España a ras de cielo es un programa de televisión emitido por TVE y se estrenó el 17 de septiembre de 2013. Desde el primer programa, está presentado por Francis Lorenzo. Martes a las 22h30,.
El programa permite conocer lugar de España desconocidos y ya conocidos desde otro punto de vista. , etc.
PLANETA CALLEJA - DOMINGO -19-MAYO ,.
Planeta Calleja es un programa de televisión de España que se emite cada domingo a las 21:30, en Cuatro de Mediaset España,. Jesús Calleja enfrentará a rostros conocidos a vivir experiencias únicas e irrepetibles fuera de su contexto habitual y en los lugares más remotos y fascinantes ., etc.
Blanca Suárez canta en Madrid,.
TITULO: Ochéntame otra vez - Diez años de la muerte de Antonio Vega,.
Jueves -16- MAYO a las 22:35 en La 1, foto.
Diez años extrañando a Antonio Vega,.
«Cuánta belleza hay en “Se dejaba llevar por ti”, “El sitio de mi recreo”, “Tesoros”, “Estaciones”… Cómo transformaba en poesía la vida cotidiana» / foto,.
Se
cumplen diez años de la muerte de Antonio Vega, y aprovechando el
concierto de homenaje que le dieron el jueves 9 en el Café Berlín de
Madrid, Arancha Moreno bucea en su memoria para recordar los tiempos en
los que le vio en directo.
La
fiesta fue en el Berlín. Se celebraban —sí: tuvo carácter de fiesta—
diez años de la muerte de Antonio Vega. Una década que pasó en un
suspiro, en cuanto empezaron a sonar las notas de “Una décima de
segundo” en el piano de Basilio Martí. La
sonrisa de Anye Bao, a la batería, era constante. Vibraba riendo al
sonido de los tambores, como si percutir le hiciese el hombre más feliz
del mundo. En un prudente segundo plano,
sosteniendo el bajo, estaba Billy Villegas. Juntos lograban que todo
sonase como antaño, como si en cualquier momento fuese a irrumpir el propio Antonio cantando. Pero no.
Al micrófono estaba Ricardo Marín, su antiguo guitarrista, asumiendo el
difícil papel de suplir a una de las figuras más añoradas de nuestra
música. Replicando su legado para no olvidar.
Antonio
se fue un aciago 12 de mayo, en mitad de una gira y en mitad de una
vida. Nos dejó solos, como cuando nos abandonó Enrique. Se dejó llevar,
aunque esta vez no quería. Tenía planes, tenía canciones, tenía vida
para rato. Le vi cinco meses antes, en Madrid, en un concierto en
Clamores que terminó antes de tiempo, y que prometieron repetir. Germán,
el dueño, nos dio personalmente una entrada para que volviésemos a
verlo otro día. Pero a ese último no fui, maldita sea. Quema tanto que
casi duele. Sí recuerdo la primera vez que le
vi, en ese mismo local, que siempre fue su casa. Los que íbamos a sus
conciertos lo sabíamos: no había otra sala que programase tanto a
Antonio como su Clamores. Cuántos meses habremos bajado esas mismas
escaleras hacia las catacumbas del jazz. Unos días nos tocaba sentarnos
en los sillones forrados de rojo y otros al fondo, acodadas en la barra,
como la vez primera, cuando nos tocó aguantar a dos jóvenes que
hablaron durante todo el concierto y solo se callaron para cantar
—demasiado alto— “Chica de ayer” (quitémosle el “La” del título, que
nunca lo llevó más que en el estribillo). Tardé poco en descubrir que
ese no era el público habitual de Antonio, que el suyo acostumbraba a
escuchar con un respeto casi místico. Algunas
caras ya me sonaban de los conciertos, como aquella chica, algo gruesa,
que estaba siempre en primera fila. Una vez, reservamos las entradas tan
pronto que nos dieron una de esas mesas pegadas literalmente al
escenario. Casi podíamos rozarle con los dedos. Esa noche él llevaba
flequillo y pelo largo, con el que se protegía de nuestras miradas. Con
eso y con su guitarra. Sabía cómo
colocarse la coraza, pero también se la quitaba fugazmente cuando
lanzaba alguna de esas ocurrencias suyas, breves y casi serias, que nos
hacían estallar de risa. El falso chico triste y solitario tenía un sentido del humor muy fino, y su público, que era muy fiel, lo sabía.
Suena «El sitio de mi recreo» en el café Berlín. Cierro los ojos y sigo viajando por mi memoria. Hay temporadas que me
mantengo alejada de sus canciones, sobre todo esos inviernos que pesan
más de la cuenta. Cuando vuelvo a ellas, como ahora, un solo verso es
capaz de despertar cientos de recuerdos. Me conmueve tanto como esas
noches de Clamores, pero algo ha cambiado. Ya no tengo los 20 años que
tenía la primera vez. Quizá fueran 19. A veces me pregunto qué hacen los
jóvenes de ahora a los 19, y cómo descubrí yo a Antonio Vega a esa
edad. Solo sé que fue apareciendo, creo que por la etapa en la que publicó De un lugar perdido,
y me fui acercando a sus canciones. Me conmovían sus melodías. Cómo
pellizcaba esa voz, sutil y delgada, abriéndose paso entre las
guitarras. Le recuerdo en todos los escenarios que me dio tiempo a verle, y al hacerlo me vienen imágenes de mi propia vida.
