TITULO: 7 DIAS CITAS , SI TIENES MINUTOS Y DESCANSO - ¡ BUENOS DIAS JAVI Y MAR ! - CADENA 100 - CALLEJEROS - Ventana a ventana,.
¡ BUENOS DIAS JAVI Y MAR ! - CADENA 100 ,.
Lo mejor del programa ¡Buenos días, Javi y Mar! que se emite cada mañana en CADENA 100 de 06:00 a 11:00 y que presentan Javi Nieves y Mar Amate,etc.
Al rincón de pensar - Martes - 25 - Junio ,.
Al rincón, anteriormente conocido como Al rincón de pensar, fue un programa de televisión español en el que cada semana dos personajes de plena actualidad (cantantes, políticos, actores, deportistas) se someterán a las preguntas Risto Mejide en su particular rincón. Se emitió los martes a las 00:00 horas en Antena 3., etc.
Ventana a ventana,.
foto / ventana grande y un gato ,.
No me parece raro que, ahora que se ha muerto, se difundan ciertos escritos más bien personales de Juan Marsé —Notas para unas memorias que nunca escribiré (Lumen)—, pero sí me sorprende que fuese él mismo quien decidiera su publicación y hasta llegara a completar las correcciones pertinentes. No se trata de que en esos apuntes suyos —en realidad, entradas de un diario la mayoría, anotaciones aisladas en libretas el resto— incurra en observaciones, vamos a decir, controvertidas sobre colegas de oficio, porque a estas alturas, y después de tantas declaraciones públicas, nadie espera la menor corrección política por parte de Marsé; se trata, más bien, de que ni en sus glosas literarias o políticas ni en sus apuntes netamente privados se dejan ver los deslumbramientos de la prosa que lo ha convertido en uno de los autores imprescindibles de nuestras letras. Aunque no lo considere una buena práctica, sí encuentro normal que los herederos de un autor se apresuren a dar a imprenta cuantos textos éste dejó inéditos, por intrascendentes y hasta vulgares que resulten: a la voluntad crematística, que es legítima, acaso se una la convicción de que esas palabras tendrán algún valor póstumo en tanto que aportan conocimiento sobre el oficio o la privacidad de quien optó por mantenerlas confinadas en su esfera más íntima. Si bien lo ético sería mantener a salvo esos documentos, o hasta deshacerse de ellos, como muestra de respeto hacia quien los pergeñó y ya no puede mantenerlos ocultos, tampoco reviste especial importancia el hecho de que salgan a la luz, puesto que aquél que podría sentirse dolido o perjudicado por su publicación ya no está para verlo ni sentirlo. Es cierto, además, que en algún que otro caso hemos descubierto no pocas voces que hoy consideramos indispensables —pienso ahora mismo en Kafka, o en Pessoa— gracias precisamente a que sus deudos desobedecieron o ignoraron las instrucciones que ellos mismos habían dado y permitieron así que todos conociéramos aquello de lo que hasta entonces sólo sabían unos pocos, si no únicamente sus artífices. El caso de Marsé, como digo, es bien distinto: fue él quien quiso que los lectores tuvieran ante sus ojos esas líneas, acaso por un interés puramente crematístico —lo cual, insisto, no sería en ningún modo censurable— o quizá porque él mismo, que no sale precisamente bien parado en algunos pasajes, quiso a última hora convertirse en un personaje más de su propia obra, como aquéllos a los que tanto había diseccionado en esas novelas cuyos títulos figuran hoy con letras de oro en el canon de la literatura española contemporánea. Curiosamente, el ardid lo humaniza y nos arroja a un Marsé tan de andar por casa que a veces incluso causa cierto pudor espiar en diferido sus andanzas domésticas, sus rutinas cotidianas, sus lamentos y sus nostalgias. Las hijuelas que, al cabo de un año, van jalonando este relato particular de la vida privada de un escritor que, como ocurre siempre, desmitifica esa aura que rodea a quienes dedican sus días a la creación artística en cualquiera de sus facetas. El Marsé que apuntó estas notas con vistas a unas memorias que no pensaba escribir nunca es un Marsé que, cuando no andaba metido en sus novelas, se comportaba exactamente igual que cualquier otro hombre de su lugar y de su tiempo y tenía vicios y virtudes similares a las de cualquiera de sus semejantes. Que tuviera la valentía de exponer ante todos sus filias, sus fobias, sus arrebatos de lucidez y sus contradicciones no deja de decir algo bueno acerca de su valentía, por mucho que algunos lectores tuerzan el gesto ante tanta humanidad desaforada. No hay muchos escritores que se presten a autorretratarse para la posteridad tal y como fueron y no como los inmaculados seres de luz a los que querrían que el mundo recordase.
