Muere una niña de 12 años por un rayo en Campelles,. foto,.
La joven ha recibido el impacto de un relámpago durante una tormenta que afecta la comarca del Ripollès,.
Una niña de 12 años ha muerto en Campelles (Ripollès) tras recibir el impacto de un relámpago durante una tormenta, según ha informado el canal 3/24. Según el alcalde de Campelles, la menor formaba parte de un grupo de niños que habían estado haciendo una excursión junto con sus monitores. La joven se habría separado del grupo para acercarse a una cruz de hierro que habría atraído el rayo.Este episodio coincide con un incendio en Bellver de Cerdanya que también estaría causado por un rayo. Hasta las ocho de la tarde han caído 3.200 relámpagos en Catalunya, 73 de los cuales han tocado tierra en el Ripollès.
Los Bomberos trabajan para extinguir el incendio declarado esta tarde junto al núcleo de Éller, al lado de la pista forestal que une el núcleo con Meranges. Se han enviado de 26 dotaciones terrestres entre camiones de agua y vehículos ligeros además de dps helicópteros de mando, tres bombarderos y cuatro aviones de vigilancia y ataque.
El Servei Meteorològic de Catalunya ha emitido un aviso por lluvia intensa en la comarca de la Cerdanya. La misma tormenta, que ya ha llegado a la zona del incendio, ha empujado el fuego en dirección contraria, montaña arriba.
TÍTULO: La mirada quebrada de Annemarie Heinrich ,.
La mirada quebrada de Annemarie Heinrich,. fotos,.
¿Sería acaso demasiado descarada? La pregunta cruzaba con frecuencia la mente de la biempensante clientela porteña que acudía al estudio de Annemarie Heinrich,.
Corrían los años treinta y la fotógrafa, desafiante, recibía en pantalones. Con idéntica libertad abordó esta pionera de la imagen los retratos y desnudos que caracterizan su obra,.
Dicen que cuando salía de detrás del mostrador en su estudio de
Buenos Aires, en plena década de 1930, vistiendo los pantalones a la
moda, prácticos para el trabajo, pero adelantados a su tiempo y a la
sociedad porteña, los potenciales clientes dudaban sobre su elección de
la fotógrafa. ¿Sería acaso excesivamente descarada esta Annemarie
Heinrich? Desde luego que lo era, quizá porque la mujer de los pantalones,
la fotógrafa incansable ante cuya lente acabarían posando grandes
estrellas de la pantalla, la radio y el ballet, no se adaptaba jamás a
las convenciones. Incluso cuando llegaba la Navidad, en vez de las
clásicas felicitaciones, optaba por un joven cuerpo femenino cuya única
vestimenta era un gorro de Papá Noel y sobre el cual se recortaba el
típico “felices fiestas”. El cuerpo, uno de los tantos desnudos que
salpicarían su producción, era además el de su hija, poniendo de
manifiesto esa mirada libre que iba a caracterizar su trayectoria desde
los inicios.
En todo caso, Annemarie Heinrich no era la única que había encontrado su libertad a través del objetivo: muchas hallaron en el medio ese modo de expresión que no levantaba excesivos recelos. De esta manera, si ya en el siglo XIX la fotografía es vista como un modo adecuado de ganarse la vida para las señoritas, en parte porque define esas virtudes victorianas propias de lo femenino –paciencia, tacto y afán de superación o, dicho de otro modo, un trabajo mecánico sin la menor esperanza de pulsión artística–, las propuestas de Annemarie Heinrich, incluso las que hablan de un trabajo en esencia pragmático –sobrevivir–, apuntan a una mirada extraordinaria y libre que poco o nada tiene que ver con la tarea mecánica que la sociedad biempensante solía asociar a las mujeres. Hasta se diría que las imágenes de Heinrich hacen soñar con lo que la cámara terminó por significar para las mujeres incluso en el siglo XIX: una inusitada libertad. De la cámara nadie sospechaba y a través de ella se podría quebrar la mirada, romperla, hacerla añicos…; subvertir, en suma, las fórmulas narrativas que tantas mujeres volvían a plantear, sobre todo, detrás de los objetivos en las décadas de 1920 y 1930, un momento en el cual dicha foto empezaba a ser algo más que un mero documento. Se convertía más bien en una manera alternativa de reescribir el mundo. Y a una misma.