Como aquella noche que tocó en la Cubierta de Leganés, en un festival
que he borrado de mi mente casi por completo, y salió de los últimos. No
fue una de sus mejores noches, tampoco la nuestra: regresando a Madrid,
el conductor del autobús debió de dar una cabezada y nos salimos de la
calzada. Sentadas justo delante de la luna, fuimos testigos de cómo el
vehículo rompía el quitamiedos de la carretera y recorría una explanada
hasta que el conductor frenó. Apenas fueron unos segundos de angustia.
Un simple susto de madrugada.Hubo una noche que Antonio tocó en la Plaza Mayor, en las últimas fiestas de San Isidro que celebró Álvarez del Manzano, allá por 2003. Allí actuaron también Terence Trent D’Arby y un joven Quique González que aún no había publicado Kamikazes enamorados. Recuerdo a Quique merodeando por la plaza, fumando. Y la increíble sensación de escuchar, la misma noche y en el mismo espacio, canciones tan emocionantes como “Salitre” y “Lucha de gigantes”. También recuerdo a Antonio en Galileo, y aquella vez que Ángel Viejo me contó que Antonio se rompió un diente en el camerino, y quiso pegárselo, pero me parece un relato tan fantástico que ya no sé si lo soñé o sucedió de verdad. Tengo que volver a preguntárselo a Ángel. De lo que no me olvido es del concierto que dio una noche calurosa en el Conde Duque, cuando ya había publicado 3000 noches con Marga y se llevó a una sección de vientos. Recuerdo a Antonio cantando y casi bailando con el micrófono, sin la guitarra, y aunque me cueste creerlo sé que sucedió. Esa noche me suena a swing y a una canción llamada “Cada sombra en la pared”, no sé por qué. Años antes, no sé cuántos, fui a verle tocar a Carabanchel —creo que fue en la Sala Live!!—, con un relato en el bolsillo. Era algo que escribí, inspirado en su historia. No sé por qué lo hice, jamás se lo hubiera enseñado. Pero entonces tenía poco más de veinte años.
Conservo otro tipo de instantes asociados a Antonio, como la sorpresa que nos dio al equipo de la revista musical Popes80
cuando acudió a la fiesta que estábamos celebrando en La Botellita de
Serrano, y se subió al escenario a cantar con Santi, de Los Limones. Eva y Juan, de Amaral, asistían al momento tan alucinados como nosotros.
«Te presento a Antonio», me propuso Chema Vargas, y me acerqué y le
saludé, pero no le dije nada. Me guardé mis preguntas para las dos
entrevistas que le hice cuando regresó con Nacha Pop, a él y a Nacho
García Vega. Fueron en el hotel ABBA de Avenida de América. En una de
ellas subimos desde la cafetería hasta una de las habitaciones, donde
iban a atendernos. A Antonio acababan de darle un móvil nuevo, y él se
afanaba en abrir la caja y descubrir sus misterios, como un niño con un
juguete nuevo. Recuerdo su sonrisa y sus ojos detrás del flequillo. Su
amabilidad.
Tiro del hilo de la
memoria y sigo atrapando momentos. Como aquella tarde de octubre en la
que paramos el coche en una playa de Coruña mientras escuchábamos “Lucha
de gigantes”, y mis compañeras de viaje bajaron a hacerse fotos y
pelear contra el viento, mientras yo las miraba desde el asiento y me
taladraban, en silencio, esos versos que me siguen apretando el pecho:
“Deja que pasemos, sin miedo”.
Abro
otra vez los ojos, y sigo en el Berlín. Qué bonito eso que acaba de
hacer Txetxu Altube, interpretando a solas con Basilio “A trabajos
forzados”. Qué sentimiento. Creo que a Vega le hubiera gustado. Parece
que las canciones han crecido en manos de su banda, que incluyen algún
verso nuevo y se divierten alargando algún paisaje eléctrico, en un
concierto que rezuma alegría. Esos chicos, como les llamaba Antonio.
Cuánta belleza hay en “Se dejaba llevar por
ti”, “El sitio de mi recreo”, “El elixir de juventud”, “Tesoros”,
“Estaciones”… Cómo transformaba en poesía escenas de la vida cotidiana. Hace doce años, cuando le veía en directo, no reparaba en ello. Mira,
han tocado “Mi hogar en cualquier sitio”. Me pregunto si seguirá siendo
de las favoritas de Basilio, que me confesó un día que se tiró
enganchado a ella una temporada, a ese lado más «cachondo» de Antonio. A
un tipo que se consdieraba de cualquier lugar, sin apego a nada.
En
el Berlín la gente canta, aplaude, ríe. La mayoría tienen más de 40, y
de 50. Me sorprende su edad, pero rápidamente caigo en la cuenta: yo ya
tampoco tengo 20. Ellos han crecido y yo también. Pero las canciones de Antonio siguen igual de vivas en mi cabeza.
Giro la vista a mi derecha y reconozco entre el público a una de sus
hermanas. Se parece mucho a Antonio. Sus ojos, su nariz. Creo que se
llama Laura. No veo a la chica que solía ponerse en primera fila en los
conciertos, aunque tal vez esté allí y ya no la reconozca. De pronto,
entre el barullo de gente, reparo en el caballero del fondo. Está en el
lateral derecho, apoyado en una barandilla, mirando atentamente al
escenario. Va trajeado y con un pañuelo blanco
asomándole en el bolsillo. Leo en sus ojos una mirada casi triste, una
sensación de nostalgia. Le reconozco enseguida.
Es Germán, el antiguo dueño de Clamores. El que nos recibía, el que lo
presentaba, el que cuidaba de él y de nosotros. Tal vez esté pensando en
aquellas noches. En el tiempo fugado. Y se pregunte, como yo, si existe
algo más conmovedor que recordar un tramo de tu vida enredado entre
canciones de Antonio Vega. Creo que no.
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