Elogio de una posdata
Alguna vez, antes de publicar una cita en Twitter, he procurado consultar distintas fuentes para asegurarme de su exactitud, hasta el punto de sorprenderme cotejando si la puntuación de mi transcripción se correspondía exactamente con la del original. Justifican esa especie de manía dos razones: la primera, y fundamental, es mi respeto por la literalidad cuando de reflejar textos ajenos se trata; la segunda sólo se da de vez en cuando y tiene que ver con el temor a que alguien me pille en un renuncio, salte con que la cita no es exactamente así y la cuestión desemboque en una de esas discusiones larguísimas y estériles que inevitablemente conducen al silenciamiento o el bloqueo. Por eso leo con especial simpatía el apartado que Javier Marías ha colocado al final de su Tomás Nevinson (Alfaguara) —la novela es magnífica, pero eso ya lo ha dicho todo el mundo, o casi— para consignar las referencias, unas veces literales y otras parafraseadas, que desfilan a lo largo de sus casi setecientas páginas. «Como el mundo se ha llenado de detectives quisquillosos e incultos —con Internet no hace falta haber leído para detectar citas o «apropiaciones»—, más me vale consignar las que aparecen en este libro, según mi honrado saber», empieza señalando. Luego se demora en una larga enumeración de autorías, indicando en cada caso si su presencia en la novela se sustancia en menciones textuales o en glosas más o menos libres, y da por cerrada la cuestión con un par de frases ante las que no puedo hacer más que sonreír: «Con esto espero no dejarme nada. Y si algo me dejo, qué se le va a hacer». Ganas me dan de coger en propiedad esas palabras, debida o indebidamente, y fijarlas en mi perfil de Twitter. O al menos de copiarlas y guardarlas en algún cajón, indicando a quien corresponda que, cuando llegue el momento (toco madera), alguien se ocupe de grabarlas en mi tumba a modo de epitafio.
Ventanas cerradas
Llegan a mis oídos unas voces procedentes de la calle y me asomo al balcón a ver qué pasa. No consigo averiguar de dónde procede la riña —son dos hombres, parecen soliviantados; deben de estar discutiendo en la esquina de mi calle con la avenida colindante, fuera de mi campo visual— y de pronto reparo en las ventanas del edificio de enfrente. Todas están cerradas y la mayoría tienen las persianas a medio bajar. Sólo en uno de los pisos, el tercero, se ven luces en dos de sus estancias. Una es el salón, donde una mujer se enfrasca en la lectura de lo que parece ser una revista. La contigua puede ser tanto un dormitorio como una sala de estar secundaria, y en ella juegan, despreocupados, un hombre y un niño que debe de tener cinco o seis años. Los conozco porque hace ahora justo un año los veía asomarse cada tarde, más o menos a esta hora. Al igual que sus vecinos, y que todos o la gran mayoría de cuantos habitamos esta calle, salíamos a cumplir con aquel aplauso de las ocho que era una forma de homenajear a las personas cuyos trabajo y esfuerzo y tesón permitían que los demás pudiéramos seguir en nuestras casas, a salvo de contagios. Pero también lo hacíamos porque, después de pasar unas cuantas horas encerrados en nuestros dormitorios, en nuestros salones, en los cuartos que habíamos tenido que habilitar para continuar desarrollando a diario las labores que nos procuraban ocupación y sustento, aquél era un modo de recordarnos que seguíamos cerca unos de otros, que la soledad impuesta por una circunstancia inverosímil era algo provisional y pasajero, que no dejábamos de estar juntos aunque nos sintiéramos tan lejos. En aquellas tardes —que fueron muchas al final, casi cincuenta, yo no fui consciente de la exageración hasta el primer día que se me permitió salir a la calle y me acerqué a ver el mar y todo lo vivido en los meses que quedaban atrás se me asemejó mucho a un mal sueño— me fui fijando en aquellas personas que vivían a unos pocos pasos de mí y de las que no sabía absolutamente nada. Había una señora mayor que, en el primero, se asomaba mucho antes