TITULO: La Hora Musa - El hombre gris - Álvaro Urquijo (Los Secretos) y Daniel Ramírez: una conversación sobre canciones, poemas y libros con los Beatles como telón de fondo ,. Martes - 5 - Noviembre ,.
'La Hora Musa', presentado por Maika Makovski ,a las 22:55 horas, en La 2 martes - 5 - Noviembre , foto,.
El hombre gris - Álvaro Urquijo (Los Secretos) y Daniel Ramírez: una conversación sobre canciones, poemas y libros con los Beatles como telón de fondo ,.
Ponen los dos cara de circunstancias cuando el fotógrafo les invita a posar en las escaleras, con los retratos de Miguel de Unamuno y José Echegaray al fondo. “Por aquí pasaron, además, algunos poetas de la generación del 27”, les explica el personal del Ateneo. “¿Y qué hacemos nosotros aquí, entonces? ¡Somos unos profanadores!”, sonríen Álvaro Urquijo y Daniel Ramírez García-Mina.
Uno es periodista y escritor, el otro músico y compositor, pero, además de los Beatles, les une el método de lo sencillo —tanto en la forma como en la temática— como camino para encontrar lo poético en el instante más cotidiano.
Sobre eso versa esta charla. Sobre los amores, los amigos, los libros, la familia, los bares, los trenes, los periódicos. Sobre ese grupo que fue The Beatles y que ambos definen como “el gran descubrimiento que todos hacemos alguna vez en la vida”.
—Esto es terrible. No sé tú, pero yo he llegado hundido a esta charla después del paseo por los lugares del Ateneo donde charlaban los grandes poetas.
—Más que una gran responsabilidad, ¡esta es una gran irresponsabilidad!
—Nadie se ha sentado en esas dos sillas de la primera fila. Es mejor así. Dejémoslas libres para los espíritus de don Miguel de Unamuno y don José de Echegaray… Me hacía ilusión charlar contigo, Álvaro, porque los poemas de este libro son escenas concretas, escritas sin grandes pretensiones, pequeños detalles cotidianos por los que se cuela la luz. Y creo que eso son vuestras canciones también.
—Para mí las canciones siempre han sido eso… Una pintura, una peliculita, la foto de un instante poético. Una historia vivida con la suficiente intensidad como para ser contada.
—“Siempre hay una rendija por la que se cuela la luz”, decía el maestro Brines sobre su poesía. La primera vez que escuché Los Secretos tendría ocho o nueve años. Mis padres me habían mandado de campamento a una casa en el monte. Para despertarnos por las mañanas, los monitores nos ponían “Pero a tu lado”. Y, por la noche, antes de dormir, todos bailábamos “Déjame”. Había algo mágico en esas canciones. Ninguno sabíamos lo que era el amor, a ninguno nos habían dejado. Pero esas canciones nos volvieron locos. Estábamos conectando con un grupo, además, nacido muchas décadas antes de que naciéramos.
—Tenemos la inmensa suerte de que muchas de nuestras canciones han pasado a formar parte de eso que se llama “cultura popular”. Son canciones que forman parte de la vida de cuatro generaciones. El otro día firmé los discos a una familia compuesta por bisabuela, abuela, madre e hijos. ¡Lo único malo fue que la abuela tenía mi edad!
—Los Beatles son el gran descubrimiento que todos hacemos alguna vez en la vida, ¿no te parece? Lo escribió García-Márquez cuando mataron a John Lennon: “Los Beatles son la única nostalgia segura que un hombre tiene con sus hijos”. Los Beatles nos conectan con cosas muy especiales: bailar, cantar, escribir… Mi descubrimiento de los Beatles, pese a que nos separen varias generaciones, es muy parecido al tuyo. Cuatro hermanos corriendo alrededor de una mesa en el salón. El recopilatorio azul sonando.
—Hablas de eso en el primer poema, que titulas “Empezar a empezar”. Me sentí identificado con ese texto porque nosotros también éramos cuatro hermanos. Y también una familia normal, de clase media. En mi casa sonó el recopilatorio azul, pero también el rojo. Nos entusiasmaban las melodías, los coros… No sabíamos inglés, no entendíamos las letras, pero flipábamos.
