foto - El reloj,.
Acabo de recibir el enésimo aviso policial, vía Internet, de
virus maliciosos, espionaje y otras cabronadas. Y de nuevo me veo
obligado a perder hora y media de mi cada vez más corta vida en revisar
mensajes, marcar correo basura y dejar el antivirus funcionando un rato
largo, justo en el poco tiempo que algunos días dedico a darle un
vistazo al correo electrónico. En ésas estoy cuando me quedo pensando y
concluyo: hay que ver. Yo, que me asomo a Internet con la puntita nada
más, que no hago operaciones ni envío mensajes importantes por este
medio, y estoy aquí perdiendo el tiempo como un idiota; así que imagino
el trastorno que supondrá para quienes pasan el día, por necesidad o por
afición, pendientes del artilugio este. Los que se juegan aquí el
curro, la pasta o la confidencialidad. El trastorno que tendrán y lo mal
que lo pasarán de vez en cuando.
De tanto pensarlo, acabo deprimiéndome yo también. Está claro que todo esto va a más, y que por mucho que te resistas acabas en la trampa. En mi caso, el correo electrónico lo miro sólo una vez por semana, viajo sin Internet y tengo un teléfono móvil que sólo sirve para hablar. En cuanto a la dirección electrónica, no la doy casi nunca, aunque ahora todo el mundo la pide con impertinente naturalidad. Lo que pasa es que, pese a todas las precauciones, cada vez me veo más forzado a dar esa información. No por gusto, claro, sino porque me obligan. Cuando me relaciono con alguien por motivos de trabajo o como cliente, no hay problema: si exigen datos confidenciales mediante correos electrónicos, busco otro interlocutor. El problema es cuando actúa la Administración. Cuando agencias, ayuntamientos o ministerios exigen que envíes y expongas vía Internet tus datos confidenciales, profesionales, bancarios o fiscales. Cuando te obligan a desnudarte en público sin la menor garantía de protección. Lavándose las manos tras esa impunidad administrativa que tanta vileza facilita, si alguien utiliza todo eso y te arruina la vida.
No hay forma de escapar. Da igual que se trate de gente mayor o sin conocimientos de informática, indefensa ante este disparate. O fulanos que, como yo, se resisten hasta que al fin los acorralan y obligan, con el pretexto de leyes y disposiciones que nunca sabes qué hijo de la gran puta aprobó, ni cuándo. Y así, forzándote a pasear tu intimidad por Internet, te ponen una pistola en la nuca; pero cuando alguien aprieta el gatillo, nadie es responsable. Hasta las notificaciones oficiales más delicadas o importantes llegan ya por correo electrónico, con su exigencia de respuesta, y sólo falta a esa gentuza -aunque igual lo hizo ya- sacar una ley que establezca: «Todos y todas los españoles y españolas tendrán obligatoriamente un correo electrónico para relacionarse con la Administración»; del mismo modo que, en otro orden de cosas, nadie viajará en avión dentro de poco sin llevar la tarjeta de embarque en el Internet del móvil, como si éstos no se perdieran, o no se acabara la batería, o no te saliera de la punta del ciruelo tener uno. Pero eso sí: cuando el pirata informático saquea tu cuenta, usa tus datos o suplanta la firma electrónica, o llega el virus y manda todos tus documentos al carajo, nadie es responsable de nada. Y te crujen vivo por no recibir esto, no enviar aquello o no conservar en el ordenador tal o cual documento.
Esto, señoras y señores, es una puñetera mierda electrónica. Déjenme al menos el desahogo de decirlo. Una infame falta de respeto al ciudadano. Y va a más. Con el consuelo, eso sí, de que la culpa es nuestra, aunque esta vez no de todos. Mía, desde luego, no es. Y disculpen la chulería. La culpa es de quienes llevan mucho tiempo aceptando sumisos, incluso entusiasmados, cada vuelta de tuerca de ese sistema suicida porque resulta más cómodo; olvidando, o ignorando, que lo más cómodo -acuérdense del Titanic- suele ser también lo más vulnerable. Y claro. La pasividad de las víctimas, el silencio de los borregos, envalentona a esa gentuza sin rostro, vomitadora de disposiciones intolerables que maltratan derechos y libertades, y animan, además, a los sinvergüenzas a aprovecharse de ellas y de nosotros, mientras, como de costumbre, la cuenta la pagamos los inocentes. Los que no queremos tragar esas maneras. Quienes intentamos vivir a nuestro aire, sin estar pendientes de un ordenador o un aparato de bolsillo que nos hagan cada vez más esclavos con el pretexto de hacernos más libres. Y que, además, nos desnuda en público para que los golfos nos revienten y para que el Estado, fiel a sus puercas tradiciones, siga dándonos por saco, impunemente y con el mínimo esfuerzo.