de que lo hiciéramos el resto, debía de vivir sola y probablemente era aquélla la única socialización que podía permitirse en aquel periodo confinado. Estaba la familia del tercero —la madre, el padre y el niño—, que escenificaban una especie de fiesta con la intención de que su criatura no se entristeciera, o no más de lo que lo deprimiría de por sí la situación. Había en el quinto, casi en la esquina ya con la avenida, una mujer de edad mediana que se mostraba siempre seria y hasta aburrida, igual que si estuviese ante un trámite más de los que se obligaba a sí misma a cumplimentar durante el día, a fin de no sucumbir ante la pesadumbre. Del matrimonio del cuarto supimos que ella era enfermera y que se desplazaba a trabajar todas las mañanas al ambulatorio del barrio: nos hablaba, de ventana a ventana, de personas que entraban con síntomas fatales y de otras que los tenían más llevaderos. Había más gente a la que observaba de refilón en los edificios contiguos: un grupo de bohemios que se juntaban en la azotea para dar vivas y bravos a cuanto los rodease —no debían de sufrir mucho el encierro ellos, eran ocho o diez y convivían en lo que casi parecía un piso franco, era la suya una fiesta perpetua— y uno o dos portales más allá una pareja solía colocar en la cornisa unos altavoces que nos amenizaban el trance con el consabido «Resistiré» —creo que nunca he cogido tanta tirria a una canción, si acaso a algún viejo éxito de Alejandro Sanz— antes de replegarnos a nuestros aposentos. También aquello se convirtió en costumbre y acabó perdiendo luz y fuelle y magia, pero en los primeros días —cuando algunos optimistas confiaban en que el enclaustramiento durara sólo dos semanas, un mes a lo sumo, y era fácil creerse aquellos lemas bienintencionados que vaticinaban que de ésta todos saldríamos mejores— soplaba en mi calle, a las ocho de la tarde, un aire fresco de solidaridad compartida que no he vuelto a respirar y del que sólo alcanzo a evocar un suave aroma ahora que, al asomarme al balcón, veo cerradas las ventanas que se abrían puntualmente entonces y me pregunto qué habrá sido de las personas que hace un año poblaban sus interiores y que, como yo, salían y miraban a los ojos a quienes los rodeaban y, sin necesidad de decir nada, expresaban con esa mirada y ese aplauso su desconcierto ante un mundo que de repente no era nuestro, ante un porvenir que se antojaba inexistente, ante el destierro invertido que nos expulsaba de las calles, ante un presente que carecía de sentido porque se revelaba desprovisto de futuro. Sin saber muy bien por qué —estamos ahora mejor que entonces, aunque sigamos estando mal—, echo de menos ese instante fugaz en el que las miraba y encontraba en sus rostros la nostalgia de las costumbres abolidas, pero también el anhelo feroz de reanudar la vida que se nos había quedado interrumpida. La certeza de que sólo apoyándonos los unos en los otros alcanzaríamos la dignidad suficiente para sobreponernos al desastre.
TITULO: LA NOCHE LARGA, MUJERES EN PRIMERA LINEA, - LA CHICA LUNES - 24 - Domingo - 23 , 30 - DOS DIAS Y UNA NOCHE - MARTES - 25 - Junio - Vanessa Springora - Una hormiga en el ombligo,.
DOS DIAS Y UNA NOCHE - MARTES - 25 - Junio ,.
El programa está conducido por la periodista catalana Susanna Griso. Cada semana visitará la casa de un personaje famoso relevante y mediante el hilo conductor de la entrevista, irá desgranando la vida de los famosos. Como novedad la periodista se instalará en las casas de los invitados durante dos días pasando una noche allí. El MARTES - 25 - Junio - , a las 22:40 por antena 3, etc.
LA NOCHE LARGA, MUJERES EN PRIMERA LINEA, - LA CHICA LUNES - 24 - Domingo - 23 , 30 - DOS DIAS Y UNA NOCHE - MARTES - 25 - Junio -Vanessa Springora - Una hormiga en el ombligo,.
Vanessa Springora - Una hormiga en el ombligo,.
foto / Vanessa Springora - El consentimiento,.
El consentimiento, de Vanessa Springora, puede que llegue a abrir muchas bocas cerradas. Algunas llegaron a decir «sí» cuando quisieron decir «jamás».
