domingo, 4 de octubre de 2015

EL BLOC DEL CARTERO - LA MENOPAUSIA DEL ARTISTA,./ LA CARTA DE LA SEMANA - LA TUMBA DE HELENA DE TROYA,.

TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO - LA MENOPAUSIA DEL   ARTISTA,.

images_002.jpgfoto - zapatillas viejas - 

En su afamada y perspicaz obra 'Enemigos de la promesa', Cyril Connolly alude a un período en la vida de los artistas que denomina «menopausia», en el que la confianza que hasta entonces el artista había tenido en su obra, incluso en su vocación, desfallece y decae y hasta llega a perecer por completo. Connolly sitúa esta «menopausia» entre los treinta y cinco y los cuarenta y dos años: «Es la transición de ser un joven escritor, de ser potencialmente Byron, Shelley, Keats, a convertirse en un caballo resistente. Parece como si el genio fuese de dos clases, una que arde en la juventud y se extingue y otra que madura, a través de una larga elección, echando nuevas ramas cada siete años. El artista tiene que decidir la naturaleza de su propio genio, pues de lo contrario es posible que el sprint de la juventud lo deje exhausto y no esté en condiciones de emprender el maratón de la edad madura».
Ignoro si, al fijar la «menopausia del artista» entre los treinta y cinco y los cuarenta y dos años, Connolly lo hace a voleo, o si considera que es exactamente en estos siete años cuando tal crisis se produce. Pero el caso es que fue entonces cuando yo la experimenté: fueron esos los años en que yo más vacilé en mi vocación, más la confundí con ocupaciones adventicias y distracciones penosas, más me dejé desconcertar y embrollar por cuestiones que nada tenían que ver con mis ocupaciones literarias; y también fueron los años en los que se produjo en mi interior una dolorosa metamorfosis, a través de la cual conseguí no ser un escritor que «arde en la juventud y se extingue», sino un escritor «que madura a través de una larga elección». Durante esos siete años llegué a pensar con frecuencia que escribir no tenía sentido; o que, al menos, mi necesidad de seguir escribiendo se había agostado y que, por lo tanto, para seguir escribiendo tendría que convertirme en un fingidor con mayor o menor oficio.
En esta «menopausia del artista» influyen, por supuesto, elementos externos. Connolly se refiere a ciertos «admiradores» que pretenden congelar al artista en su juventud: «Cuando el artista ha dejado de ser prometedor y se ha convertido en un buen escritor escribe Connolly, el admirador es un crítico cuyos juicios están sazonados por el odio hacia sí mismo o que, tomando al autor como símbolo de su propia juventud, relaciona sus últimos libros con los primeros. Cuando un admirador dice: ¡Ah, sí! ¡Pero ojalá escribiera otro Prufock! quiere en realidad decir: ¡Ojalá yo fuese tan joven como cuando leí Prufock por primera vez!». Y es que, en efecto, los «admiradores» del artista (lo mismo que sus detractores) quieren conservar al artista en salmuera, para que siga escribiendo las cosas que a ellos les gustaron (u horrorizaron) hace diez, o veinte, o treinta años; y se niegan a aceptar su evolución, porque no conviene a sus intereses y propósitos. Como el artista se niega a repetirse, como pugna por aquilatar su pensamiento y su estilo, choca con estos «admiradores» que quieren que se repita como la fabada y no dejan de añorar sus productos juveniles, no porque fueran mejores que los que brinda en su madurez, sino porque malignamente desean verlo coagulado en una juventud fiambre (tal vez porque ellos tienen pánico a envejecer, o temor a acompañar al artista en sus pesquisas intelectuales o espirituales). Yo he conocido, en efecto, a muchos «admiradores» empeñados en que yo fuese de por vida un rapsoda de la bohemia, o bien un chico modosito, perfumado de un catolicismo blandengue; y empeñados también en que, por haber dejado de ser un rapsoda de la bohemia o un chico modosito, debía colgar la pluma en la espetera y dedicarme a otra cosa.
Sin embargo, creo que en esta «menopausia», más que los elementos externos, influye la necesidad que toda persona cabal (y no sólo el artista) tiene de «sobreponerse» a la juventud, poniendo en tela de juicio todas las ideas recibidas, todos los prejuicios adquiridos, todas las servidumbres aceptadas (empezando por la del mismo éxito). Muchos artistas no son capaces de afrontar esta labor desgarradora; y se extinguen como tales, o (mucho más tristemente) se convierten en parodias de sí mismos, repiten cansinamente sus alardes juveniles, regurgitan los logros de su juventud, en un esfuerzo vano por ser lo mismo que eran y logrando a cambio ser la caricatura cansina y desfondada de lo que fueron.
Hay que arder y extinguirse o madurar, sabiendo que lo segundo es mucho más doloroso e incomprensible para ciertos «admiradores»; pero jamás convertirse en una caricatura de lo que uno fue. Lo mismo en el arte que en la vida.

