TÍTULO: EL BLOC DEL CARTERO - LA MENOPAUSIA DEL ARTISTA,.
foto - zapatillas viejas -
En su afamada y perspicaz obra 'Enemigos de la promesa', Cyril Connolly alude a un período en la vida de los artistas que denomina «menopausia»,
en el que la confianza que hasta entonces el artista había tenido en su
obra, incluso en su vocación, desfallece y decae y hasta llega a
perecer por completo. Connolly sitúa esta «menopausia» entre los treinta y cinco y los cuarenta y dos años:
«Es la transición de ser un joven escritor, de ser potencialmente
Byron, Shelley, Keats, a convertirse en un caballo resistente. Parece
como si el genio fuese de dos clases, una que arde en la juventud y se
extingue y otra que madura, a través de una larga elección, echando
nuevas ramas cada siete años. El artista tiene que decidir la naturaleza
de su propio genio, pues de lo contrario es posible que el sprint de la
juventud lo deje exhausto y no esté en condiciones de emprender el
maratón de la edad madura».
Ignoro si, al fijar la «menopausia del artista» entre los treinta y cinco y los cuarenta y dos años, Connolly lo hace a voleo, o si considera que es exactamente en estos siete años cuando tal crisis se produce. Pero
el caso es que fue entonces cuando yo la experimenté: fueron esos los
años en que yo más vacilé en mi vocación, más la confundí con
ocupaciones adventicias y distracciones penosas, más me dejé
desconcertar y embrollar por cuestiones que nada tenían que ver con mis
ocupaciones literarias; y también fueron los años en los que se produjo en mi interior una dolorosa metamorfosis,
a través de la cual conseguí no ser un escritor que «arde en la
juventud y se extingue», sino un escritor «que madura a través de una
larga elección». Durante esos siete años llegué a pensar con frecuencia
que escribir no tenía sentido; o que, al menos, mi necesidad de seguir
escribiendo se había agostado y que, por lo tanto, para seguir
escribiendo tendría que convertirme en un fingidor con mayor o menor
oficio.
En esta «menopausia del artista» influyen, por supuesto, elementos externos. Connolly se refiere a ciertos «admiradores» que pretenden congelar al artista en su juventud:
«Cuando el artista ha dejado de ser prometedor y se ha convertido en un
buen escritor escribe Connolly, el admirador es un crítico cuyos
juicios están sazonados por el odio hacia sí mismo o que, tomando al
autor como símbolo de su propia juventud, relaciona sus últimos libros
con los primeros. Cuando un admirador dice: ¡Ah, sí! ¡Pero ojalá
escribiera otro Prufock! quiere en realidad decir: ¡Ojalá yo fuese tan
joven como cuando leí Prufock por primera vez!». Y es que, en efecto, los
«admiradores» del artista (lo mismo que sus detractores) quieren
conservar al artista en salmuera, para que siga escribiendo las cosas
que a ellos les gustaron (u horrorizaron) hace diez, o veinte, o
treinta años; y se niegan a aceptar su evolución, porque no conviene a
sus intereses y propósitos. Como el artista se niega a repetirse, como
pugna por aquilatar su pensamiento y su estilo, choca con estos
«admiradores» que quieren que se repita como la fabada y no dejan de
añorar sus productos juveniles, no porque fueran mejores que los que
brinda en su madurez, sino porque malignamente desean verlo coagulado en
una juventud fiambre (tal vez porque ellos tienen pánico a envejecer, o
temor a acompañar al artista en sus pesquisas intelectuales o
espirituales). Yo he conocido, en efecto, a muchos «admiradores»
empeñados en que yo fuese de por vida un rapsoda de la bohemia, o bien
un chico modosito, perfumado de un catolicismo blandengue; y empeñados
también en que, por haber dejado de ser un rapsoda de la bohemia o un
chico modosito, debía colgar la pluma en la espetera y dedicarme a otra
cosa.
Sin embargo, creo que en esta «menopausia», más que los
elementos externos, influye la necesidad que toda persona cabal (y no
sólo el artista) tiene de «sobreponerse» a la juventud, poniendo en tela
de juicio todas las ideas recibidas, todos los prejuicios adquiridos,
todas las servidumbres aceptadas (empezando por la del mismo éxito). Muchos artistas no son capaces de afrontar esta labor desgarradora; y se extinguen como tales,
o (mucho más tristemente) se convierten en parodias de sí mismos,
repiten cansinamente sus alardes juveniles, regurgitan los logros de su
juventud, en un esfuerzo vano por ser lo mismo que eran y logrando a
cambio ser la caricatura cansina y desfondada de lo que fueron.
Hay
que arder y extinguirse o madurar, sabiendo que lo segundo es mucho más
doloroso e incomprensible para ciertos «admiradores»; pero jamás
convertirse en una caricatura de lo que uno fue. Lo mismo en el arte que
en la vida.
