martes, 20 de agosto de 2024

DESAYUNO - CENA - MARTES - MIERCOLES -JUEVES - VIERNES - Viejo carcomido ,. / EL PAPEL HIGIENICO ROJO - EL D.N.I. - Margaryta Yakovenko - Empobrecían ,. / Donde comen dos - Sardinas Cuca - Cocido y callos con mucho morro contra el frío ,.

 

TITULO: DESAYUNO - CENA - MARTES - MIERCOLES - JUEVES - VIERNES -   Viejo  carcomido     ,.

 DESAYUNO - CENA - MARTES - MIERCOLES -JUEVES - VIERNES -  Viejo  carcomido  , fotos,.

  Viejo  carcomido ,.

 Qué es lo que no hemos hecho para merecer esto

Un país, una ciudad de ese país, un barrio de esa ciudad, un edificio de ese barrio. De lo general a lo particular y viceversa, la escala cartográfica humana funciona como una geometría fractal: cada elemento de la sociedad, hasta el más pequeño, reproduce de algún modo la totalidad de las relaciones sociales. Así considerado, volver a ver en la España de hoy, treinta y cinco años después de que se estrenara, la película Qué he hecho yo para merecer esto, de Pedro Almodóvar, que fue rodada en el madrileño barrio de la Concepción (1), supone un verdadero viaje por la escala social española, un juego de saltos, como en una rayuela, de un plano a otro: de la memoria privada a la colectiva, de la ideología a la educación sentimental.

 

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(Desayuno)

Para un hombre de mi generación (español, inmigrante andaluz en Madrid, sesenta y dos años de edad, educado en colegio de curas, universitario en el momento de la muerte de Franco) es además un viaje a los orígenes. Por eso cuando uno se sienta delante de la pantalla del televisor para volver a ver la película, lo hace con la misma aprensión y curiosidad con que se acomoda en un avión, es decir, con la sensación de saber más o menos a dónde va, pero con la inquietud de ver tu vida en manos de otros durante el viaje. Un viaje, en este caso, al incierto territorio de la memoria.

 

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 ( Cena )

El barrio madrileño elegido por Almodóvar como escenario del filme es el mismo en que yo viví desde los seis años de edad hasta los veintitrés. Un periodo de tiempo que comenzó bajo una dictadura militar y terminó justo antes de la llegada al gobierno de España del PSOE, fuerza mayoritaria de la izquierda que había sido perseguida por esa misma dictadura. Un tiempo de cambios. Y el filme de Almodóvar es, ante todo, eso: un testimonio irónico, ácido, humorístico y a ratos disparatado de esos cambios.

"El fenómeno del terrorismo de ETA o el del GAL cuentan ya con una filmografía abundante. ¿Por qué entonces ese relativo olvido de la Transición?"

Hace mucho que me pregunto por qué aquella Transición Política española de la dictadura a la democracia apenas ha producido una épica literaria o cinematográfica. Existe una épica de la guerra civil, por supuesto, y de la resistencia en los primeros años del franquismo, pero el esperado momento de la llegada de la libertad a España produjo durante años, en las contadas ocasiones en que fue abordado, más comedias y parodias que dramas, salvo contadas excepciones, como por ejemplo el filme Siete días de enero, de Juan Antonio Bardem, que narra los trágicos días vividos en Madrid durante el mes de enero de 1977, un año después de la muerte de Franco, cuando pistoleros de la extrema derecha asesinaron a tiros a un grupo de abogados laboralistas vinculados al entonces todavía prohibido Partido Comunista de España, mientras el grupo terrorista GRAPO tenía secuestrado a un general del ejército franquista.

El fenómeno del terrorismo de ETA o el del GAL cuentan ya con una filmografía abundante. ¿Por qué entonces ese relativo olvido de la Transición, hasta fechas muy recientes, por los creadores, habiendo sido ésta el momento fundacional de la nueva España democrática? La respuesta quizá esté en ese viaje en el tiempo que propicia la visión de Qué he hecho yo para merecer esto.

