Han tenido que pasar ocho días para repetir ganador en este Tour de
Francia 2024. Y ha sido el eritreo Biniam Girmay, que precisamente hace
sólo unos días que derribó la barrera histórica de ser el primer ciclista negro en alzar los brazos en esta carrera.
El ciclista africano ha batido a Jasper Philipsen en
el sprint de Colombey-les-deux-Eglises, una llegada ascendente en la
que ha sido capaz de salir desde atrás y batir al belga, que no acaba de
encontrar el golpe de pedal necesario.
Como viene siendo habitual en las últimas jornadas llanas, la etapa ha tenido un desarrollo muy previsible en la que sólo un escapado ha intentado romper la disciplina del pelotón y evitar la llegada masiva. Y, como es de esperar, un ciclista solo frente a varios equipos tenía poco que hacer.
El valiente ha sido Jonas Abrahamsen,
que con el maillot a lunares rojos de la Montaña ha llegado a tener
seis minutos de renta sobre el gran grupo. Nunca tuvo opciones reales de
llegar a meta, pero sin duda es uno de los nombres de esta primera
semana de Tour. Pronto llegarán los días de puertos largos y encadenados
y es muy probable que pierda esa clasificación de mejor escalador, pero
su empeño y buen hacer es innegable.
En la clasificación general no ha habido cambios. Pogacar sigue al frente, por delante de Evenepoel y Vingegaard
antes de una jornada importante mañana: salida y llegada en Troyes, con
el paso de 14 tramos de caminos de tierra que prometen un día caótico.
TITULO:
Hora Punta, el programa de TVE de Javier Cárdenas - Algo más que estar en forma ,.
Algo más que estar en forma ,.
foto / Resulta difícil rastrear la primera semilla de un libro, pero
recuerdo que un día, cuando yo era adolescente, escuché en la radio no
sé a quién —un artista, creo recordar— que la bondad era «cuestión de
imaginación». Que solo los que tuvieran una gran imaginación para
ponerse en la piel de los otros podrían ser —o intentar ser— «buenos»…
Pienso ahora que este libro tiene tal vez como punto de partida
inconsciente aquel momento. Porque esa idea me sorprendió, me intrigó y
creo que durante décadas ha estado dormitando en un cajón de mi mente,
esperando el momento de que la sacara y la pusiera sobre la mesa, de que
la analizara y la escudriñara.
¿La bondad como una cuestión de imaginación? La siguiente vez que
recuerdo haber encontrado esa idea fue cuando mi afición juvenil a la
poesía me condujo a un breve ensayo de Percy B. Shelley, Defensa de la poesía (1840/1986: 35), donde se podía leer:
Un hombre, para ser altamente bueno, ha de imaginar intensa y
comprensivamente; ha de ponerse en el lugar de otro y de muchos otros;
las penas y los goces de sus semejantes han de ser suyos. El gran
instrumento del bien moral es la imaginación.
Y continuaba afirmando que la poesía contribuye a ese efecto, pues
«ensancha la circunferencia de la imaginación» y «fortalece la facultad
que es órgano de la naturaleza moral del hombre, de la misma manera que
el ejercicio fortalece un miembro».
Luego yo vería repetido ese argumento en innumerables ocasiones, no
referido específicamente a la poesía, claro está, sino a toda forma de
narrativa, y en especial a la novela. Que leer novelas y meternos en el
pellejo de todo tipo de personajes, héroes o antihéroes, mujeres u
hombres comunes o extraordinarios que viven toda suerte de aventuras,
dramas, comedias o tragicomedias, que habitan continentes extraños y
tiempos pretéritos, copresentes o futuros, que sufren, aman y luchan; en
fin, el argumento de que ponernos en el lugar de personas y situaciones
tan diversas no haría sino reforzar y ampliar el músculo de nuestra
imaginación y que, en definitiva, eso no solo nos haría más cultos,
sino, de alguna forma, mejores personas. Porque la literatura
tendería a «extender nuestras simpatías», a «educar nuestro corazón y
entendimiento, a crear introspección»; y, como escribía entusiasta Susan
Sontag (2007: 184 y 211), adiestraría «nuestra capacidad para llorar
por los que no somos nosotros o no son los nuestros».
En mi juventud leí grandes novelas. Me recuerdo encaramada a una roca, leyendo El cuarteto de Alejandría, de Durrell, mientras mis amigos se divertían en la playa; acurrucada en el sofá de casa mientras devoraba La montaña mágica, de Mann; o esperando el autobús mientras avanzaba a trompicones en La inmortalidad, de Kundera. Sin duda, esas y otras muchas lecturas forjaron mi introspección, aunque
no estoy segura de que no viniera ya de fábrica. Viví —y sigo viviendo—
la vida de otras muchas personas además de la mía: no puedo imaginarme
la existencia sin novelas, sin películas, sin series, sin historias de
otros-que-podrían-haber-sido-yo o que, de hecho, son un yo que no soy yo.