TÍTULO: LA CARTA DE LA SEMANA - LA TUMBA DE HELENA DE TROYA,.
foto - la rosa de la madre
Desde la terraza alta del restaurante Elettra, en Porto Vénere, el
golfo de La Spezia se ve azul y la bahía está punteada de barcos blancos
fondeados al resguardo de la isla. Acabo de despachar una ración doble
de espaguetis con botarga y le sirvo a mi editora Giovanna Cantón lo que
queda del Tignanello con el que hemos acompañado la comida, cuando ésta
me dice que desea subir al cementerio, situado sobre el pueblo, para
visitar la tumba de Walter Bonatti y Rossana Podestá, que fueron grandes
amigos suyos. Decido acompañarla, y no sólo por cortesía; conozco bien
la doble historia que acaba en esa tumba al borde de un acantilado,
sobre el Mediterráneo. Walter Bonatti, el más guapo e intrépido de los
montañeros italianos, fue uno de mis ídolos de infancia, y en su momento
seguí su ascensión en solitario al Cervino como una hazaña casi
familiar. Rossana Podestá encarnó en el cine a Helena de Troya, la mujer
-eso decía el cartel publicitario de la época, que recuerdo como si lo
estuviera leyendo ahora- cuya belleza lanzó mil barcos al mar y suscitó
diez años de guerra. Así que subo con mi editora por las empinadas
escaleras que llevan al pueblo viejo y al cementerio marino.
Mientras
remontamos peldaño tras peldaño -Giovanna es montañera entrenada, y a
veces me cuesta seguirla- recuerdo cómo Walter y Rossana llegaron hasta
aquí. Cómo empezó todo. Walter era apuesto y valiente, un auténtico
héroe italiano. La Podestá era una actriz bellísima y famosa hasta el
punto de ser portada de la revista norteamericana Playboy,
aunque ya estaba empezando el declive en su carrera; y en 1981, durante
una entrevista, al preguntarle con qué hombre iría a una isla desierta,
ella respondió de modo espontáneo «Con Walter Bonatti», aunque no lo
había visto personalmente en su vida. El montañero -que acababa de
divorciarse- leyó la entrevista y escribió a Rossana, muy divertido,
ofreciéndose a llevarla a una isla desierta o a donde ella quisiera ir.
Tengo la maleta lista, dijo. A ella le hizo gracia. Quedaron citados en
Roma, para conocerse, en la escalinata del Ara Coeli, frente a la plaza
Venezia. Rossana se presentó a la hora convenida, pero Walter no
apareció. En aquel tiempo no había teléfonos móviles, y ella aguardó
mucho tiempo, nerviosa al principio, inquieta luego, furiosa al fin.
Estúpido e informal mascalzone, pensó. Me ha dejado plantada. Así que decidió marcharse.
Bajaba
Rossana la escalinata del Vittoriano cuando reconoció a Walter, de
lejos. Había aparcado su coche en un lugar donde sólo podía hacerlo el
presidente de la república y discutía con un guardia empeñado en
multarlo y en llevarse de allí el coche con una grúa, mientras Walter
intentaba convencerlo, con bronca muy a la italiana, de que, por su
madre, no le estropeara la cita con la mujer más bella del mundo.
Parecía una escena de Il vigile, pensó Rossana, y para
completarla sólo faltaba Alberto Sordi haciendo el papel de guardia.
Entonces ella se acercó, sonrió al agente -que se tornó en estado
líquido- y le dijo a Walter: «Menudo explorador estás hecho, incapaz de
encontrarme en Roma delante del Ara Coeli». Se miraron a los ojos, y
diez minutos después estaban conversando tumbados en el césped del
Campidoglio. Ya no se separaron nunca.
Walter y Rossana vivieron
juntos treinta años. Él murió en 2011 y ella lo siguió dos años más
tarde. Fueron enterrados frente al mar, en Porto Vénere -el puerto de
Venus, la diosa que concedió a Paris el amor de la griega Helena-, en
una sencilla tumba familiar de mármol negro con una cruz, junto a la que
ahora me detengo mientras Giovanna, emocionada, calla durante un largo
rato. El cementerio está a mucha altura sobre el mar de Liguria, al
borde mismo del acantilado, y el viento hace batir con fuerza las olas
abajo, en las rocas. Bajo las placas con sus nombres, montañeros venidos
de todo el mundo ha ido depositando piedrecitas de las más altas
cumbres, que trajeron para honrar la memoria del hombre que aquí yace
después de haberlas pisado todas. También hay piedras para Rossana; bajo
la placa con su nombre veo un montoncito más discreto, más pequeño,
pero igualmente conmovedor. Yo no escalo montañas y nada traigo en los
bolsillos, así que me limito a apoyar un instante mi mano en el mármol
bajo el que descansan ambos. Sobre su hermosa historia. Sobre el lugar
donde Helena de Troya, envuelta en el sueño eterno del amor, el valor y
la belleza, descansa junto a un hombre mejor que el que la llevó a la
ciudad legendaria de Homero, al otro extremo, a la orilla más lejana de
este viejo Mediterráneo.
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