La cámara de Almodóvar muestra un barrio feo, de grandes edificios de apartamentos que se alzan al borde de la autopista de circunvalación de Madrid. Son edificios sin personalidad, anónimos, como anónimas eran las vidas de quienes los habitábamos desde mediados de los años sesenta: emigrantes de las provincias más pobres de España, venidos a la capital en busca de fortuna. La heroína del filme, encarnada por la actriz Carmen Maura, es una de esas emigrantes, casada con un marido taxista, machista y desagradable, madre de dos hijos adolescentes —uno toxicómano y el otro gay—, que comparte casa con su suegra, una mujer de pueblo que se siente perdida en la gran ciudad y tiene por vecina y amiga a una joven prostituta.

En ese elenco de personajes está resumida la fauna social del barrio: vidas dislocadas por la emigración, relaciones sociales tradicionales en las que comienzan a manifestarse fenómenos modernos de desestructuración familiar, una mezcla todavía inestable entre un mundo en declive y otro que nacía. Y todo ello llevado al extremo por el estilo de Almodóvar: la madre acaba matando a su marido violento con un españolísimo golpe propinado con un hueso de jamón, después de haber dejado que su hijo gay se vaya a vivir con un dentista depravado y dé rienda suelta a su sexualidad lejos de su miserable apartamento; la suegra adopta a un lagarto hallado en medio del asfalto urbano; la vecina puta ayuda a un policía aquejado de impotencia a solucionar sus problemas mientras otro de sus clientes, un pretencioso escritor sin talento y sin escrúpulos, planea escribir unas falsas memorias de Hitler; y en la pantalla de la televisión del apartamento familiar se ve al propio Almodóvar representando una escena de amor, con bolero incluido, junto a un travesti.

"Quizá la respuesta a la ausencia de épica sobre la transición política española esté ahí: en el papel esencial que jugó el humor en el paso de la dictadura a la democracia"

Todo ello es una locura, desde luego, y sin embargo, en mi memoria evoca de manera sorprendente lo real. Tal vez porque la realidad social española siempre ha tenido algo de desquiciada: mezcla de modernidad e inquisición, víctima del más negro catolicismo y rabiosamente irreverente, capaz de producir poetas como García Lorca y capaz también de asesinarlos, llena de vida y obsesionada por la muerte. El remedio a semejante conflicto ha sido siempre el humor negro. Desde los tiempos de Los caprichos de Goya. Valle-Inclán creó en su teatro el concepto de “esperpento”: la representación grotesca y exagerada de la realidad como única manera de acercarse a la verdad de la sociedad española. Y Almodóvar ha continuado esa estela creativa mostrando cómo las nuevas pautas morales y políticas de la España democrática se levantaban sobre un viejo edificio social, carcomido de ignorancia, vulgaridad y brutalidad, del que los bloques del barrio de la Concepción venían a ser metáfora perfecta.

Quizá la respuesta a la ausencia de épica sobre la transición política española esté ahí: en el papel esencial que jugó el humor en el paso de la dictadura a la democracia. Sin embargo, el que se conquistara una libertad sin épica, anticipadamente posmoderna, no se debió a una falta de ideales, sino más bien a la ausencia de fanatismo en el campo democrático. La izquierda española que más activamente había luchado contra la dictadura estaba escarmentada de sus errores históricos, en particular el PCE, enfrentado con la URSS desde la invasión de Checoeslovaquia. Era una izquierda radicalmente democrática que buscaba nuevas vías para el cambio social, alejadas de la violencia. Quizá su exponente más brillante fue el escritor y periodista Manuel Vázquez Montalbán, que representaba en el seno del comunismo español un aire nuevo capaz de reconciliar vanguardias literarias, literatura popular (la reivindicación de la novela negra, por ejemplo, con su personaje Pepe Carvalho), compromiso político, pasión por la verdad y humor. Mucho humor. No es casual que Hermano Lobo y Por Favor (2), dos de las principales publicaciones que, desde la legalidad de la dictadura, se convirtieron en focos de agitación de la izquierda durante la transición, fueran precisamente revistas de humor. Tampoco es casual que Vázquez Montalbán se contara entre los principales impulsores de ambas. La transición política española anunció una nueva izquierda posible reconciliada con el placer de vivir, en la que muchos militamos activa y críticamente.