—En el libro donde contaste la historia de Los Secretos escribiste: “Nací en 1962, el año en que los Beatles publicaron «Love Me Do» y el mundo cambió para siempre”. Puede parecer grandilocuente, pero es verdad.
—Uno de tus poemas tiene que ver con la canción «I’ve Just Seen a Face». Yo aprendí muchísimo de esa canción, de cómo está hecha. También de «All My Loving». Ese pasar por fa estando la canción en sol… Ese estar tocando en una tonalidad, pasar a otra para resolver y volver a esa tonalidad… A mí me fascinó y lo aprendí de ellos. Fíjate [y canta]: “Remember I’ll always be true”. “No volveré, no volveré…”.
—Todas estas canciones, como los grandes poemas de la literatura, tienen el poder de llevarnos a un lugar muy concreto, a un instante. Son esos momentos, a su vez, el material con el que nos ponemos a escribir después.
—Los poemas de tu libro me han llevado a momentos muy concretos de mi infancia, de mi juventud… Los poemas y las canciones dejan un margen para la libre interpretación. Ese margen es el que hace posible el viaje de cada uno. Todos esos viajes son diferentes, los sentimos como propios, muy nuestros, muy verdaderos. Pero la canción que escuchamos, el poema que leemos… Son lo mismo para todos. Es magia.
—Es muy importante para escribir, para hacer canciones, el entorno creativo en el que uno crece, ¿no?
—Yo creo que sí. Antes de empezar el acto, precisamente, hemos charlado un rato sobre eso. Me contabas que tus padres siempre os animaron a hacer lo que os gustaba, independientemente de si eran aficiones con un futuro económico.
—Tu padre fue contradictorio. Os compró la primera guitarra y los primeros discos, pero en cuanto vio que os inclinabais por la música como algo más que una afición os puso muchos palos en las ruedas. Se lo ocultasteis durante mucho tiempo. ¡Se enteró de que teníais un grupo cuando ya erais famosos y habíais firmado con una discográfica!
—Nos enamoramos de la música por su culpa. Nos daba la paga con una condición: había que gastarla en libros o en discos. Al principio estaba encantado con las cosas que escuchábamos. Luego, cuando empezamos con The Clash y The Police, torció el gesto. Salimos adelante gracias al padre de Canito, nuestro primer batería. Él nos avaló unas letras, nos alimentaba económicamente. Pero mi padre decía: “No tengo ni un solo compañero de trabajo con hijos que se dediquen a la música. No puede ser bueno”. Has tenido mucha suerte con la actitud de tus padres. Eso está en los poemas.
—Sí, aunque creo que también es algo generacional. Hoy hay muchísimos más padres así que en tu época. Quizá incluso sea lo normal. Y en vuestro tiempo lo normal era lo de tu padre.
—Quizá, sí. Yo con mi hija procuro ser, en ese sentido, como tus padres eran contigo.
—Se ha escrito mucha literatura sobre los padres, las madres, los esposos, las esposas, los hijos… Me vienen a la cabeza Una pena en observación, de Lewis; Carta a mi madre, de Simenon; Carta a mi padre muerto, de Gironella… Pero echo en falta la literatura que habla de los abuelos.
—Tú has escrito varios poemas a tus abuelos.
—Quería comentarlo contigo, porque tú también hablas mucho de los tuyos. Los abuelos son los grandes protectores de las ilusiones de sus nietos. Entre los abuelos y los nietos se habla de cosas de las que no hablan los padres con sus hijos. El paso del tiempo, esa distancia, esa calma y ese cariño, la mezcla de todo eso, hace posibles un montón de conversaciones que los padres no mantienen con sus hijos por culpa de la prisa.
—Mi abuela vivía con nosotros en casa. No tenía gastos, tenía todo pagado, y cobraba una pequeña pensión que iba repartiendo entre nosotros los hermanos. Lo hacía a escondidas, como si trapicheara con drogas, para que no se enterara nuestro padre. Mi madre era muy parecida a ella. Eran cómplices. Tenían mucho sentido del humor. Se reían hasta en los funerales. Mis abuelos, por cierto, estaban separados. Los veíamos por separado y nos parecía normal.
