preparé para absorber
el nuevo panorama. Mi mirada revoloteó por los hombros que sostenían el
balancín con los cubos de agua y por los kínder, que unos a
otros se gritaban «tregua» para dejar paso a las madres, y seguían
atentos e impacientes sus pasos lentos y pesados para reanudar el juego
justo donde lo habían interrumpido.
Y entonces, detrás de una carreta cargada con enseres del hogar
usados que avanzaba pesadamente, apareció de pronto el gorro cónico, que
adelantó a la carreta, a los cubos de agua y a los kínder. Mi
corazón apenas alcanzó a alegrarse de haber visto el gorro y la figura a
la que estaba unido cuando ya habían desaparecido por la curva que
lleva a la puerta norte de la Judengasse, la Bockenheimer, junto a la
cual vivía Meir Amschel.
A partir de aquel momento, las vistas habituales de mi Judengasse se
hicieron menos importantes. Toda mi atención se concentró en atrapar la
única imagen que motivaba mi presencia en ese lugar.
Guardé el secreto en mi corazón. Nadie compartió la tormenta que se había desatado en mí.
Los días siguen transcurriendo repletos de ilusiones, días de
búsqueda y esperanza, a cuyo término la nada trae esperanzas renovadas
para mañana. De pie, junto a la ventana de nuestra casa, espero.
Estoy muy unida a esa ventana. Toda la familie se ha
acostumbrado ya a esa locura mía; incluso mi recatada y devota madre ha
dejado de reprochármelo y sonríe indulgente a mis espaldas cada vez que
me asomo apoyándome en el alféizar. No tengo que girar la cabeza hacia
ella para ver esa sonrisa suya. Se detiene, se queda quieta un momento y
la sonrisa la acompaña mientras sigue con lo suyo, llevando en la mano
el omnipresente paño para recoger las motas de polvo, antes de que se
posen sobre un mueble. Así es mi madre, sonríe y limpia. Limpia y
perdona.
Si yo no hubiera tenido otros quehaceres en casa, me pasaría el día
mirando, con el cuerpo apoyado en el alféizar. Así es como me siento
unida al mundo. Nuestra ventana da a la calle, abarca las partes más
concurridas y me permite seguir el movimiento de la vida en nuestro
mundo.
Un mundo que es un callejón estrecho, sombrío y sucio, llamado
Judengasse. No hay lugar para carruajes, no tiene árboles, ni flores,
pero una multitud de personas pasa por él todos los días de labor y lo
llena de vida; eso merece ser tenido en cuenta.
Me gusta nuestra calle, donde la gente vive hacinada y amontonada en
casas pequeñas y unidas unas a otras como eslabones en una cadena.
La nuestra es una de las casas de la calle. En la fachada hay una
placa con la figura de un búho, y por ella yo me llamo a mí misma
buhita. Suelo mirar los ojos del búho, que como en las personas están en
la parte frontal de la cabeza, y observar su largo cuello, que como se
sabe es flexible y le permite recorrer con la mirada un círculo casi
completo.
Con mis ojos de buhita persigo la vida trepidante de la calle. Más o
menos cada dos casas, en la primera planta y por encima del sótano de
piedra, hay cosas en venta: objetos diversos, artículos de mercería,
prendas de vestir, calzado, carne, pollo y pescado, hogazas de pan y
unos panecillos que se llaman shtutin, jalá y jamín para el shabat,
el día santo de reposo. Hay un carnicero, un zapatero y un sastre, así
como una gran cantidad de talismanes para la salud, la buena suerte y el
éxito, en muy distintas formas: para llevar al cuello, para usar como
anillo en el pulgar o para colgar en una pared de la casa.
Cuando algo nuevo llega al vecindario, sé quién lo compró primero y
por cuánto, porque quien compra algo nuevo tiene el andar lento de una
tortuga alegre. Y si con eso no bastara, también detiene a la gente que
va por la calle para mostrarle lo adquirido sin disimular su
satisfacción por la compra: cuánto le pidieron al principio, cómo
negociaron, por cuántos táleros se acordó el apretón de manos y cuán
conveniente ha sido la transacción. Solo entonces deja ir a su
interlocutor, cuyo único papel en la conversación ha sido asentir con la
cabeza; primero ligeramente y luego cada vez con más energía.