"No creo exagerado decir que los jóvenes del barrio de la Concepción llegamos a tener un humor propio, aunque quizá fuera más justo reconocer que fue un humor generacional"

Aquella izquierda tenía vida propia en el barrio de la Concepción. Los jóvenes izquierdistas se reunían en la calle virgen del Nuria (el barrio, en el que abundaban los locales de prostitución, recibía el irónico sobrenombre de “barrio de las vírgenes” debido a los nombres de sus calles: virgen del Coro, virgen de la Alegría, virgen del Sagrario…), rebautizada en la jerga juvenil como “Perspectiva Nevsky” por los debates revolucionarios que se daban en sus numerosos bares. El cine-club del colegio Obispo Perelló, donde algunos curas nos aterrorizaban hablándonos de las enfermedades mortales que producía la masturbación mientras otros nos hacían leer El manifiesto comunista, de Marx y Engels, nos permitía descubrir a Bergman, a Visconti o a Kubrick. Leíamos prensa clandestina, pero sobre todo leíamos a los surrealistas y a García Márquez y a Borges y a Cortázar y a Kafka. Acudíamos a la librería La oveja negra, polo literario del barrio, y en nuestras conversaciones y nuestros primeros intentos literarios (entonces todos queríamos ser escritores o músicos de rock progresivo o pintores o directores de cine, con una picazón del alma que no sabíamos cómo aplacar) nos esforzábamos en poner en práctica el humor negro que preconizaba André Breton, del mismo modo que nuestra vida parecía contagiarse del absurdo de piezas de teatro como Esperando a Godot, de Samuel Beckett, o La cantante calva, de Ionesco, que tanto admirábamos. No creo exagerado decir que los jóvenes del barrio de la Concepción llegamos a tener un humor propio, aunque quizá fuera más justo reconocer que fue un humor generacional. Y tampoco creo que sea exagerado afirmar que es ese humor el que está en la base de la estética de Pedro Almodóvar y que su eco se puede escuchar en los diálogos de Qué he hecho yo para merecer esto. Porque también Almodóvar fue un joven del barrio de la Concepción.

Valga un ejemplo personal para mostrar hasta qué punto la realidad de aquellos años era ya “almodovariana” avant la lettre. En 1976, en mi casa había los mismos problemas económicos de siempre y por eso cuando se estropeó la lavadora mi madre tardó casi un mes en poder hacerla arreglar. Yo era un joven español de espíritu moderno y costumbres antiguas, de modo que no se me ocurrió que podía lavarme la ropa yo mismo, visto que mi madre trabajaba y no tenía tiempo para hacerlo. Así que mi reserva de calzoncillos fue menguando hasta que sólo me quedaron limpios unos absurdos calzoncillos amarillos tipo tanga con rayas negras que imitaban la piel de tigre, que me habían regalado como broma mis amigos por mi cumpleaños y que yo había jurado no ponerme nunca. Me los puse pensando que, por hacerlo una sola vez, nadie se iba a enterar y salí a la calle para participar como militante antifranquista en una manifestación en pro de la amnistía para los presos políticos. Horas después era detenido por la policía y conducido a la Dirección General de Seguridad, donde dos malencarados agentes me ficharon al entrar y para humillarme… me hicieron desnudar. Sus rostros hostiles, que veían en mí a un peligroso agitador, pasaron del odio al asombro y del asombro a la chirigota cuando, al quitarme los pantalones, emergieron mis luminosos calzoncillos amarillos de piel de tigre. Hasta allí llegó la épica de mi condición de perseguido político.

"El paso del tiempo había terminado por convertir al franquismo en una caricatura de sí mismo, al igual que una caricatura sin gracia había terminado siendo el propio viejo dictador"

El paso del tiempo había terminado por convertir al franquismo en una caricatura de sí mismo, al igual que una caricatura sin gracia había terminado siendo el propio viejo dictador, que acababa de morir arrugado como una pasa y siempre con su voz de eunuco. Una caricatura que por desdicha no había perdido su sangrienta ferocidad, como atestiguaban las detenciones de opositores y las muertes que ocasionalmente se producían durante las manifestaciones. Pero el ambiente general se había tornado festivo. Había mucho miedo todavía y razones para sentirlo, pero sobre el miedo reinaba la risa, la soberana, irreverente e incontenible risa. Y todo ello, esa enorme bola de nieve de ganas de vivir acumulada por la sociedad española durante los años 70, estalló como una gran carcajada en los años 80, ya en democracia, con la movida madrileña de la que Pedro Almodóvar ha sido el más conocido exponente.