De ese espíritu iba a participar Annemarie Heinrich, a pesar de que sus inicios como fotógrafa se relacionan, como se apuntaba, con la pura supervivencia de la familia, ayudar a su subsistencia tras su llegada a Argentina en 1926. Annemarie nació en Darmstadt en 1912 y vivió en Berlín con su madre, hija de una familia acomodada, y su padre, Walter Heinrich, violinista de la Ópera de Berlín y de cruceros de bandera alemana. Es uno de estos viajes el que le lleva a Argentina en 1909, destino que luego elegiría la familia para emigrar cuando el padre regresa de la contienda con una herida que no le permite seguir tocando el violín. Annemarie era una adolescente de 14 años cuando se instalaron en Entre Ríos, donde vivían dos hermanos de su madre. Después de pasar penurias, Annemarie y su padre emigran a Buenos Aires –a ellos se unirán al poco tiempo la madre y la hermana menor, Ursula–, y allí empiezan a surgir los primeros trabajos fotográficos para la joven: tiene ocasión de trabajar con Rita Branger, quien tenía su estudio en Belgrano, y Melita Lange, la fotógrafa austriaca afincada en Buenos Aires y conocida retratista. De esta última aprendería el arte de retratar, el uso de las luces y los espacios –Heinrich los domina como nadie–, a la vez que perfeccionaría las técnicas del retoque que ella solía hacer sobre el propio negativo. Sea como fuere, su venerado maestro intangible es George Hurrell, afamado fotógrafo de Hollywood. Mira y remira esas fotos publicadas en las revistas ilustradas, tan a la moda en esos años. Aprende poses. Las admira y las perfecciona, hasta que pocos años después, en 1933, se convierte ella misma en fotógrafa de las estrellas que van pasando por el Teatro Colón –muchas veces retratadas en escena– y empieza a colaborar en publicaciones como Novela Semanal, Mundo Social o El Hogar, haciendo sus sueños realidad, convirtiéndose a su vez en modelo para otros fotógrafos principiantes. De hecho, el negocio es tan rentable que su padre no tarda en convertirse en su ayudante: es él quien se ocupa del revelado.
A partir de la mitad de los años treinta las cosas van muy rápidas para Annemarie Heinrich y empieza a realizar fotos sociales para Antena y, sobre todo, Radiolandia, publicación para la cual trabaja durante 40 años. En pleno auge de su carrera hace la primera muestra de fotos en Chile, en 1937, y un año después se casa con Álvaro Sol –con quien tiene dos hijos, Ricardo y Alicia, quienes colaboran con la madre en el estudio–. Y, como el estudio crece en la avenida de Santa Fe, Heinrich contrata a algunas ayudantes que la asisten en la tarea de la posproducción, tal vez para que ella pueda dedicar parte de su tiempo a esas fotos que hace por puro placer, sus desnudos, sus fotos de viajes –sobre todo por Sudamérica, que empieza a exhibir sistemáticamente a partir de finales de los cuarenta–.
Es tal vez esa doble vertiente en su trabajo lo que hace fascinante la producción de Heinrich, quien muere en Buenos Aires en el año 2005. Nadie mejor que ella ha conocido el alma de las grandes estrellas a través de un objetivo perspicaz, desde la única Dolores del Río hasta la gran dama de la televisión Mirtha Legrand, pasando por la actriz argentina Amelia Bence –a la cual retrata con uno de los esclavos de Miguel Ángel, copia de la Escuela Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires– o Marian Anderson, la primera cantante afroamericana que actuó en el Metropolitan Opera House, en Nueva York, y conocida activista. Mujeres fuertes, pues, que, pese a que Heinrich jamás admitió de forma abierta su compromiso político de ninguna especie, subrayan sin duda esa mirada subversiva que volvemos a encontrar en su interés hacia los cuerpos andróginos: ocurre con una imagen del bailarín Vanoye Aikens de 1954 que tanto recuerda a los cuerpos de color desnudos fotografiados en la década de los ochenta por Robert Mapplethorpe.
Pero si nunca hizo patente su compromiso político, en cambio sí
defendió sus posiciones contra el poder. Cuando, en pleno auge del
peronismo, Eva Duarte de Perón,
a la cual había fotografiado como la joven Evita, estrella aspirante
con traje de rayas y mirada pícara, la invitó a ir a fotografiar al
presidente, Heinrich contestó que fuera él a su estudio para sacarse la
foto. No volvió a saber nada más de su vieja amiga, pero mantuvo esa
libertad que se hace patente en cada una de sus fotos.