Y a mí, en mi papel de observadora, lo único que me queda es sonreír
con indulgencia y afecto hacia esas personas que son parte inseparable
de mi vida.
Nuestra calle despierta por la mañana en una mescolanza de comercio y
estudio de la Torá. A mí me despierta el trabajo del día, que incluye
ayudar a mamá en las tareas del hogar y a papá en las de la oficina;
solamente me detengo unos segundos cerca de la ventana abierta para
echar un vistazo a los estudiantes que van a acogerse al amparo de la
Torá. Los más pequeños van al talmud torá o al jéder
de la sinagoga, acompañados por sus padres o por un hermano mayor, que
lleva en la mano un libro de oraciones o los textos de las Escrituras.
Los adolescentes fluyen en grupos hacia la yeshivá primaria y
los mayores, hacia la de estudios superiores. Maestros y rabinos se
pavonean rumbo al mismo destino, acarreando bajo el brazo libros
sagrados y volúmenes de la Mishná y del Talmud. El maestro lleva un
puntero para señalar una letra o una palabra. Pequeños y mayores se
acercan a la lengua sagrada y al Creador del mundo que extiende sus alas
sobre nosotros aquí, en la Judengasse, y nos protege. Las madres agitan
las sábanas en las ventanas y sacuden los edredones, mientras las
hermanas mayores se pasean con bebés llorando en los brazos, meciéndolos
para calmarlos.
Una tarde, ya acabadas las labores del día, disfruté de unos largos
momentos de observación. En las horas que siguen al término de las
clases, se unen al estrépito de la calle los grupos de kínder
corriendo entre la gente y las carretas. A veces se caen, incluso se
hacen daño, pero se levantan y vuelven a correr como si nada hubiera
sucedido. Cuando entre ellos estalla una pelea, yo sé quién pegó
primero, y más de una vez miran hacia mi ventana y esperan de mí que
juzgue quién es el culpable y quién el inocente.
Todas estas escenas veo desde mi ventana. Lástima que nuestra casa tenga una sola.
Cuando era pequeña, mamá me contó que hacía muchos años, antes de que
yo naciera y antes de su nacimiento y el de la abuela, bendita sea su
memoria, la casa estaba rodeada de ventanas. Tenía por lo menos cuatro.
Desde el gueto se podía observar la vida de Frankfurt y ver cómo se
movía el mundo; pero los que deciden y gobiernan en Frankfurt decretaron
que los residentes en la Judengasse debían cerrar con maderos y tapiar
todas las ventanas que daban a su calle. A los judíos les está prohibido
mirar a la gente de extramuros; solo se les permite abrir las ventanas
que dejan ver a la gente de la Judengasse y la cloaca hedionda abierta a
lo largo de la calle. Así es como nacieron las habitaciones ciegas, sin
ventanas.
Recuerdo haberle preguntado: «Mame, ¿por qué está prohibido
mirarlos?». A lo que mamá tartamudeó, como siempre que se le hace una
pregunta difícil, y, al final, me explicó que era porque la gente de
Frankfurt tenía miedo del mal de ojo. No lo entendí. ¿Acaso eran
cobardes? ¿Qué era eso del «mal de ojo»? Hubiera querido preguntar más,
pero mamá ya había pasado a hablar rápidamente de otras cosas que no
tenían nada que ver. Tenía otras preguntas, por ejemplo: ¿por qué los
niños de la Judengasse no podían jugar con los de fuera? ¿Sería cierto
lo que decía la gente, que los niños de fuera tenían un terreno para
jugar? ¿Por qué mis amigas eran únicamente niñas del gueto? Sin embargo,
en lugar de preguntar, apagué las preguntas que me quemaban, porque no
quería que mamá volviera a tartamudear, a cambiar de tema y a hablar
deprisa, casi tan veloz como yo cuando leo los Salmos, una habilidad que
adquirí gracias a las competiciones con mi amiga Mati.
Incluso hoy, cuando me estoy acercando a pasos agigantados a los
diecisiete años, de vez en cuando surgen preguntas parecidas, pero las
dejo de lado y paso a otro tema. Exactamente como mamá.
Desde entonces me pego a la ventana en cuanto puedo, tras terminar mis tareas en casa.
Un día, como de costumbre, volvía de visitar a mi amiga Mati. Llevaba
en la mano una aguja de tejer, un ovillo de lana y el comienzo
prometedor de la bufanda que había empezado en su casa.