—Vuestro abuelo influyó incluso musicalmente.
—Se sabía de memoria rancheras, boleros y hasta obras de teatro. Lo recuerdo recitando de memoria La venganza de don Mendo, de Muñoz Seca; y algunas piezas de los hermanos Álvarez Quintero. Tenía los discos de los grandes artistas mexicanos.
—Por eso Los Secretos suenan también a México, a ranchera, a canción sencilla con una letra desgarradora. “Voy a beber hasta perder el control”, “Ojos de gata”, “Agárrate fuerte a mí, María”… Son estilos que no tienen nada que ver. Las letras mexicanas quizá sean algo más complejas que las de los Beatles. Pero hay en todas ellas un elogio a la sencillez.
—A nosotros eso nos encantaba para escribir. A ti, por lo que he visto en tu libro, también. En nuestro caso fue por ignorancia. Éramos chavales muy jóvenes que, aunque nos gustaba leer, no teníamos en ese momento grandes referencias literarias.
—En mi caso también fue por ignorancia. Cuando quise empezar a escribir poesía, también ahora, carecía de las herramientas de los poetas clásicos. Pero me lancé cuando descubrí a los grandes poetas de eso que se llama “línea clara”. Jaime Sabines, Luis Alberto de Cuenca, Wisława Szymborska, Idea Vilariño, Karmelo Iribarren… ¿Vosotros qué leíais cuando escribisteis vuestras primeras canciones?
—En casa éramos muy aficionados al cómic. Desde Moebius a Ibáñez, pasando por Gallardo y Mediavilla… Mi hermano Enrique era un gran coleccionista de clásicos. Le encantaban Dick Tracy y Johnny Hazard. De hecho, guardamos con mucho cariño su colección. Yo, en ese momento, leía mucha ciencia ficción: Ray Bradbury y Arthur C. Clarke. En esa época, en general, los chavales leíamos bastante. Casi todos nos habíamos asomado a Cien años de soledad o La colmena.
—Leíais bastante más que los chavales de hoy.
—Tengo la sensación de que, en los colegios, el nivel de lectura era más exigente. Debíamos leer varios libros por curso. Recuerdo los comentarios de texto a los que nos obligaba una profesora de Literatura.
—Ya que has mencionado a Enrique, quiero aprovechar para preguntarte por él. Creo que es uno de los mejores letristas de la segunda mitad del siglo pasado. Por las cosas que he leído sobre él, lo tengo como una especie de poeta maldito. Como Rimbaud y su Una temporada en el infierno. Me encanta escucharle antes de escribir. Para ti, claro, es tu hermano, pero para muchos de mi generación es un personaje mitológico. Murió cuando éramos unos críos. Lo conocimos muerto.
—Enrique era un cielo, un hermano más. Tenía un talento impresionante. Era el que peor tocaba la guitarra, pero me espiaba, me preguntaba por unos acordes, se los aprendía y, al rato, el cabrón aparecía con una canción maravillosa. Las cosas con Enrique hoy habrían sido tan distintas…
—¿A qué te refieres?
—Las cosas referidas a la salud mental han cambiado mucho. Mi madre, supongo, hoy lo habría llevado a un psiquiatra desde muy pronto. Le habrían diagnosticado un problema depresivo, probablemente una bipolaridad y lo habrían medicado. Habría hecho mucha terapia. En aquel momento, si ibas a un psiquiatra, era casi para que te encerraran. Entonces, Enrique encontró el alivio en las drogas.
—¿Cómo era la vida con él?
—Estaba atormentado. Ya no sabíamos si era la depresión lo que le llevaba a las drogas o si era la abstinencia lo que le llevaba a la depresión. Entró en un bucle muy peligroso. Pero, al contrario de lo que mucha gente cree, mi hermano Enrique no fue un toxicómano. La mayor parte del tiempo estaba bien. Pero, de repente, le cambiaba la cara y desaparecía. Tomaba sustancias para anular el pensamiento y marcharse del planeta. Ponía en un papel lo que le pasaba, escribía canciones con sus angustias… Era anárquico, indisciplinado. Nosotros, los hermanos, le ayudábamos a rematar sus temas. La estructura, los cierres… Una vez, sabiendo que la gente tenía esa imagen de él, me dijo: “Álvaro, yo no estoy todo el día llorando por las esquinas, pero las rupturas y las cosas tristes me vienen muy bien para escribir”.