El tiempo ha pasado para todos, veloz como esos autos que, en Qué he hecho yo para merecer esto, circulan bajo el puente que da acceso al barrio de la Concepción desde la vecina plaza de toros de Las Ventas. Aquellos años dejaron un patrimonio de vivencias y de ideas estéticas, y también dejaron una pedagogía política democrática que vuelve a manifestarse cada vez que la sociedad española se moviliza en momentos excepcionales como la guerra de Irak, el asesinato de Miguel Ángel Blanco a manos de ETA o los atentados de Al-Qaeda en Madrid del 11 de marzo de 2004. Pero en la vida cotidiana ese activismo democrático fue eclipsándose poco a poco a partir de los años 80.

Como si de una revancha del pasado se tratara, el poso oscuro, mezquino y autoritario de la España negra, que alcanzó su máxima expresión bajo el franquismo, ha renacido de sus cenizas en estos primeros años del siglo XXI, corrompiendo las instituciones y propagando la peste de un individualismo salvaje y una nueva devoción por el poder de Dios y del dinero (perdón por el pleonasmo). Incluso las voces más zafias y brutales de los herederos del franquismo han vuelto a ocupar un nutrido espacio en el parlamento. Como si el padre taxista del filme de Almodóvar hubiera regresado en forma de muerto viviente, dispuesto a devorar a sus hijos. O quizá simplemente es que el franquismo nunca murió del todo y, al igual que Cervantes decía que “algunos en el estribo se suelen quedar de pie”, la Transición se quedó a medio camino: fuera ya de la dictadura, pero sin lograr terminar de construir la democracia.

"Manuel Vázquez Montalbán murió en 2003, y la izquierda que él anunciaba, democrática pero también auténticamente transformadora, no ha llegado a encarnarse en la Historia, al menos no todavía"

En estos años de pasividad cotidiana —propiciadora de la cultura del pelotazo, del amiguismo y del dinero fácil—, la generación que hizo la Transición se ha mantenido mayoritariamente callada, cuando no ha participado de la fiesta caníbal, y la vida política ha ido convirtiéndose en asunto de los políticos profesionales. Hasta que una nueva generación vino a despertarla con sus gritos indignados el 15-M. Quizá esa acomodación haya tenido que ver también con la desaparición de algunos principales protagonistas de la cultura en los primeros años de la democracia. El factor humano pesa siempre más de lo que se reconoce. Manuel Vázquez Montalbán murió en 2003, y la izquierda que él anunciaba, democrática pero también auténticamente transformadora, no ha llegado a encarnarse en la Historia, al menos no todavía. Y en agosto de 2008, uno de los mejores poetas de la movida madrileña, Leopoldo Alas (emparentado con el Clarín autor de La Regenta), fallecía a los cuarenta y cinco años de edad, bajo el mismo cielo de Madrid que vio brillar a su generación, la generación de Almodóvar. Supongo que ambos reirán en paz allá donde se encuentren: hicieron todo lo necesario para merecerlo. Muchos otros, en cambio, fueron dejando de hacer tantas cosas durante tantos años que, en cierto modo, se han merecido esto que tenemos. Lástima que esa cuenta la estemos pagando todos.


TITULO:   EL PAPEL HIGIENICO ROJO -  EL D.N.I. -  Margaryta Yakovenko - Empobrecían,. 

 EL PAPEL HIGIENICO ROJO - EL D.N.I. -   Margaryta Yakovenko - Empobrecían ,fotos,.

  Margaryta Yakovenko - Empobrecían,.

Margaryta Yakovenko: «Escribir sobre la guerra es lo más difícil»

  Margaryta Yakovenko,.

 Frágil y contundente, Margaryta Yakovenko, nacida en Ucrania en 1992, actual periodista de El País, se sentó a narrar su historia de desarraigo en la soledad de la pandemia, en mitad de la incertidumbre y el desamor. El resultado fue Desencajada (Caballo de Troya, 2020), la historia de Daria Kovalenko Petrova, constituida como el vórtice en el que convergen una ruptura amorosa en la era de las redes sociales, la reconstrucción de un relato familiar marcado por la guerra y el exilio, las dificultades económicas y el testimonio de una generación que ha asumido su vida como un estado de crisis permanente. Al fondo vibra un marco histórico ahora más actual que nunca: la Unión Soviética, Ucrania y la sociedad occidental en el siglo XXI.