De pronto di un traspié. Tropecé en uno de los baches que había a lo
largo de nuestra calle, el ovillo se me cayó de la mano y rodó por el
suelo inmundo. Iba a recogerlo, cuando, de pronto, una mano me lo
tendía, mientras la otra le quitaba la suciedad que se le había pegado.
Levanté la cabeza y vi que las amables manos estaban unidas al joven
alto, al objeto del cuadro que se reflejaba en mi ventana. Se inclinó
hacia mí y un par de brillantes ojos azules atraparon los míos. Sentí
que me había golpeado un rayo. Su rostro estaba muy cerca del mío. Me
quedé paralizada, inclinada a medias, y el gentil caballero se vio
también obligado a seguir agachado, mientras me tendía el ovillo.
—Aquí lo tiene. —El resplandor de sus ojos me sonrió.
Quise decir «Gracias», pero la palabra se evaporó al salir, y todo lo
que pude hacer fue carraspear, coger la lana de su mano paciente,
asentir agradecida y volver a erguirme.
—Shalom, Gútale —siguió golpeándome el rayo mientras su mano ya sostenía el gorro que se había quitado.
—Sha… lom —tartamudeé.
—Es un placer verla caminando por la calle, como también lo es verla mirando por la ventana —añadió hablándome de usted.
Su voz me deleitaba con un montón de palabras encantadoras, mientras
que yo… lo único que quería era escaparme de aquella presencia
majestuosa que me cortaba el paso, huir de la alta frente que me sonreía
con afecto, del cabello negro que coronaba su hermoso rostro, de los
pómulos pronunciados, de los ojos pe netrantes, de los labios que
sonreían irradiando una bondad que me desarmaba; llegar a casa y
apaciguar la tormenta que había estallado en mí.
La revelación me dejó paralizada. El apuesto Meir Amschel, el que
llenaba toda mi visión y me estremecía por dentro con un hormigueo nuevo
y maravilloso, confesaba haberme visto todos los días asomada a la
ventana. Me sentí halagada y avergonzada a la vez. ¿Acaso mi secreto
había sido descubierto y él me había pillado observándolo día tras día?
No recuerdo que nuestras miradas se hubieran cruzado alguna vez. Si ese
azul radiante se hubiera clavado en mí, seguro que me acordaría.
Me quedé frente a él un rato más, bien erguida, pero sin aliento y
sin fuerzas para hablar. Al cabo de un largo momento, sellé mi mudez con
una pequeña reverencia, apreté el ovillo de lana contra el pecho y salí
corriendo.
Ese mismo día, al crepúsculo, mi hora habitual en la ventana, me
peiné y me sujeté el pelo con peinetas. Busqué con la mirada su figura
prominente entre los que iban y venían por nuestra calle. Aquel nuevo
hormigueo interior acompañaba al vaivén de mis pupilas.
Y helo aquí.
Se detuvo, miró hacia mi ventana y me hizo unas pequeñas reverencias,
como si retribuyera al gesto estúpido que tuve antes de escaparme de
él. Cogió el gorro con la mano y el fulgor de sus ojos se clavó
directamente en los míos. Su sonrisa contagiosa hizo que le respondiera
con una sonrisa gemela. Mi mirada eludió la suya para fijarse en su
cabello bien cortado antes de que volviera a ponerse el gorro.
Se quedó un buen rato frente a mi ventana sin prestar atención al
movimiento incesante de la gente; sus labios se movían sin pausa, pero
sin proferir sonido. Mientras trataba de descifrar lo que me decía,
observaba su aspecto atractivo y cordial. La barba negra estaba bien
cuidada y parecía alguien gozoso de estar en el mundo del Señor, bendito
sea. Esbocé una sonrisa intentando dominar la pasión que sentía y le
hice una seña con los dedos a modo de despedida.
A partir de ese momento, cada vez que Meir Amschel Rothschild pasaba
por nuestra calle, se detenía delante de mi ventana y llenaba de júbilo
mi corazón.
Al cabo de unas semanas fue a ver a mis padres para pedirles mi mano. Ellos se la negaron, y yo sigo esperando.
No tengo a nadie a quien contárselo. Ni a mis amigas charlatanas y
mezquinas, ni por supuesto a mi padre, que se interpone como una muralla
fortificada entre el intruso y yo, ni a mame, que, en este asunto, muy a mi pesar, se ha puesto del lado de papá.