—Escribió “Pero a tu lado”, una letra acojonante, y se cabreó porque todos sus versos terminaban en “ado”. Era un verdadero maldito.
—Es verdad eso. La terminó de escribir en un avión camino de Londres. Fuimos allí a grabar un disco precisamente para sacar a Enrique de sus malos momentos. Lo recuerdo quejándose de que “los versos estaban fatal porque todos terminaban en -ado”. Cogía manía a sus canciones con más éxito. Hubo un tiempo en que no quería cantar “Déjame”. Cuando la tocábamos, dejaba que la cantara el público para no hacerlo él. Yo me acercaba en el escenario con la guitarra, le daba un codazo en las costillas y le decía: “Canta, cabrón, que a la gente le gusta y, además, nos están pagando”. Ojalá Enrique volviera a nacer y tuviese un psiquiatra a su lado desde el principio.
—Lo de las drogas también es muy generacional. Vosotros os lanzasteis a la noche sin tener ni puta idea de nada. Ibais probando lo que aparecía. Nosotros, en el colegio, con doce o trece años, ya teníamos charlas y sabíamos, al empezar a salir, que la heroína es el anticristo.
—Ese confort, no sólo político, sino también social, lo dejas por escrito en los poemas.
—“Tengo mucha suerte, la vida se me escapa sin dolor, como el autobús del lunes”. “Sobre aquellas derrotas, pequeñas e inofensivas, levanté mi felicidad”. Son dos versos que discurren sobre eso. Oye, ¿hablamos de amor?
—A veces, hablar de amor hoy parece hasta contracultural.
—Antes también. A vosotros os llamaban “babosos” y os criticaban por ir vestidos de manera normal.
—Sí, sí. El amor es el hilo conductor de muchas de nuestras canciones y de muchos de tus poemas.
—No quiero ponerme demasiado profundo, pero el amor lo es todo en la música y en la literatura… Una vez, Anson me mostró la poesía oriental más primitiva. La estuve leyendo… Hablaban del amor como algo incluso anterior al cosmos. La rosa que ya se regaba en algún lugar antes de que se creara el mundo y todo eso. También me acuerdo de esa canción tan bonita de Silvio Rodríguez: “Al final de este viaje en la vida sólo quedarán las sábanas blancas tendidas al sol después del amor”. El concepto del amor, canta Silvio, como “nuestro rastro invitando a vivir”. El amor es lo único seguro. Lo demás… allá cada uno.
—Si ahora cayera aquí, en esta sala, un extraterrestre dispuesto a cargarse el planeta apretando un botón, probablemente intentaríamos que no lo hiciera. Es verdad que están las bombas atómicas, el Holocausto, las guerras… ¿Qué le ofreceríamos para que no nos volara por los aires? El amor de hermanos, el amor de una madre a su hijo, el amor de un abuelo a sus nietos… Eso es lo que, en el fondo, manda en este lugar. El amor nos dirige.
—Ya que estamos entrando en el terreno de la trascendencia… Una vez le pregunté a Garci cuál es el arte que más nos acerca a eso que podemos llamar “trascendencia”. Me dijo: “La música”. Creo que tiene razón. En tu vida hay algunas señales de trascendencia que me ponen los pelos de punta. En concreto, dos. Ambas sucedidas la noche que murió tu hermano Enrique.
—Veo que es un tema que te interesa… Recuerdo el poema en el que hablas de un día en Roma, en plena tormenta, y entras en una iglesia. La noche que murió mi hermano Enrique yo estaba cantando en Zaragoza. Estaba, además, cantando “Déjame”, que es una canción suya. Me quedé sin voz unos segundos en el escenario. Supe que a Enrique le había pasado algo. Al terminar, corrí al camerino. Llamé por teléfono a mi mujer. Me dijo que Enrique había muerto… y fue como si yo ya lo supiera. Esa misma noche, la hija de Enrique, que era muy pequeña, se levantó de pronto de la cama y gritó: “¡Papá!”. Yo no creo en lo paranormal, pero estoy convencido de que Enrique, de alguna manera, se despidió de nosotros.