—Con una biografía como la tuya, ¿era inevitable escribir esta primera novela con un peso autobiográfico importante?

"Después de contar esa experiencia migratoria que me rondó en el corazón y la garganta durante muchos años, me quedé más ligera"

—Sí, así es. Yo quería escribir otras cosas, pero sabía que hasta que no contase este relato primero no iba a ser capaz de contar nada más. Todas esas historias que yo tenía acumuladas en la cabeza debían destaponarse con el corcho de Desencajada. Después de contar esa experiencia migratoria que me rondó en el corazón y la garganta durante muchos años, me quedé más ligera; incluso libre para contar una historia completamente distinta.

 

—¿Escribir para ti es terapia o venganza?

—Escribir, de alguna forma, es para mí llegar a ciertas conclusiones que no habría podido alcanzar con lucidez solo con el pensamiento o el recuerdo. Antes de escribir Desencajada llevaba mucho tiempo rumiando mi experiencia y la de mi familia, tratando de encontrar el sentido de identidad y de pertenencia a un lugar. No lograba encontrar en mis lecturas una experiencia que fuese completamente igual o parecida a la que yo había tenido, tal vez porque otros escritores migrantes no se habían hecho las mismas preguntas que yo me hacía o no habían llegado a las mismas conclusiones. Mi novela me sirvió para aclararme a mí misma, y cuando puse el punto final fue como si soltara un lastre, como si hubiese encontrado una respuesta, o al menos algo de esperanza. Fue una forma casi de contarme un cuento a mí misma donde me convencía de que no necesitaba hacerme todas esas preguntas, o al menos no hacía falta responderlas todas.

—Pero tú llegaste a España procedente de Ucrania siendo todavía una niña y has pasado aquí la mayor parte de tu vida. ¿Esa conciencia de desarraigo se cultiva?

"La ficción es el lugar más libre que hay ahora mismo"

—Yo no sé si se cultiva o si va dentro de cada uno. Es verdad que he conocido a mucha gente con una experiencia parecida a la mía con la que he hablado y que me han dicho en confianza que en su caso no habían experimentado esos sentimientos, que no compartían conmigo la nostalgia ni la sensibilidad por una patria perdida. Ellos seguían con su vida con normalidad, pero en cambio a mí había algo que me lo impedía. Entonces yo no sé si es algo adquirido por la experiencia de mis padres o algo que yo he ido masticando sola a lo largo de los años. No sabría decirte exactamente de dónde salían esas ganas de contar aquello o, mejor dicho, de contármelo.

—Tú eres periodista política, y de alguna manera al hacer periodismo estás obligada a escribir cada día sobre una realidad que te permite la reflexión. ¿Por qué elegiste entonces la ficción?

—Porque la ficción es el lugar más libre que hay ahora mismo. Bueno, la poesía también lo es, claro… El periodismo no te puede dar la libertad que necesitas; al contrario, te acaba cortando y dejándote un marco que tienes que rellenar y que no está hecho por ti, sino por otros. Una noticia es una noticia porque alguien ha dicho que las noticias tienen que ser de una forma determinada, y en cuanto te sales un poco del marco enseguida te llaman al orden.

—Bueno, la presencia “modificadora” del editor no solo está en la prensa, también en las editoriales.

—Es verdad, claro, pero en mi caso no hubo nadie que me coartara la escritura de la novela. Con Desencajada tuve plena libertad de decir exactamente lo que quería decir y cómo lo quería decir. Si quería repetir la misma palabra en la misma frase tres veces lo podía hacer y nadie me decía que eso estaba mal, porque al final eso era mi estilo. En los medios de comunicación españoles pasa algo preocupante en ese sentido, y es que el estilo personal del periodista se va coartando o adaptando, y al final terminas escribiendo como escriben los demás. Eso me da mucha pena. A lo mejor en las revistas no pasa; en reportajes largos, entrevistas o crónicas sí que puede haber cierto espacio de libertad, pero me temo que no es lo habitual. El día a día del periodismo es un marco cuadrado en el que tienes que incrustar un texto, y no te puedes salir de eso. Esto lo he hablado muchas veces con Karina Sainz Borgo, y ella suele decir una frase muy acertada, y es que para quienes tenemos una sensibilidad literaria el periodismo es como un par de zapatos que te aprietan.