Hasta que recordé a mi buen amigo, el único al que puedo contárselo todo.
Desperté al cuaderno de su largo sueño, lo saqué de su escondite, lo
puse en el trozo del suelo aprisionado entre las camas, y heme aquí
reanudando mi relación con él.
Ya ha pasado un año desde que escribí por última vez. Siento como si hubiera traicionado a mi mejor amigo.
Ahora vuelvo con la pluma y el tintero, aparto un poco el candelero y
descargo en sus páginas lo que me está ocurriendo, esos borboteos y
estremecimientos de los que no conviene hablar.
Hoy la tarde ha transcurrido como en los últimos días. Me he puesto
dos peinetas en el cabello, una de cada lado. Con la costumbre que ya he
adoptado, apoyé los pies descalzos en el inmaculado suelo de madera de
nuestra casa y los codos «enmangados» sobre el alféizar. A mamá le gusta
escuchar las palabras que invento, dice que son un complemento que da
nueva vida a nuestro judendeutsch. Como muchos otros de nuestra
calle, también en casa tendemos a recurrir a palabras del hebreo,
idioma reservado a todo lo que es sagrado o festivo, y mezclarlas en la
lengua que utilizamos a diario, el «alemán de los judíos», que llamamos judendeutsch.
Apoyé la cara entre las manos y me puse en posición de observación.
Esta hora intermedia, en la que el día se va desvaneciendo y la noche
insinúa que no tardará en caernos encima con su negrura, me invita a
jugar a las adivinanzas en el lugar de siempre, en el alféizar de la
ventana: ¿vendrá?, ¿no vendrá?
Ahora el sol desciende y se escabulle por detrás de la muralla. La
gente acelera el paso hacia sus casas, se apresura a llegar antes de que
oscurezca. En nuestra calle nadie guarda silencio. Se dice que muchos
de los vecinos, al entrar en casa, musitan loas al Señor por haber
logrado sobrevivir otro día, le agradecen el preciado pan que les ha
dado en Su bondad y le piden seguir viviendo también al día siguiente;
pero no a todos les resulta difícil librarse del círculo de la pobreza. A
algunos, el Señor, alabado sea Su nombre, les ha bendecido con buenos
ingresos y donan generosamente al fondo de beneficencia. Nosotros
estamos en el medio. No entre los indigentes, pero muy lejos de la
posición de los más opulentos, de los que se dice que son «ricos como
Creso». Oigo a mamá dando gracias al Altísimo por el sustento que papá
proporciona a sus hijos y sé que no tiene que preocuparse por el mañana,
pues las arcas de papá nunca están vacías, incluso separan parte de las
monedas para obras de caridad.
Si bien el Señor no da por igual a todos —ricos, pobres y los del
medio—, vivimos juntos en armonía y en paz; cada uno está satisfecho con
lo suyo y confía en que el Creador del mundo no nos abandone en la hora
de necesidad.
Pronto se cerrarán las tres puertas del gueto y entonces no habrá
quien entre ni quien salga. Dentro de poco el cielo se cubrirá de
estrellas, mamá prenderá la vela, cenaremos y nos apresuraremos hacia
nuestras camas para el sueño nocturno, antes de que se apague la última
vela del día.
Cuento el número de vigas de madera que se han caído de la casa de la
familia Goldner y ruedan por el suelo de la calle. Me parece que esa
casa será la próxima en derrumbarse; que la misericordia del Altísimo no
lo permita. Hoy han caído dos vigas más. Cada vez se desprenden y caen
de toda clase de casas viejas, como los cabellos de la cabeza, hasta que
algunos padres se reúnen, recogen las vigas y las vuelven a colocar en
su lugar, o las cambian por otras nuevas. A veces no llegan a tiempo
para repararlas, la casa se derrumba, todos dicen «qué desastre, qué
calamidad», y vuelven a construirla.
Cuando nuestra calle se vacía de gente y del bullicio de los niños,
queda expuesta una nueva capa de basura que se suma a la antigua, ya
permanente en el lugar. Perros y gatos hurgan en ella, sobre todo en la
que se amontona junto a carnicerías y panaderías.