—Hemos hablado de muchas cosas, Álvaro, y me doy cuenta de que, casi en todo momento, hemos vuelto a las cosas del principio. Hay un poema de Luis Alberto de Cuenca que dice eso: “Al final sólo importan las cosas del principio”. Es una variación del verso que llevaba Antonio Machado en el bolsillo el día de su muerte: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Enrique, poco antes de morir, escribió una canción titulada “Volver a ser un niño”.
—Los Beatles son un eterno recuerdo. Me declaro defensor de la nostalgia, que no tiene por qué tener que ver con la tristeza. La literatura, la música, el cine… Son lo mejor que tenemos los seres humanos. Esa capacidad de dejar testimonio sobre las cosas que nos pasan.
—¿Te parece que, para terminar, leamos el poema de la luz?
—Venga.
Luz (Across the Universe)
He leído por ahí que los científicos
no saben casi nada de la luz:
quién la impulsa, quién la sostiene.
Los científicos, en este caso,
son como los poetas.
Miran y quedan fascinados
por el misterio irresoluble.
Pero ellos no han aprendido
que es mucho mejor así,
que la belleza es bella
porque no se puede explicar;
que el amor es cierto
porque carece de ADN,
y que la vida es vida
porque quizá
no haya nada detrás.
Entonces sí,
sólo en este punto
y sin que sirva de precedente,
podemos concluir:
la vida es luz.
TITULO: Cachitos
de hierro y cromo - Jaime Urrutia: «Un ser humano sin memoria no sería nada» ,. Martes - 5 - Noviembre ,.
El martes - 5 - Noviembre a las 22:30 horas por La 2, fotos,.
Jaime Urrutia: «Un ser humano sin memoria no sería nada»,.
Sobre la mesa de un bar taurino próximo a Las Ventas se apilan tres libros. Uno de ellos es la segunda edición de Los sustitutivos en el toreo, firmado en 1943 por Julio de Urrutia Echániz, padre del entrevistado, que ya entra al salón de El Capote saludando al personal con un «hola» que resuena por cavernoso. Jaime Urrutia (Madrid, 1958) se ha subido el cuello de su camisa negra, un tanto desabrochada. Todavía no se ha quitado las gafas de sol cuando le atiende la camarera. Una Coca-Cola sin hielo en vaso ancho. Sin nada. Y obvia los dos platillos del aperitivo: frutos secos y patatas fritas. Juegan Austria y Países Bajos en la televisión, a espaldas de Jaime, que permanece ajeno al encuentro. No así el nutrido grupo de «guiris» que se acaba de sentar en una mesa de catorce.
—¿Quién escribe la historia: los ganadores o los perdedores?
—Los dos, supongo. Aunque es más interesante la de los perdedores.
—¿Y usted dónde está, en los ganadores o en los perdedores?
—En los perdedores.
—¿Por?
—Porque me encuentro más perdedor que ganador.
—¿Tiene que haber olvido como tiene que haber muerte, como escribía Benito Pérez Galdós en Fortunata y Jacinta?
—La verdad es que no. Las cosas buenas se recuerdan, como las grandes obras de la literatura y de la música, que se siguen recordando a través de los siglos. El olvido es lo peor. Me gusta mucho ese libro, por cierto.
—¿Cómo llegó a usted?