Es la libertad que va apareciendo en cada uno de sus gestos fotográficos, en sus numerosos autorretratos que le sirven para explorar iluminaciones, modos de construir. Ahora que la investigación de su archivo completo, que lleva a cabo la Universidad Nacional de Tres de Febrero de Buenos Aires –esta institución y el MALBA le han dedicado exposiciones recientemente–, ha desvelado esos numerosos autorretratos, los hijos de la artista comentan cómo empiezan a entender lo que su madre hacía durante todas aquellas horas en el estudio. Es el juego de los reflejos –de uno mismo, del otro– que a menudo aparece literal en el agua de sus fotos de viaje –una parte menos conocida de la artista, pero que habla, igual que algunos de sus desnudos de la sección más privada de su producción–. Tal vez por eso cada retrato que hace parece un poco el retrato de ella misma, en ese juego de dobles, de reflejos, que siempre propone el objetivo. Se materializa en una imagen irónica, perturbadora, a su modo política: La manzana de Eva, de 1953. Dos manos –una de las obsesiones de Heinrich en muchas de sus fotos en diferentes poses y gestos– sujetan una manzana mordisqueada que se mide con la imagen de un hombre reflejada en una de sus clásicas bolas de cristal. De pronto arranca una sonrisa burlona en los espectadores, que vuelven a ver a Heinrich, en la imaginación, desafiante y díscola, incluso sin saberlo, saliendo de detrás del mostrador de su estudio con los pantalones subversivos, dispuesta a mirarse en el mundo y a quebrar la mirada.
En todo caso, Annemarie Heinrich no era la única que había encontrado su libertad a través del objetivo: muchas hallaron en el medio ese modo de expresión que no levantaba excesivos recelos. De esta manera, si ya en el siglo XIX la fotografía es vista como un modo adecuado de ganarse la vida para las señoritas, en parte porque define esas virtudes victorianas propias de lo femenino –paciencia, tacto y afán de superación o, dicho de otro modo, un trabajo mecánico sin la menor esperanza de pulsión artística–, las propuestas de Annemarie Heinrich, incluso las que hablan de un trabajo en esencia pragmático –sobrevivir–, apuntan a una mirada extraordinaria y libre que poco o nada tiene que ver con la tarea mecánica que la sociedad biempensante solía asociar a las mujeres. Hasta se diría que las imágenes de Heinrich hacen soñar con lo que la cámara terminó por significar para las mujeres incluso en el siglo XIX: una inusitada libertad. De la cámara nadie sospechaba y a través de ella se podría quebrar la mirada, romperla, hacerla añicos…; subvertir, en suma, las fórmulas narrativas que tantas mujeres volvían a plantear, sobre todo, detrás de los objetivos en las décadas de 1920 y 1930, un momento en el cual dicha foto empezaba a ser algo más que un mero documento. Se convertía más bien en una manera alternativa de reescribir el mundo. Y a una misma.
De ese espíritu iba a participar Annemarie Heinrich, a pesar de que sus inicios como fotógrafa se relacionan, como se apuntaba, con la pura supervivencia de la familia, ayudar a su subsistencia tras su llegada a Argentina en 1926. Annemarie nació en Darmstadt en 1912 y vivió en Berlín con su madre, hija de una familia acomodada, y su padre, Walter Heinrich, violinista de la Ópera de Berlín y de cruceros de bandera alemana. Es uno de estos viajes el que le lleva a Argentina en 1909, destino que luego elegiría la familia para emigrar cuando el padre regresa de la contienda con una herida que no le permite seguir tocando el violín. Annemarie era una adolescente de 14 años cuando se instalaron en Entre Ríos, donde vivían dos hermanos de su madre. Después de pasar penurias, Annemarie y su padre emigran a Buenos Aires –a ellos se unirán al poco tiempo la madre y la hermana menor, Ursula–, y allí empiezan a surgir los primeros trabajos fotográficos para la joven: tiene ocasión de trabajar con Rita Branger, quien tenía su estudio en Belgrano, y Melita Lange, la fotógrafa austriaca afincada en Buenos Aires y conocida retratista. De esta última aprendería el arte de retratar, el uso de las luces y los espacios –Heinrich los domina como nadie–, a la vez que perfeccionaría las técnicas del retoque que ella solía hacer sobre el propio negativo. Sea como fuere, su venerado maestro intangible es George Hurrell, afamado fotógrafo de Hollywood. Mira y remira esas fotos publicadas en las revistas ilustradas, tan a la moda en esos años. Aprende poses. Las admira y las perfecciona, hasta que pocos años después, en 1933, se convierte ella misma en fotógrafa de las estrellas que van pasando por el Teatro Colón –muchas veces retratadas en escena– y empieza a colaborar en publicaciones como Novela Semanal, Mundo Social o El Hogar, haciendo sus sueños realidad, convirtiéndose a su vez en modelo para otros fotógrafos principiantes. De hecho, el negocio es tan rentable que su padre no tarda en convertirse en su ayudante: es él quien se ocupa del revelado.