De tanto pensarlo, acabo deprimiéndome yo también. Está claro que todo esto va a más, y que por mucho que te resistas acabas en la trampa. En mi caso, el correo electrónico lo miro sólo una vez por semana, viajo sin Internet y tengo un teléfono móvil que sólo sirve para hablar. En cuanto a la dirección electrónica, no la doy casi nunca, aunque ahora todo el mundo la pide con impertinente naturalidad. Lo que pasa es que, pese a todas las precauciones, cada vez me veo más forzado a dar esa información. No por gusto, claro, sino porque me obligan. Cuando me relaciono con alguien por motivos de trabajo o como cliente, no hay problema: si exigen datos confidenciales mediante correos electrónicos, busco otro interlocutor. El problema es cuando actúa la Administración. Cuando agencias, ayuntamientos o ministerios exigen que envíes y expongas vía Internet tus datos confidenciales, profesionales, bancarios o fiscales. Cuando te obligan a desnudarte en público sin la menor garantía de protección. Lavándose las manos tras esa impunidad administrativa que tanta vileza facilita, si alguien utiliza todo eso y te arruina la vida.
No hay forma de escapar. Da igual que se trate de gente mayor o sin conocimientos de informática, indefensa ante este disparate. O fulanos que, como yo, se resisten hasta que al fin los acorralan y obligan, con el pretexto de leyes y disposiciones que nunca sabes qué hijo de la gran puta aprobó, ni cuándo. Y así, forzándote a pasear tu intimidad por Internet, te ponen una pistola en la nuca; pero cuando alguien aprieta el gatillo, nadie es responsable. Hasta las notificaciones oficiales más delicadas o importantes llegan ya por correo electrónico, con su exigencia de respuesta, y sólo falta a esa gentuza -aunque igual lo hizo ya- sacar una ley que establezca: «Todos y todas los españoles y españolas tendrán obligatoriamente un correo electrónico para relacionarse con la Administración»; del mismo modo que, en otro orden de cosas, nadie viajará en avión dentro de poco sin llevar la tarjeta de embarque en el Internet del móvil, como si éstos no se perdieran, o no se acabara la batería, o no te saliera de la punta del ciruelo tener uno. Pero eso sí: cuando el pirata informático saquea tu cuenta, usa tus datos o suplanta la firma electrónica, o llega el virus y manda todos tus documentos al carajo, nadie es responsable de nada. Y te crujen vivo por no recibir esto, no enviar aquello o no conservar en el ordenador tal o cual documento.
Esto, señoras y señores, es una puñetera mierda electrónica. Déjenme al menos el desahogo de decirlo. Una infame falta de respeto al ciudadano. Y va a más. Con el consuelo, eso sí, de que la culpa es nuestra, aunque esta vez no de todos. Mía, desde luego, no es. Y disculpen la chulería. La culpa es de quienes llevan mucho tiempo aceptando sumisos, incluso entusiasmados, cada vuelta de tuerca de ese sistema suicida porque resulta más cómodo; olvidando, o ignorando, que lo más cómodo -acuérdense del Titanic- suele ser también lo más vulnerable. Y claro. La pasividad de las víctimas, el silencio de los borregos, envalentona a esa gentuza sin rostro, vomitadora de disposiciones intolerables que maltratan derechos y libertades, y animan, además, a los sinvergüenzas a aprovecharse de ellas y de nosotros, mientras, como de costumbre, la cuenta la pagamos los inocentes. Los que no queremos tragar esas maneras. Quienes intentamos vivir a nuestro aire, sin estar pendientes de un ordenador o un aparato de bolsillo que nos hagan cada vez más esclavos con el pretexto de hacernos más libres. Y que, además, nos desnuda en público para que los golfos nos revienten y para que el Estado, fiel a sus puercas tradiciones, siga dándonos por saco, impunemente y con el mínimo esfuerzo.
TÍTULO: SILENCIO POR FAVOR - La custodia del polígrafo ,.