Es su primer libro y ya se ha convertido en algo a lo que los medios, siempre tan deseosos de colocar apellidos, calificamos de «fenómeno» desde el mismo momento de su nacimiento. Sin embargo, el relato autobiográfico de la editora y escritora francesa Vanessa Springora, El consentimiento, no cuenta ninguna cosa extraordinaria o sorprendente, según la definición académica de «fenómeno». Más bien al contrario. Lo que narra es tan antiguo como la vida: la historia de una de las depredaciones más comunes, la del adulto contra el niño, la del fuerte contra el débil, la del que todo lo sabe contra el que quiere aprenderlo todo.
Pero al leerlo de principio a final fue fácil ver en qué consistía el fenómeno: simplemente, en la liberación de la voz de una víctima que no supo que lo fue hasta que se hizo adulta.
Con un estilo conciso y literariamente correcto, sin demasiados adornos, la autora describe cómo Matzneff la envolvió con su aura de escritor consagrado hasta conseguir despertarle el amor, algo poco difícil en una niña que apenas ha comenzado a dejar de serlo. El escritor cuenta con su experiencia (no solo con otras como ella, sino, por ejemplo, con críos filipinos con los que de vez en cuando «se regala una orgía de cuerpos de niños de once años y justifica sus actos comprándoles una cartera»); con la complicidad de la madre de Vanessa, una editora divorciada y desengañada que accede a todo desde el mismo comienzo (todavía hoy «constantemente intento conseguir una disculpa por su parte, un poco de arrepentimiento. Nunca cede»); con la cobardía de un padre que, aunque ni siquiera sabe en qué calle está la escuela de su hija, amenaza con erigirse en su salvador pero termina haciendo mutis convenientes cuando más se le necesita; con la aquiescencia y el desvío de miradas de amigos que lo sabían y nunca hablaron; con su posición elevada en el mundo literario, que le da carta blanca para jactarse de sus hazañas sin cortapisas (Les moins de seize ans, un manifiesto sobre el sexo con menores de 16 años: «Una vez has tenido en tus brazos, besado, acariciado, poseído a un chico de 13 años, a una niña de 15, todo lo demás te parece insulso, pesado, insípido…»), y, en definitiva, con el aplauso de una sociedad, especialmente la de los círculos intelectuales, complaciente con el genio cuyas debilidades son aceptadas como banderas libertarias en lugar de como lo que son: aberraciones.
No hay demasiado sexo en El consentimiento. Con ser lo más sangrante de una historia como esta, no es su centro. Sangrante, sí, porque sangrante resulta imaginar la escena de una niña de 14 años aterrada ante la perspectiva de su primer coito: «Junto los muslos de manera instintiva, en un movimiento que no puedo controlar. Grito de dolor incluso antes de que me haya tocado…». O figurar al depredador presumiendo, para convencerla, «de su experiencia, de su saber hacer, que le ha permitido quitar la virginidad a chicas muy jóvenes sin hacerles daño». Quedan en tablas: «Entretanto, podemos hacer otras cosas». «Y, mientras su lengua voraz se introduce en mi cuerpo, mi espíritu levanta el vuelo. Así pierdo la primera parte de mi virginidad».
La segunda se queda en un quirófano: un doctor, tan cómplice como los demás, le realiza una incisión con anestesia local en el himen. «No sé si en este caso podemos hablar de violación médica o de un acto de barbarie. En cualquier caso, me convierto por fin en una mujer mediante un golpe —hábil e indoloro— de bisturí de acero inoxidable» para «ayudar al hombre que me mete cada día en su cama a gozar sin impedimentos de todos los orificios de mi cuerpo». En ese momento de la lectura, me recuerdo a mí misma la edad de la paciente: 14 años. Sangrante, sí.
Pero me repito que no es el sexo el centro de la historia. Es el consentimiento. La raya fina que separa el abuso del permiso. «¿Cómo admitir que han abusado de nosotros cuando no podemos negar que lo hemos consentido?». Y esa suciedad que se adhiere al alma cuando, a cambio, se aceptan prebendas, como la cantidad de dinero que en un momento determinado necesita la familia, vestidos bonitos que obnubilan y las llaves de un apartamento como símbolo de intimidad y conexión. O se esquivan los dardos, minimizando las infidelidades o las infecciones por estreptococos.