Sin embargo, cuando Meir Amschel Rothschild llega, el panorama que se
ve desde la única ventana de nuestra casa se transmuta; su figura llena
el lugar ocupado por los cuadros habituales. La calle se torna más
alegre, desaparecen el hedor y la fealdad, y se convierte en la más
bella del mundo. Es cierto que no conozco otras calles aparte de mi
Judengasse, pero sé cómo me siento y eso es lo que cuenta.
Un momento. Debo ser más precisa. Sí, también conozco el abarrotado
mercado judío de extramuros, así como el corto camino que lleva a él. De
vez en cuando salgo del gueto y acompaño a mamá a hacer las compras.
Mientras las mujeres cristianas de Frankfurt no hayan terminado las
suyas, nos está prohibido a nosotras, las judías, acercarnos a los
puestos de venta. Mamá es muy estricta con respecto a esta prohibición,
como lo es en lo referente a toda la larga lista de edictos e
interdicciones que pesan sobre nosotros, los residentes en la
Judengasse, como por ejemplo la de vestir prendas de seda o llevar joyas
(excepto el sábado, cuando tenemos permiso para engalanarnos. Me he
fijado en que mamá, que da tanta importancia a su aspecto como al
cuidado de su casa y de sus hijos, goza aprovechándose de este permiso y
solamente se quita los adornos permitidos cuando termina el sábado,
antes de retirarse a su lecho). Gracias a su rigor, nunca hemos tenido
que pagar multas por desobedecer, de manera que ahorramos muchos
táleros.
Así es como he tenido la fortuna de ver algo de lo que existe fuera
de la Judengasse. A veces despierta en mí el deseo de echar un vistazo
de cerca a los parques públicos de los francforteses, incluso de pasear
por ellos de verdad y experimentar la sensación de los pies pisando
aceras y senderos limpios, y la de los ojos mirando sin empacho la
delicia de los árboles, las flores y las alfombras de césped. Una vez le
confié este deseo a mamá, pero ella me miró aterrada y tartamudeó hasta
que pudo rescatar una frase firme y definitiva: «Quítate esa idea
insensata de la cabeza y no te atrevas a mencionarla nunca más».
En cuanto a mí, mis labios están sellados, pero la idea no se ha
disipado. Mamá no entiende que un ser humano no pueda controlar sus
pensamientos. Ni siquiera el Sacro Imperio Romano Germánico, que nos
gobierna de forma arrogante y despótica, imponiéndonos edictos
humillantes, como si fuéramos una raza maldita. Nos llama Schutzjuden,
«judíos protegidos», nos grava con un impuesto anual, como el que mi
padre tiene que pagar por la pretendida protección de nuestras vidas y
nuestros bienes, y con un arancel personal para pasar con la carga por
la puerta de la ciudad; pero ni siquiera él puede controlar nuestros
pensamientos. Por otro lado, podemos mantener a raya lo que decimos y
decidir si hablamos o no, de modo que ya no menciono más ese tema y no
revelo a mamá ni a nadie mis deseos secretos y descabellados.
Mamá nos ha llamado para que vayamos a cenar. Los rayos del sol se han apagado y la noche ha empezado a enseñorearse del lugar.
Hoy tampoco ha venido. Eché un último vistazo a la calle que se
preparaba para la noche. Me aparté de la yerma ventana y me senté a la
mesa. También mañana me aposentaré allí. En cada nuevo día anida una
nueva esperanza.
Mi único propósito era escribir sobre Meir Amschel Rothschild, pero
mis pensamientos se han desviado también hacia otros días y otras
descripciones.
Antes de cenar, mamá ha prendido la vela de la lámpara del techo.
Cuando han ido a acostarse, me he levantado de la cama sin hacer ruido,
de la hornacina de la pared de nuestra habitación he cogido la
palmatoria con la vela apagada y la he encendido con la llama moribunda
de la vela de la lámpara.
Ahora pondré la pluma sobre la cómoda y me preocuparé de cerrar mi
tintero favorito, hecho de porcelana y adornado con unos querubines con
las alas desplegadas. Esconderé cuidadosamente el cuaderno debajo del
colchón y apagaré los restos de la vela cuya cera ha cubierto la
palmatoria con un manto transparente.
Una y otra vez, a nosotros, los niños, nos alertan contra el fuego.
Las casas de la Judengasse están hechas de madera, la madera arde y aquí
las desgracias han sido más que suficientes.