Pero pronto supe que lo que necesitaba era comprender, y
comprender de manera conceptual y sistémica, amplia e integral, así que
me sumergí en los estudios de Filosofía. Realmente, a lo largo de la
carrera no creo haberme topado muchas veces con la idea de la
imaginación, ni tampoco es que la tuviera yo muy presente. El concepto
de racionalidad que ensalzaba el grueso de la tradición filosófica
parecía excluirla de su ejercicio o, por lo menos, no le daba un papel
principal. Solo más tarde, cuando me fui centrando más y más en la
filosofía moral, es cuando supe que la imaginación y el ponerse en el
lugar del otro habían sido especialmente alabados por los pensadores de
la Ilustración escocesa. Que David Hume centró en lo que entonces se
llamaba simpatía esa capacidad que nos unía con los demás y
sentaba las bases de los sentimientos morales; o que, pocos años
después, Adam Smith (2004: 50) escribiría:
La imaginación nos permite situarnos en la posición de otra persona,
concebir que padecemos los mismos tormentos, entrar por así decirlo en
su cuerpo y llegar a ser en alguna medida una misma persona con él y
formarnos así alguna idea de sus sensaciones, e incluso sentir algo
parecido, aunque con una intensidad menor.
Aquellos precursores dieciochescos tienen hoy sus continuadores en la
filosofía moral, pero también en las diversas ramas científicas, desde
las neurociencias hasta la psicología cognitiva. Si lo que uno quiere es
comprender, es fascinante leer cómo se investiga empíricamente
—de una manera más rica y sorprendente de lo que pudieran figurarse
aquellos filósofos ilustrados— cómo nos entendemos unos a otros, cómo
nos leemos la mente, cómo adoptamos el papel de otra persona.
Sin necesidad de adentrarse en esa literatura académica, ¿quién no habla hoy de empatía, un
término que ha terminado por popularizarse y divulgarse por doquier? La
idea de que nos permite ponernos en el lugar de otras personas, de
imaginar y sentir cómo sería estar en su pellejo en una situación dada,
es ya un lugar común; al igual que es una creencia difundida considerar
que puede ser, por consiguiente, la fuente —o una de las fuentes
principales— del comportamiento moral o de la conducta benevolente y
justa.
Pero, si la bondad tiene que ver con el desarrollo de ese tipo de imaginación, ¿tendrá la maldad que ver con su ausencia? Hacia
esa tesis parece apuntar, por ejemplo, la famosa teoría de Hannah
Arendt en torno a la banalidad del mal, expuesta por primera vez en su
obra Eichmann en Jerusalén. «Cuanto más se le escuchaba [al
oficial nazi Adolf Eichmann], más evidente era que su incapacidad para
hablar estaba estrechamente ligada a su incapacidad para pensar, en
especial para pensar desde el punto de vista de otra persona» (1999:
77). Arendt hacía referencia aquí a la incapacidad para salir de la
propia perspectiva y de verse a sí mismo y a la propia visión del mundo
desde fuera, desde la perspectiva de otras personas, o desde la de un
«observador imparcial»; es decir, Eichmann sería el ejemplo de alguien
que está encerrado en una visión hermética y autorreferencial. Una forma
de hacer mal, de hacer daño, banal —aunque en su caso fuera tan dramática y brutal— y, por eso mismo, una posibilidad siempre presente en los seres humanos.
Arendt enlazaría esta crítica con la idea del «pensamiento ampliado», que Kant había apuntado en la Crítica del juicio como
esa forma de entendimiento que consiste en «pensar en el lugar de
cualquier otro». El pensamiento propio se extiende o se amplía
precisamente descentrándose de sí mismo y pensando, al mismo
tiempo, bajo el punto de vista de otras personas, reales o hipotéticas,
lo cual se desarrolla —insiste Arendt— gracias a la facultad de la
imaginación.
Curiosamente, la línea Arendt-Kant sigue un planteamiento
cognitivista, distinto al de la línea filosófica que arrancaba con Hume y
Smith. Mientras que los primeros hablan de pensar, de razonar correctamente ampliando nuestra capacidad de discernimiento o juicio, los segundos hablan de sentir, de
compartir a través de la simpatía (o la empatía, como la llamamos
ahora) el estado emocional del otro, de comprenderle poniéndonos
afectivamente en su piel. Cuando comencé a interesarme en serio por el
tema que nos ocupa en este libro, me di cuenta, en efecto, de que tanto
las tradiciones más racionalistas como las más sentimentalistas en torno
a la moral hablan de que la sabiduría práctica, la sabiduría ética y
política, consiste en gran parte en el cultivo de nuestra capacidad de
salir de nosotros mismos, de descentrarnos y de considerar una situación
dada desde diferentes puntos de vista. Un planteamiento básico que los
pensadores afrontaban desde una multitud de perspectivas, desde las más
afectivas hasta las más cognitivas, y con una profusión de
complicaciones que me propuse —sin saber muy bien en lo que me
embarcaba— estudiar.