La presa cree que lo acepta todo de buen grado, que consiente, que su voluntad es libre. Los depredadores, en cambio, se tienen por «víctimas (seducidas por un niño o una mujer provocadora)» o «benefactores (que solo han hecho el bien a su víctima)». «Aparte de en los artistas, solo hemos visto semejante impunidad en los curas».
Springora no solo denuncia al pedófilo, sino también a la sociedad que lo jalea. Recuerda que, en los años setenta, firmas como las de Roland Barthes, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir o André Glucksmann aparecían al pie de manifiestos a favor de la despenalización de las relaciones sexuales entre menores y adultos. La autora lo explica porque, en aquella época, «en nombre de la liberación de las costumbres y de la revolución sexual, se siente la obligación de defender el libre disfrute de todos los cuerpos (…). Una deriva y una ceguera por las que casi todos los firmantes de esas peticiones pedirán disculpas tiempo después».
Lo que Springora realmente denuncia es la hipocresía de todo un sistema de vida y de comprensión de la vida, cuyos flecos (aunque ya deshilachados gracias a los triunfos del movimiento que recorre el mundo en pro de la igualdad) siguen ondeando hoy en forma de debate político que justifica lo injustificable solo para amparar la impunidad.
Resulta especialmente conmovedor el encuentro de Vanessa con otra damnificada más joven. Se llama Nathalie. Sorprendió al depredador un día cenando con ella: «Me sentí vieja al instante. Yo aún no tenía los dieciséis». Cinco años después, ambas jóvenes se encuentran. Ya no son rivales. Se reconocen: son víctimas. Charlan. Se consuelan. «El mismo escenario. El mismo sufrimiento en sus palabras (…). Pobre niña (…). Todo vuelve a mí, cada detalle, y mientras prosigue, me siento febril, impaciente por contarle yo con precisión hasta qué punto el recuerdo de esa experiencia sigue doliéndome (…). ¿Qué nos une, qué nos acerca? La imperiosa necesidad de hablar con alguien que pueda entendernos».
En ese encuentro se resume el libro: el impulso ineludible de gritar y de ser oído. «Me sorprende que ninguna mujer (…) haya escrito antes que yo» sobre su agresor sexual, al que siempre alude como G. «Me habría gustado que otra lo hiciera en mi lugar. Quizá habría tenido más talento y habría sido más hábil y más libre. Y seguramente me habría quitado un peso de encima».
Le guste o no, su experiencia, sin ser nueva, se ha convertido en fenómeno editorial por ser pionera. Y puede que abra la puerta a que otras víctimas comprendan que el consentimiento no exculpa al verdugo del delito, que solo contribuye a perpetuarlo. Una y otra vez, en cuerpos igual de jóvenes e igual de asustados.
Springora ha decidido contarlo en un libro. Pero recuerda que existen otros estrados desde los que se puede hablar alto y claro. Ese es el núcleo de su historia: ayudar a que se abran las bocas que dijeron «sí» cuando, de haber sabido la monstruosidad que se les avecinaba, habrían dicho «jamás». Sobre todo, si, como pide Moratín a su protagonista de El sí de las niñas, también abocada a un consentimiento que no quiere dar, las dejan hablar «sin apuntador y sin intérprete».
Hoy se puede. O debería poderse. Y encontrarán mucha más comprensión. O deberían encontrarla. Algo habremos avanzado.
TITULO: Viajeros Cuatro - Alicia Sornosa: «Viajar no consiste en llegar a los lugares, sino en todo lo que ocurre de por medio» ,.
El Miércoles - 26 - Junio a las 22:45 por La
cuatro,fotos,.
Alicia Sornosa: «Viajar no consiste en llegar a los lugares, sino en todo lo que ocurre de por medio»,.
Alicia Sornosa,.