—Pues mira… En quinto y sexto de bachillerato tenía que elegir entre ciencias y letras y al final elegí letras, porque se me daba muy bien el latín, traducir… No me gustaban nada los números. The Jam tienen una canción que se llama «Away From the Numbers». Me gusta porque está «lejos de los números». Tuve un profesor de Literatura que se llamaba Esteban Oribe. El tío era muy bueno y «rojo», además en aquella época. El colegio era de curas, muy raro. Era el San Isidoro, un colegio de huérfanos de periodistas. Ahí conocí también a Eugenio Haro Ibars. Su padre, Eduardo Haro Tecglen, llevaba allí a sus hijos, igual que el mío. Y aunque no fuéramos huérfanos, es verdad que había muchos hijos de padres que trabajaban en imprentas. Nosotros éramos más de clase media, vivíamos en la calle Goya, y algunos de estos chicos eran medio macarras. Había una mezcla de todo. Pero te estaba hablando del profesor, de Estaban Oribe. Me pareció que nos entendíamos de puta madre. Era muy moderno; llevaba la revista Triunfo y conocía a Eduardo Haro Ibars, que venía a clase a darnos charlas de literatura. Era curioso y un poco raro que se hicieran estas cosas en esa época. Te hablo de los años 1973 o 1974. Este profesor me hizo apreciar bien la literatura. Nos mandaba trabajos sobre obras, que en aquella época se hacía mucho, y le cogí el gusto a la literatura española, sobre todo a Benito Pérez Galdós, que me «enseñó» a escribir, a poner verbos, a puntuar… Ahora sonará un poco a viejo, pero yo aprendí el castellano muy bien, me entraron ganas de escribir, no una novela, pero de redactar. Me enganchó mucho Galdós y también Pío Baroja y Miguel Delibes. Hice, de hecho, un trabajo sobre Los Santos Inocentes.
—Su canción «Pitusa», ¿está inspirada en Benito Pérez Galdós?
—Sobre todo en Fortunata y Jacinta. Te cuento… Estando yo con Marisa Corral —éramos pareja—, conocí a una chica que era muy fan de Gabinete y que venía siempre a vernos. Estaba muy buena. Tuvimos una pequeña relación y la empecé a llamar Pitusa. Cuando fui a grabar El muchacho eléctrico tenía una canción que hice con Esteban Hirschfeld que me recordaba un poco a Los Rodríguez, no sé por qué, y lo de Pitusa me sonaba a cuando era niño, porque había una gaseosa que se llamaba La Pitusa. Era algo muy castizo. La Pitusa de Pérez Galdós también lo era, vivía en la plaza Mayor.
—«Como un pez», de Gabinete Caligari, según tengo entendido, tenía un estribillo más «galdosiano» en principio, por aquello del perdedor.
—Sí. Mi hermano Alberto se encargó primero de la letra. Recuerdo que él dijo lo del carrusel («Gira y gira el carrusel, pero siempre gira en contra de él»). Esa letra está hecha por tres personas: mi hermano, Carlos Zabaleta y yo. Carlos era manager de Malevaje.
—Regreso a su padre. ¿Le pagaba a usted por mecanografiarle las crónicas del diario Madrid?
—Sí. Las crónicas de San Isidro. Si los toros eran a las seis de la tarde, él llegaba a casa a las ocho o a las nueve. Yo aprendí a escribir a máquina con dos dedos, para hacer trabajos y cosas de esas, y me gustaba. Entonces mi padre me daba cinco pesetas por mecanografiarle las crónicas. Ya me gustaban los toros y recuerdo que también me enviaba a mí a la plaza. A mí y a mis hermanos. Yo escribía esas crónicas encantado y se las daba rápidamente porque él tenía que salir hacia el periódico (la primera edición la hacían por la noche). Además, escribía con pluma y tenía una letra muy complicada, pero más o menos la entendía y me acostumbré. Incluso en la misma plaza escribía cosas para hacerlo más rápido. Lo hacía en un bloc y me daba las páginas sueltas.
—¿Nunca le dio por ser cronista taurino?
—Jugué un poco. Mi hermano Julio y yo estábamos tan locos que nos inventábamos toreros y una feria. Y no sólo eso, sino que éramos críticos también de nuestra propia corrida, tío. Y sí, alguna vez escribí una crónica de mis toreros. Me lo inventaba todo: «Salió de rojo y oro… Cortó dos orejas. Estuvo increíble…». Me acuerdo de una corrida que era para la Cruz Roja. Tenía yo, no sé, doce años o trece, y al final decía: «El Tino —el torero que me inventé— brindó sus toros al delegado provincial y a unas simpáticas enfermeras de la Cruz Roja que estaban ahí, en primera fila» (Risas).
—¿Era usted Rubita Venezolana?