—Con la situación actual de conflicto, que parece que se agrava sin remedio, y todas esas imágenes de tu país devastado, y familia y amigos que se han quedado allí, y los miles de testimonios diarios, te debe de resultar muy difícil ser una periodista objetiva.

"Es imposible ser objetiva cuando es tu familia la que está allí"

—Bueno, yo creo que nunca se puede ser un periodista objetivo. Se puede y se debe intentar ser veraz y nunca se debe mentir, ni manipular, ni publicar informaciones falsas. Pero sin duda es imposible ser objetiva cuando es tu familia la que está allí, porque además el relato que ellos te cuentan probablemente te lo creas más que el que te cuente alguien que no conoces siendo testigo de los mismos hechos. Cuando tu familia te llama para contarte algo que están viviendo, sin duda te lo crees tal cual, y a lo mejor ellos están trasmitiendo una información que no es la verdadera, pero es la que perciben. En esos momentos soy consciente de que para mí, como periodista, prima la veracidad sobre la objetividad, claro.

—Decías en la novela: “Veinte años no son una etapa, es una vida”. Y es como si la protagonista, una muchacha muy joven, se culpara por seguir viva mientras otros, los que se habían quedado atrapados en el dolor de la guerra, estaban muertos o simplemente no había podido escapar. ¿El sentimiento más fuerte para escribir Desencajada fue el miedo o la culpa?

—El sentimiento más fuerte para escribir fue la incomprensión. Siempre digo que soy mucho mejor persona cuando me siento a escribir. Probablemente si pasara una semana sin tocar una libreta me convertiría en una persona horrible con los demás. Alguien irascible, con rabia contenida. Entonces la escritura es para mí el desahogo, la necesidad de sentarte para escribir algo que probablemente nadie vaya a leer nunca pero que no te importa porque lo escribes para tratar de desenmarañar lo incomprensible. Cada vez sales de la habitación siendo otra persona.

—La escritura como algo terapéutico.

—No estoy segura de considerarlo terapia porque no sé si me cura de algo; desde luego sí me ayuda a comprender de dónde viene el enfado, la tristeza y la rabia. Y a veces me deja con muchas preguntas también, pero al mismo tiempo siento que para la gente que me rodea lo mejor es que yo esté saciada de esa escritura. Por el bien de todos (risas).

—A propósito de Karina Sainz Borgo, periodista y escritora, ella ha citado muchas veces una idea que también aparece en tu libro: “Uno es del lugar donde están sus muertos”. Un sentimiento que para los que nunca hemos sufrido el destierro es algo que ni siquiera se plantea.

"Es curioso, pero te preocupa a veces en mitad de una guerra cómo puede quedar el cementerio donde están tus muertos antes que el estado en el que haya podido quedar la casa donde vivías"

—Claro. Mira, mi familia y yo llevamos en España casi 22 años, y mi madre me decía el otro día que con la guerra de Ucrania se había dado cuenta por primera vez de que su alma y su corazón seguían allí. “Mi alma y mi corazón”, decía. “Por fin lo sé”. Y luego añadió: “Yo pensaba que mi corazón estaría aquí, donde están mis hijos, pero no. Sigue allí, con mis padres, mis abuelos, mis bisabuelos, donde están mis raíces y mis muertos. Ha tenido que ocurrir un conflicto así para darme cuenta del lugar al que pertenezco”. Yo no he tenido esa experiencia, pero me sirve el caso de mi madre y creo que tiene mucha lógica, porque a lo largo de la historia lo hemos visto en muchos escritores. Es curioso, pero te preocupa a veces en mitad de una guerra cómo puede quedar el cementerio donde están tus muertos antes que el estado en el que haya podido quedar la casa donde vivías. Hay incluso gente en esta guerra que ha llegado a la frontera cargando con sus familiares muertos durante la huida para poder enterrarlos en lugar seguro.