Pillo a Alicia Sornosa con el brazo colgado en un cabestrillo. Viene de recuperarse de una caída, un accidente que la ha dejado algo magullada y con el ánimo un punto zaherido. «Me ha dado mucha rabia —me confiesa—. Es el primer accidente que sufro en toda mi carrera. Cuando lo tuve, lo primero que pensé es que me había sacado el hombro y me mentalicé enseguida de eso, porque sabía que iba a sufrir bastante dolor para que me lo volvieran a colocar en su sitio». Sucedió en Vietnam, que es un país con mucha mitología bélica y viajera, justo en el inicio de una ruta que emprendía con su moto. Los médicos, con su habitual realismo, en el que jamás queda espacio para la misericordia, le confirmaron el peor de los diagnósticos y, de paso, en el que menos había reparado hasta ese momento: tenía rota la clavícula. «Me entró mucha rabia. No te lo puedes imaginar. Eso suponía que no podía continuar». Y que esto lo asegure ella, Alicia Sornosa, que ha recorrido 285.000 kilómetros de carretera, en muchos tramos sola, a lo largo de cinco continentes y 51 países, que ha conocido el flagelo inclemente de la meteorología y la implacabilidad de los aduaneros que custodian los puestos fronterizos, ya es mucho decir.
Aprendió del periodismo, escuela en la que se formó y que le dejó en herencia una idea a la que no ha traicionado ni tampoco dejado atrás, una idea que no ha olvidado nunca: todo lo que se vive hay que contarlo. Y lo ha hecho sin parar a través de artículos, su blog, sus vídeos, páginas web y una novela con tintes autobiográficos que glosan lo que han sido parte de sus aventuras, «360 grados: Una mujer, una moto y el mundo», y otra pieza de literatura en cuyo título, «Toda aventura comienza con un sí», reposa algo esencial: hay que ser decidido como un pistolero y no retroceder a los embates del destino.
—¿Hacen falta ochenta días para dar la vuelta al mundo?
—¿Ochenta días? No, para nada, hacen falta unos cuantos más. Me parecen muy pocos, la verdad. Una cosa es dar la vuelta al mundo y otra muy distinta es vivir la experiencia. Es como volver a Ítaca. No es tanto llegar, como todo lo que le sucede a Ulises hasta que regresa a su casa. Ítaca es una de las historias más antiguas y al mismo tiempo más modernas, porque explica esto de una manera muy clara. Viajar no consiste en llegar a los lugares y, por ejemplo, ver museos. Es todo lo que pasa en el medio, mientras estás haciendo el camino. Este es el viaje de verdad. Disfrutar de lo que te ocurre, de lo que ves y lo que sientes. Por eso, para mí, ochenta días no son nada, porque en ese intervalo apenas te da tiempo a detenerte para hablar con la gente que te encuentras o que te salen al paso, atender el murmullo que agita el interior de los bares, lo que está sucediendo en las calles, lo que agita las plazas. Es en esto en lo que me gusta fijarme, lo que de verdad me interesa de un viaje.
—¿Me podría definir qué es un viaje?
—Voy a responder de una manera muy rápida a eso: es un compendio de sensaciones y de vivencias que recibes mientras avanzas, mientras no estás fijo en un sitio.
—La primera mujer de habla hispana que ha dado la vuelta al mundo en moto. Esto a lo largo de 2011 y 2013.
—Y también he sido la primera mujer europea de mi siglo en hacerlo. Voy a ser sincera: al principio no estaba realmente emocionada por lo que había completado, porque en realidad no me daba cuenta de lo que significaba eso que había hecho. Pero después, enseguida reparé en que era toda una responsabilidad. Y es que, por otro lado, es muy bonito completar ese proyecto, porque ha sido como poner una pica en Flandes, como suele decirse. Soy una mujer, voy en moto y viajo con moto alrededor del mundo. Había un montón de mujeres que hacían lo que yo hacía, pero muchas, después de que yo hubiera completado la vuelta al mundo, también se han animado a saltar a la parte de adelante de una moto. Yo soy pequeñaja, no soy muy grande, y cuando has podido con eso, es inevitable que sientes un poquito de orgullo, porque ¿a quién no le gusta ser pionero en algo, verdad? Pero luego también tienes que saber ser un ejemplo para aquellos que tienen un espíritu aventurero para que se den cuenta de que no eres tan distinto, que también pueden intentarlo y que no es tan difícil.
—Ha mencionado el espíritu aventurero.
—Siempre hay personas que tienen este espíritu, y otros, en cambio, no lo tienen. Es así. Están los que poseemos esa veta en el alma de la aventura, de no contentarte con el sitio donde realmente estás, de no querer quedarnos fijos y de mirar siempre a lo lejos, al horizonte, pero seamos también realistas: la sociedad necesita también personas que la construyan, que la levanten. Es necesario. Es cierto que quizá los aventureros vamos por delante, pero también dejamos muchas cosas detrás y necesitamos que otras personas se asienten en territorios y que levanten el entramado de una sociedad, porque si no no existirían esas otras personas, las ciudades no existirían, no las habría. Si fuéramos todos iguales nos perderíamos esto otro, que es igual de importante. Habrá más o menos aventureros, pero las otras personas, las que no tienen ese impulso, son tremendamente necesarias. Tanto como el aventurero.