—Sí (Risas). Mi hermano mayor, Gonzalo, era la hostia. Él te podía contar muchas cosas. Ahora tiene setenta y dos años. Jugábamos a todo, incluso hacíamos un grupo también. Él era el cantante y con dos cepillos nos metíamos en un cuarto a tocar. Un día le dio por la lucha libre y se inventó un nombre para cada uno de nosotros.
—Y su abuela se volvía loca, claro.
—Totalmente loca. Vivíamos al final de la calle Goya, al lado del WiZink Center. Éramos seis hermanos, mis padres, una hermana de mi madre (la tía María) y mi abuela. Mi abuelo había muerto en los años cincuenta. También estaba Pili, que era la encargada de la casa. Éramos once en un piso de cien metros con un pasillo muy largo. Ahí jugábamos al fútbol y hacíamos de todo. Era la plaza de toros también.
—¿A qué libros le cogió usted el gusto en casa?
—Sobre todo de literatura española. Eduardo Haro Ibars trabajaba en una editorial y le encargaba a su hermano Eugenio traducir los libros. Él sabía más o menos inglés, aunque yo creo que no sabía tanto. Pero bueno, sabía traducir. Recuerdo que empezó con un libro de los Rolling Stones, y Ferni [Presas] y yo le ayudábamos a corregir las pruebas. Estuvimos trabajando una temporada en eso. Sería por el año 76, 77… Con la traducción nos leíamos el libro gratis. Otro libro que me vino fue La naranja mecánica, que me encanta. Cuando vi la película me impactó, igual que el libro después. También me gustaba la literatura árabe, Paul Bowles y tal, porque estudié filología semítica y a otros clásicos del árabe.
—¿El collar de la paloma?
—Sí. Lo leí. Todavía lo tengo en casa. Creo que me lo compré en los noventa. Me compraba muchos libros de autores egipcios que me gustaban. Pero parto de la base que ahora mismo no soy lector tampoco. Me gusta leer cosas en internet, pero ahora mismo tengo muy abandonada la literatura.
—Pero en su momento sí lo era.
—Sí, en su momento sí. Pero tampoco soy un súper aficionado. Me gusta mucho más la música.
—¿En qué etapa se interesa por la literatura militar?
—Antes de la mili, cuando conocí a Edi [Clavo] y Ferni en la facultad. Leíamos a Sven Hassel. Nos comprábamos todos los libros. Ferni y yo nos conocimos en Filología. Y a Edi, porque venía al bar (él estudiaba Ciencias de la Información). Alguien nos regaló un libro de Sven Hassel. A mí, desde siempre, diría que desde el colegio, me marcó mucho la historia del holocausto. El cura de Religión nos enseñó un libro que se llamaba Deportación. Era un libro de fotos de los campos de concentración muy duro. Yo tenía doce o trece años. El mundo del nazismo me llamaba la atención, empezaba a leer cualquier revista que tuviera que ver con los nazis y los judíos. Ahora que lo pienso, igual pudo ser por Ferni que me cayera un libro de Sven Hassel. El caso es que me leí toda la colección. Recuerdo también que el guitarrista de Ejecutivos Agresivos, Jorge Alfonso Cuní, era también aficionado a Sven Hassel. Compartíamos mucha amistad.
—¿Dónde estaba el libro Horror: The Aurum Film Encyclopaedia (editado por Phil Hardy) del que salió el nombre de Gabinete Caligari?
—En casa de Jorge estaba. Creo que Ferni lo estaba viendo, y dijo: «¿Qué os parece el nombre de Gabinete Caligari?», como Cabaret Voltaire y todas esas bandas. A nosotros nos pareció muy bien; había que ponerse algo. Después nos jodió Martes y Trece con lo de… ¿Cómo era?
—¿Gabinete Cagalera?
—(Risas) Eso ya no nos lo podemos quitar de encima. Entrábamos en un pueblo y nos decían: «¡Gabinete Cagalera!». Nos cagábamos en Dios, pero luego ya… bueno. Con Martes y Trece nunca tuve problemas.
—El retrato de Dorian Gray fue otro libro que le marcó. ¿Dio pie a la canción «Le solitaire»?