—Cuando escribiste Desencajada, el mundo estaba en el momento más duro del confinamiento y las dimensiones de la pandemia eran apocalípticas. La novela entonces tenía más sentido para ti que para nadie. Ahora, inmersos en el exilio y el desarraigo que nos está dejando esta guerra, Desencajada está más de actualidad que nunca. ¿Has vuelto a leerla ahora? ¿La escribirías quizás, de otra manera?

—Bueno, yo considero que ahora escribo mejor. Probablemente ahora haría una novela más madura de lo que es Desencajada, pero al mismo tiempo entiendo que se escribió en un momento muy puntual, en pleno confinamiento y en completa soledad; una soledad que evidentemente me retrotrajo a aquellos años que había estado de pequeña sola también. Si la volviera a escribir, probablemente sería un libro distinto, yo quiero pensar que más madura en la escritura, sin duda, pero no sé si mejor. Desencajada era la mejor versión de novela que aquella chica pudo escribir entonces. Es, de alguna manera, el testimonio acertado del alma de alguien que ya no soy yo.

—Hablas en esta novela no solo del desarraigo y la soledad, sino también del desamor.

—Sí. Le presté a la protagonista de la novela mi vacío, mi desolación, mi abandono, mi desamor efervescente. Fue muy duro, porque decidí escribirla desde mi propia herida abierta. El desarraigo migratorio es, de hecho, la parte más calmada de la historia.

—¿Es más difícil escribir sobre exilio o sobre la guerra?

"Siempre he querido contar la guerra desde los ojos de una mujer que al final se queda sola o con sus hijos"

—Muchas veces he pensado en escribir una historia de guerra, pero en el marco de la Segunda Guerra Mundial, partiendo de la experiencia de mis antepasados. Al final, toda mi familia cuenta una historia de guerra y de muerte a lo largo de los años, y ahora vemos que de nuevo se repite, como un destino del que no te puedes librar. Ayer justo me pregunté si esa historia tendría ahora algún sentido, cuando estamos viviendo el pleno apogeo de un conflicto que no sabemos cómo va a acabar ni cuándo. Y es muy difícil escribir sobre algo mientras está sucediendo. Escribir sobre la guerra es lo más difícil, creo. Es que el exilio y la guerra han sido temas recurrentes de la literatura de todos los tiempos, que han dado, además, grandes novelas. Estoy pensando en Vassily Grossman, por ejemplo. Y claro, uno no puede competir con esas historias. Pero sí es verdad que siempre he querido contar la guerra desde los ojos de una mujer que al final se queda sola o con sus hijos. Y esa historia sí que me parece que no está del todo contada, al menos de momento. Lo estamos viendo ahora, además, cada día. Ya hemos tenido muchas novelas de hombres combatiendo, pero las que acaban cuidando de los niños, del futuro, de la tierra y de los muertos son las mujeres. Ellas son la literatura que quiero hacer.

—Tú escribes en español, pero a la hora de nombrar los sentimientos, ¿lo haces usando las palabras españolas o subconscientemente recurres a tu lengua materna?

—Fue difícil, y cuando empecé a escribir Desencajada se lo comenté a mi editor, porque me iban viniendo a la memoria cosas que yo había escuchado de pequeña; canciones, frases hechas muy bellas, muy tiernas, que al trasladarlas a la escritura en español se empobrecían; eran como malas traducciones. Temí que mi novela fuese un Frankenstein de idiomas, y sobre todo que pareciera una traducción y no una novela en castellano. Pero desde luego sí que es cierto que todos aquellos sentimientos cuando los recordaba solo sabía nombrarlos en un idioma, y ese idioma no era el castellano.

—La historia de la literatura está llena de escritores bilingües.