 TÍTULO:  LA CARTA DE LA SEMANA - LA TUMBA DE HELENA DE TROYA,.

foto - la rosa de la madre

untitled.bmpDesde la terraza alta del restaurante Elettra, en Porto Vénere, el golfo de La Spezia se ve azul y la bahía está punteada de barcos blancos fondeados al resguardo de la isla. Acabo de despachar una ración doble de espaguetis con botarga y le sirvo a mi editora Giovanna Cantón lo que queda del Tignanello con el que hemos acompañado la comida, cuando ésta me dice que desea subir al cementerio, situado sobre el pueblo, para visitar la tumba de Walter Bonatti y Rossana Podestá, que fueron grandes amigos suyos. Decido acompañarla, y no sólo por cortesía; conozco bien la doble historia que acaba en esa tumba al borde de un acantilado, sobre el Mediterráneo. Walter Bonatti, el más guapo e intrépido de los montañeros italianos, fue uno de mis ídolos de infancia, y en su momento seguí su ascensión en solitario al Cervino como una hazaña casi familiar. Rossana Podestá encarnó en el cine a Helena de Troya, la mujer -eso decía el cartel publicitario de la época, que recuerdo como si lo estuviera leyendo ahora- cuya belleza lanzó mil barcos al mar y suscitó diez años de guerra. Así que subo con mi editora por las empinadas escaleras que llevan al pueblo viejo y al cementerio marino.
Mientras remontamos peldaño tras peldaño -Giovanna es montañera entrenada, y a veces me cuesta seguirla- recuerdo cómo Walter y Rossana llegaron hasta aquí. Cómo empezó todo. Walter era apuesto y valiente, un auténtico héroe italiano. La Podestá era una actriz bellísima y famosa hasta el punto de ser portada de la revista norteamericana Playboy, aunque ya estaba empezando el declive en su carrera; y en 1981, durante una entrevista, al preguntarle con qué hombre iría a una isla desierta, ella respondió de modo espontáneo «Con Walter Bonatti», aunque no lo había visto personalmente en su vida. El montañero -que acababa de divorciarse- leyó la entrevista y escribió a Rossana, muy divertido, ofreciéndose a llevarla a una isla desierta o a donde ella quisiera ir. Tengo la maleta lista, dijo. A ella le hizo gracia. Quedaron citados en Roma, para conocerse, en la escalinata del Ara Coeli, frente a la plaza Venezia. Rossana se presentó a la hora convenida, pero Walter no apareció. En aquel tiempo no había teléfonos móviles, y ella aguardó mucho tiempo, nerviosa al principio, inquieta luego, furiosa al fin. Estúpido e informal mascalzone, pensó. Me ha dejado plantada. Así que decidió marcharse.
Bajaba Rossana la escalinata del Vittoriano cuando reconoció a Walter, de lejos. Había aparcado su coche en un lugar donde sólo podía hacerlo el presidente de la república y discutía con un guardia empeñado en multarlo y en llevarse de allí el coche con una grúa, mientras Walter intentaba convencerlo, con bronca muy a la italiana, de que, por su madre, no le estropeara la cita con la mujer más bella del mundo. Parecía una escena de Il vigile, pensó Rossana, y para completarla sólo faltaba Alberto Sordi haciendo el papel de guardia. Entonces ella se acercó, sonrió al agente -que se tornó en estado líquido- y le dijo a Walter: «Menudo explorador estás hecho, incapaz de encontrarme en Roma delante del Ara Coeli». Se miraron a los ojos, y diez minutos después estaban conversando tumbados en el césped del Campidoglio. Ya no se separaron nunca.
Walter y Rossana vivieron juntos treinta años. Él murió en 2011 y ella lo siguió dos años más tarde. Fueron enterrados frente al mar, en Porto Vénere -el puerto de Venus, la diosa que concedió a Paris el amor de la griega Helena-, en una sencilla tumba familiar de mármol negro con una cruz, junto a la que ahora me detengo mientras Giovanna, emocionada, calla durante un largo rato. El cementerio está a mucha altura sobre el mar de Liguria, al borde mismo del acantilado, y el viento hace batir con fuerza las olas abajo, en las rocas. Bajo las placas con sus nombres, montañeros venidos de todo el mundo ha ido depositando piedrecitas de las más altas cumbres, que trajeron para honrar la memoria del hombre que aquí yace después de haberlas pisado todas. También hay piedras para Rossana; bajo la placa con su nombre veo un montoncito más discreto, más pequeño, pero igualmente conmovedor. Yo no escalo montañas y nada traigo en los bolsillos, así que me limito a apoyar un instante mi mano en el mármol bajo el que descansan ambos. Sobre su hermosa historia. Sobre el lugar donde Helena de Troya, envuelta en el sueño eterno del amor, el valor y la belleza, descansa junto a un hombre mejor que el que la llevó a la ciudad legendaria de Homero, al otro extremo, a la orilla más lejana de este viejo Mediterráneo.

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