—No. Habla del ambiente de la literatura francesa sobre todo, de la época de Charles Baudelaire y los escritores que se mamaban con absenta. Con Eduardo Haro me pillaba unos mocos de absenta… Se puso muy de moda en Madrid en el año 77, en la época del rollo, con el «¿qué pasa, colega?» y los macarras fumando porros. Era cuando más conocía a Eduardo Haro, que se cogía unas borracheras… Yo bebía, nos pillábamos unos pedos de absenta que eran la hostia. No te enteras de nada y al día siguiente ni te acuerdas. Es lo más fuerte que he probado en mi vida. Me acuerdo de un bar que se llamaba El Plástico, en Malasaña, al lado de la plaza del Dos de Mayo. Ahí ponían absenta e íbamos de vez en cuando, también con Ferni. Pero la canción «Le solitaire», como te digo, habla un poco de ese ambientillo, de la literatura francesa y eso.
—Hay bastante literatura en las canciones de Gabinete Caligari. Otro ejemplo es «Camino Soria» y las lecturas de Gustavo Adolfo Bécquer y Antonio Machado. ¿Qué fue lo que le influyó?
—Rimas y leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer. Se lo regalé a una chica, una amiga, que era hija de Nieves Almazul, amante de Eduardo Haro. Todo tiene una relación: él le dedicó a ella el poema Pecados más dulces que un zapato de raso y nosotros lo utilizamos para la canción («Pecados más dulces que un zapato de raso»). Yo conocí a la hija de Nieves cuando empezaba con Gabinete, en 1981. Años más tarde me compré el libro Rimas y leyendas y se lo regalé en Sevilla, porque ella era de allí. Estuve en una Feria de Abril para ver los toros con Rafael de Paula y todos estos en el 87. Recuerdo que me fui con la hija de Nieves en un coche que conducía un amigo suyo. Nos estuvimos enrollando un poquito y le terminé regalando Rimas y leyendas, que me había comprado para el disco Camino Soria.
—¿Era de la generación beat y de El camino, de Jack Kerouac?
—Sí, me lo leí también en esa época. Me gustó mucho. Después vi unas películas y leí mucho sobre la historia del rock, de grupos y cantantes. Tengo una buena colección de los grupos que me gustan, de los Rolling Stones, de David Bowie…
—¿Está la canción «Cómo perdimos Berlín» basada en el libro de Erich Maria Remarque Sin novedad en el frente?
—No. Queríamos hacer una canción sobre la Primera Guerra Mundial. Los Gabinete teníamos ya «Tren especial» —la letra es de mi hermano Alberto precisamente—, que habla de los transportes de los judíos a Auschwitz. Pero «Cómo perdimos Berlín» es de la Primera Guerra Mundial. De hecho salió en la cara B del segundo single, «Olor a carne quemada».
—Entiendo que le gusta el cine de nazis también.
—Sí, me parece interesante. Y aunque La naranja mecánica no es de nazis, hay referencias. A Alex DeLarge, el protagonista, le ponen imágenes de campos de concentración con música de Ludwig van Beethoven. A mí la música clásica me gusta mucho por La naranja mecánica. Me acuerdo que fui a verla al cine con mi hermano Fernando y me pidieron el carnet al entrar, porque no aparentaba los dieciocho. Y aquella banda sonora, tío… Me pones a Beethoven y me vuelvo loco. Me encanta la música clásica.
—A esa edad, cuando usted descubre el rock and roll, ¿se sentía menos rockero por escuchar a Beethoven?
—Buena pregunta. Es que también son momentos. Cuando te apetece escuchar a Beethoven, pues te apetece escuchar música clásica. Pienso que cada música tiene su momento. Aunque Beethoven me parece más duro que muchos rockeros que hay. Era sordo y tenía muy mala hostia.
—«El recuerdo no sólo destruye sino construye», escribía Eduardo Haro Tecglen en El niño republicano. ¿Está de acuerdo?
—Sí, estoy de acuerdo (también he leído ese libro). El recuerdo construye lo que se supone está olvidado. Vivimos de recuerdos, está muy claro; un ser humano sin memoria no sería nada.
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