Supongo que mucha gente podría decir que de lo que estamos hablando
es, en el fondo, una obviedad. Que no hace falta leer tanto para saber
que los agresores no suelen ser capaces de ponerse en el lugar de su
víctima. Que un violador, por ejemplo, no solo no hace ningún intento de
ello, sino que en absoluto puede o quiere imaginar lo que será de esa
mujer después, en los días y los años venideros, en los que tal vez no
pueda ya dormir sin despertarse aterrorizada, ni volver a confiar en los
hombres que se le acerquen. Que un terrorista no imagina todo lo que
está segando al arrebatar una vida, que no es una vida genérica y
abstracta, porque no existe tal cosa, sino singular e irrepetible, llena
de proyectos, miedos e ilusiones, con su red de relaciones, amores y
desamores. Elaine Scarry (1999: 126) resume todo esto con unas palabras
que son el oscuro eco de la cita luminosa de Shelley con la que hemos
arrancado esta reflexión:
La capacidad humana para infligir daño a otras personas siempre ha
sido mucho mayor que su capacidad para imaginarlas. O, quizás, podríamos
decir que la capacidad humana para infligir daño a otras personas es
muy grande precisamente porque nuestra capacidad para imaginarlas es muy
pequeña.
Y bien, ¿pueden las cosas ser así de simples?
Apuesto que a la lectora o al lector ya se le han despertado, como me
ocurrió a mí al empezar a pensar sobre ello, un cúmulo de dudas y
preguntas. Mi primera intuición era que debía haber bastante de verdad
en todas estas conjeturas. Pero al mismo tiempo no dejaban de chirriar
las objeciones que, de buenas a primeras, saltaban a la vista, como
seguramente les ocurra a los lectores.
Es por eso que el primer capítulo comienza precisamente afrontando
algunas de esas objeciones principales. La reflexión en torno a ellas
atemperará las más encendidas loas al papel de la imaginación en el
ámbito moral. A pesar de ello, argumentaremos que sí desempeña un papel
importante, que cumple unas funciones precisas, y analizaremos qué es lo
que podemos entender por imaginación moral. Algo que va, por
supuesto, más allá de la capacidad de adaptar el punto de vista de otra
persona o ponerse en su piel, aunque es esa facultad la que
priorizaremos en este estudio.
El segundo capítulo abordará la que, a primera vista, parecer ser la
forma (moralmente) más prometedora de ponernos en la piel del otro: la
empatía, y entenderemos, por lo tanto, la imaginación moral en el
sentido de imaginación empática.
El tercer capítulo, en cambio, estará dedicado a explorar los
argumentos de la tradición racionalista en filosofía y en psicología
moral, una tradición que también insiste en la importancia de adoptar la
perspectiva del otro, una asunción ideal de roles, pero entendiéndola como un proceso cognitivo, no sentimental.
El cuarto capítulo examinará la exhortación moral más común y la que
más directamente relacionamos con ponerse en la piel del otro, la
conocida como la regla de oro: «no hagas a los demás lo que no quieres
que te hagan a ti», o bien «trata a los demás como quisieras que te
trataran a ti»; y analizará las formas de pedagogía moral que podrían
impulsarla.
En el quinto, nos preguntaremos hasta qué punto la literatura, sobre
todo, pero también otras formas de narrativa cinematográfica y
audiovisual, entrenan y ensanchan nuestra imaginación y nuestro hábito
de ponernos en el lugar de otros. Nos preguntaremos, así, por el papel
moral de la ficción y de otras formas de experiencia vicaria.
Finalmente, el sexto capítulo estará dedicado a explorar los límites
del ejercicio de esa imaginación moral. ¿Qué quería decir Günther Anders
cuando sentenció que tenemos «el deber de ampliar nuestra imaginación
moral»? En nuestra época globalizada, en la era de las mayores
tecnologías disruptivas, con riesgos mundiales como la acechante
emergencia climática, ¿no es esa imaginación más necesaria que nunca?
Queda desplegado, pues, el plano del edificio. He intentado dotarlo
de cimientos sólidos y de ventanas amplias, de pasillos que desembocan
en estancias diáfanas y conectadas entre sí, de salones que llaman a una
humanidad común… Y esta es la invitación para que, desde este
vestíbulo, subamos ya al primer piso.
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