A partir de la mitad de los años treinta las cosas van muy rápidas para Annemarie Heinrich y empieza a realizar fotos sociales para Antena y, sobre todo, Radiolandia, publicación para la cual trabaja durante 40 años. En pleno auge de su carrera hace la primera muestra de fotos en Chile, en 1937, y un año después se casa con Álvaro Sol –con quien tiene dos hijos, Ricardo y Alicia, quienes colaboran con la madre en el estudio–. Y, como el estudio crece en la avenida de Santa Fe, Heinrich contrata a algunas ayudantes que la asisten en la tarea de la posproducción, tal vez para que ella pueda dedicar parte de su tiempo a esas fotos que hace por puro placer, sus desnudos, sus fotos de viajes –sobre todo por Sudamérica, que empieza a exhibir sistemáticamente a partir de finales de los cuarenta–.
Es tal vez esa doble vertiente en su trabajo lo que hace fascinante la producción de Heinrich, quien muere en Buenos Aires en el año 2005. Nadie mejor que ella ha conocido el alma de las grandes estrellas a través de un objetivo perspicaz, desde la única Dolores del Río hasta la gran dama de la televisión Mirtha Legrand, pasando por la actriz argentina Amelia Bence –a la cual retrata con uno de los esclavos de Miguel Ángel, copia de la Escuela Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires– o Marian Anderson, la primera cantante afroamericana que actuó en el Metropolitan Opera House, en Nueva York, y conocida activista. Mujeres fuertes, pues, que, pese a que Heinrich jamás admitió de forma abierta su compromiso político de ninguna especie, subrayan sin duda esa mirada subversiva que volvemos a encontrar en su interés hacia los cuerpos andróginos: ocurre con una imagen del bailarín Vanoye Aikens de 1954 que tanto recuerda a los cuerpos de color desnudos fotografiados en la década de los ochenta por Robert Mapplethorpe.
Evita la invitó a fotografiar al presidente.
Heinrich contestó que fuera él a su estudio, y no volvió a saber más de
su vieja amiga
Es la libertad que va apareciendo en cada uno de sus gestos fotográficos, en sus numerosos autorretratos que le sirven para explorar iluminaciones, modos de construir. Ahora que la investigación de su archivo completo, que lleva a cabo la Universidad Nacional de Tres de Febrero de Buenos Aires –esta institución y el MALBA le han dedicado exposiciones recientemente–, ha desvelado esos numerosos autorretratos, los hijos de la artista comentan cómo empiezan a entender lo que su madre hacía durante todas aquellas horas en el estudio. Es el juego de los reflejos –de uno mismo, del otro– que a menudo aparece literal en el agua de sus fotos de viaje –una parte menos conocida de la artista, pero que habla, igual que algunos de sus desnudos de la sección más privada de su producción–. Tal vez por eso cada retrato que hace parece un poco el retrato de ella misma, en ese juego de dobles, de reflejos, que siempre propone el objetivo. Se materializa en una imagen irónica, perturbadora, a su modo política: La manzana de Eva, de 1953. Dos manos –una de las obsesiones de Heinrich en muchas de sus fotos en diferentes poses y gestos– sujetan una manzana mordisqueada que se mide con la imagen de un hombre reflejada en una de sus clásicas bolas de cristal. De pronto arranca una sonrisa burlona en los espectadores, que vuelven a ver a Heinrich, en la imaginación, desafiante y díscola, incluso sin saberlo, saliendo de detrás del mostrador de su estudio con los pantalones subversivos, dispuesta a mirarse en el mundo y a quebrar la mirada.
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