La custodia del polígrafo ,. foto
De niño siempre imaginaba cómo se sentirían los hijos de un astronauta cuando en el cole les preguntasen a qué se dedicaban sus padres. O los de los cantantes, o los de los políticos (en mi infancia esta profesión todavía gozaba de buena reputación). Siempre he sentido cierta envidia de los críos cuyos progenitores desempeñaban un oficio que se escapaba a lo común. Las reminiscencias de aquel asombro pueril me sobreviven hasta hoy en día, y no puedo evitar hacerme los mismos planteamientos ahora con retoños de personas que ejercen nuevos oficios que la televisión ha alumbrado. «Mi mamá es gancho en 'Mujeres y hombres y viceversa'», probablemente diga alguien en alguna escuela. No puedo imaginar cómo reaccionarán sus compañeros. O con los hijos de tronistas, polemistas y pretendientes.
En el súmmum de profesiones catódicas singulares está la de poligrafista. Hasta hace unos años los polígrafos se relacionaban con investigaciones policiales, puesto que estos aparatos se usaban para registrar cómo reaccionaba el cuerpo de una persona cuando se la interrogaba. En la actualidad lo primero que nos viene a la mente al mentar el trasto es un personaje de cuarta del corazón sentado ante él para someterse a la prueba para demostrar que se acostó o no con otro personaje.
Todo cambió cuando Julián Lago trasladó el polígrafo a los platós de televisión en los noventa con la mítica 'Máquina de la verdad' por la que pasaron Lola Flores, Ruiz Mateos, Amparo Muñoz, el Dioni, Carmina Ordóñez, Jesús Gil y Gil y las niñeras, chóferes y criados de todos estos. Y fue así como los poligrafistas alcanzaron notoriedad, empezaron a formar parte del panorama televisivo y las cadenas se los disputaban para contar con ellos en sus programas.
Ha habido muchos que ante las cámaras se han encargado de registrar las fluctuaciones en la presión sanguínea, el pulso y la respiración, pero la que al final se ha llevado el polígrafo al agua ha sido Conchita Pérez, ama del aparato en 'Sálvame', que ha sido responsable de someter a interrogatorios insólitos a la flora y fauna de este espacio de Telecinco. Y lo hace con una solemnidad absoluta, sin pestañear ni dar muestras de asombro ante los temas que se plantean. De ahí su éxito. No es sencillo. ¿Cómo puede alguien permanecer inalterable al preguntar a una invitada si «se arrepiente de haberse dejado grabar practicando sexo mientras freía unas croquetas?» Conchita pudo. Evitó cualquier mohín y determinó, por cierto, que la susodicha mentía. Vamos, que freirá más croquetas de ese modo.
Infidelidades y engaños
La poligrafista de Telecinco llegó a la cadena hace cinco años para
poner orden en el chiringuito de Jorge Javier y dictaminar quién mentía y
quién decía la verdad. Empezó en el oficio en 2007, de la mano de José
Antonio Fernández Landa, el que era poligrafista de Antena 3 en el
difunto 'DEC' (antes 'Dónde estás corazón') y con el que acabó a palos
con demandas entre ambos. No tiene hijos por cierto, por lo que nadie
podrá decir aquello de «mi mamá es poligrafista». No con ella, al menos.Dirigió un hotel y estuvo vinculada a negocios petrolíferos. Su curiosidad por la poligrafía se despertó cuando tuvo que demostrar un hecho en el que no había habido testigos. Estudió en la American Poligraph Association (sí, existe) y es propietaria de Grupo Verity, desde donde ofrece servicios a empresas y particulares. A los seres mundanos les ayuda a recurrir a él para resolver «infidelidades, engaños, dudas en pareja, amistades y familia, acoso y abuso sexual, hurtos y robos, denuncias falsas y descréditos». A las grandes firmas les informa de que pueden aplicarlo en casos de «robos y fraudes, filtraciones de información sensible, seguimiento y control de socios y empleados, selección de personal de confianza, acoso laboral y sexual, simulación de bajas, falseamiento de gastos». Ponga un polígrafo en su vida, viene a decir.
Mientras tanto ella ejerce cada viernes de secundaria imprescindible de 'Sálvame', de personaje que no protagoniza ninguna trama relevante, pero acaba siendo fundamental en las resolución de los conflictos. La verdad está en sus manos. O en sus cables.
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