"De las lecturas de los clásicos siempre se aprende, tanto de lo bueno como de lo reprochable que puedan tener"

—Algunos de los mejores escritores del siglo XX escribían en un idioma que no era el suyo materno, y esa capacidad les otorgaba un plus a la hora de construir las frases de una manera distinta. En Nabokov, por ejemplo, lo vemos muy claro porque él daba unas vueltas a las cosas que cuando lo lees en inglés sientes que es como estar frente una genialidad inédita del lenguaje, pero al leerlo en ruso te das cuenta de que lo que está haciendo es trasladar su lengua materna a una estructura distinta. Presentado en otro idioma aparece como un estilo innovador, pero en realidad está haciendo trampas, pues es algo tan elemental como beber del conocimiento que ya tenía de su otra lengua. Me refiero siempre a lo formal, claro. Otra cosa es, qué duda cabe, el talento. De las lecturas de los clásicos siempre se aprende, tanto de lo bueno como de lo “reprochable” que puedan tener.

—¿Hay alguna novela que estés leyendo ahora y que pueda consolarte o ayudar a comprender esta guerra?

—La verdad es que no. Hasta antes de ayer no he podido coger un solo libro. A diferencia de aquella etapa de soledad y desamor durante la pandemia en la que Joan Didion me consoló con su literatura y su duelo, en estas semanas de guerra no había podido encontrar nada. Lo que buscaba realmente era desconectar, porque las guerras sabemos cómo funcionan, y aunque parezcan incomprensibles no hay que entenderlas tanto. Son muy simples, en realidad. Lo único que no comprendes es el por qué. Pero hace un par de días, como te decía, cogí un libro que no tiene nada que ver, El Gran Gatsby. Realmente toda esa superficialidad, esas fiestas y ese modo de vida que parecen tan olvidados hoy, después de una pandemia y ahora en mitad de un conflicto, la verdad es que sí me está ayudando a desconectar del horror esta novela que había leído muy jovencita en el instituto y que ahora se me presenta con muchos más matices. Podría haber escogido una novela policíaca (me apasiona ese género) pero realmente no quería más muertos.

 

TITULO : Donde comen dos -  Sardinas Cuca -  Cocido y callos con mucho morro contra el frío ,.

Donde comen dos -  Sardinas Cuca - Cocido y callos con mucho morro contra el frío ,. fotos,.

 Cocido y callos con mucho morro contra el frío,.

El objetivo de sus propietarios es «devolver al centro una cocina castiza y de calidad a un precio asequible»,.

LO MEJOR. Disfrutar de cualquiera de los platos de la carta después de haber callejeado por el centro. LO PEOR. No conocer aún los otros dos locales del Grupo Mambo: Antigua Casa de la Paella y Taste Gallery
 
LO MEJOR. Disfrutar de cualquiera de los platos de la carta después de haber callejeado por el centro. LO PEOR. No conocer aún los otros dos locales del Grupo Mambo: Antigua Casa de la Paella y Taste Gallery,.

Estos días que caminar por el centro resulta un planazo navideño, tanto visitar los comercios de toda la vida como dejar de mirar el reloj en cualquiera de las barras castizas, nosotros recomendamos el nuevo proyecto del Grupo Mambo.

Estos días que caminar por el centro resulta un planazo navideño, tanto visitar los comercios de toda la vida como dejar de mirar el reloj en cualquiera de las barras castizas, nosotros recomendamos el nuevo proyecto del Grupo Mambo. El objetivo de sus propietarios es «devolver al centro una cocina castiza y de calidad a un precio asequible». ¿Lo mejor? Para atender a locales y turistas con hambre de saborear nuestras especialidades tradicionales, abre en horario «non stop» desde media mañana. Así, nosotros unimos un glorioso aperitivo con el almuerzo. Las cañas bien tiradas y el vino de la casa armonizan con las patatas bravas, las gildas, la ensaladilla, los calamares y la tortilla de patata. Raciones clásicas que vuelan de la barra, lo mismo que el aguacate con huevo. Como platos fuertes, los callos con mucho morro y el cocido son las estrellas de la temporada. Sorprende éste porque primero llega un cuenco con los fideos para que cada uno se sirva el caldo que desee, mientras que el segundo vuelco lo ofrecen en una fuente en forma de vaina con los garbanzos Perdrosillano, las verduras y las carnes con el sello de Norteños y El Encinar. Incluso proponen otra versión con ramen y carne de caza. Sin embargo, quien no sea amante de este contundente manjar, merece la pena la ensalada templada de cogollos de Tudela asados para continuar con los chipirones a la plancha, mientras que entre las carnes destaca el rabo de toro estofado. El toque dulce dejamos que lo ponga la tarta de queso.

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