—Su moto se llama «Descubierta», que, por cierto, fue el nombre de uno de los barcos de la Expedición Malaspina. ¿Bautiza sus motos?
—Sí, las bautizo. Mi moto se llama «Descubierta». Empecé la vuelta al mundo con ella. Arranqué la vuelta acompañada, y en ese momento decidimos bautizar las motos, motivados por ese espíritu aventurero. Pero es curioso, porque me han bendecido siempre las motos. A «Descubierta», por ejemplo, la bendijo el cura donde veraneo, además de un jesuita en Roma. A mis otras motos también les ha ocurrido lo mismo. En Nepal, que fue impresionante, me la llenaron de flores, y luego, durante mi viaje por África, también me bendijo la moto el cura de una misión, que era un señor negro, muy alto. Sí, esto ha ocurrido con todas las motos que he llevado. Siempre suelo ponerles nombre. Es lógico, porque hablas mucho con ellas.
—¿Habla con sus motos?
—Por supuesto, sobre todo en los momentos más chungos, los más complejos, aunque también me río con esto. Pero sí, cuando estamos en tramos que son muy difíciles, les digo: «Venga, pequeña, no te rindas, tú puedes, no te resbales, vamos ahora, tira, eres la mejor». Cuando viajas en moto se habla con las cosas. Hablo mucho también con mi abuelo, que falleció poco antes de la vuelta al mundo. Y esto, con sinceridad, me ha ayudado mucho, en bastantes ocasiones, me ha dado fuerza. En estas tesituras en que te preguntas «¿qué hago, ahora?» y estás muerta de cansancio, sientes frío, estás jugándote la vida con estas rocas, es cuando se me viene a la cabeza: «Abuela, ayúdame a sacar fuerzas en esto para poder continuar, sé que me has empujado muchas veces, que no me caiga de la moto…».
—Medita…
—Por supuesto. Hay que tener en cuenta que viajar en moto es muy distinto a otros medios. Vas en contacto con todo lo que tienes alrededor, ves lo bonito que es el paisaje. Piénsalo. Vas solo con el casco, vas viajando sola con tus pensamientos. Por eso es normal que hables contigo, porque con tal concentración y con el silencio que en ocasiones sientes, en realidad meditas. Es un ejercicio muy bonito.
—Y le gusta la soledad.
—Me gusta estar conmigo misma, sí es verdad. Desde el primer viaje. Hace unos meses tuve un accidente en Vietnam. Es la primera vez que me sucede en todos estos años en los que he estado conduciendo por diferentes países. Pero en realidad no me importa ir sola. Me gusta, de hecho, hacer las cosas de esta manera. Al contrario de lo que le puede suceder a otras personas, no le tengo miedo a estar sola. Quizá es porque soy la mayor de cinco hermanos, y ahora eso se nota (risas).
—Los nombres de sus motos suponen toda una declaración de intenciones hacia la aventura: «Descubierta» y «Atrevida» eran los nombres de las corbetas de la Expedición de Malaspina.
—La idea era llegar hasta los nombres españoles que había más al norte de nuestro país, alcanzar los topónimos que todavía se conservaban y, de esta manera, reivindicar la ruta de esos españoles olvidados que fueron las primeras personas que llegaron a la costa de Alaska, y que provenían de aquí, de España. Empecé con Miquel Silvestre ese recorrido. Pusimos nombres a las motos. La mía era «Descubierta» y la suya «Atrevida». Los elegimos precisamente como homenaje a Malaspina. Más adelante nuestros trayectos se separaron. En Alaska estuve en Córdova, una de las ciudades que fundó Malaspina, y también en Valdés. La idea esencial era reivindicar a los españoles que alcanzaron esas costas tan lejanas. Y creo que es algo que hacemos mucho los viajeros españoles. Ahora mismo, por citar a uno, Antonio de la Rosa ha recorrido el llamado Mar de Hoces, que tiene nombre español porque el primero que pasó por allí fue otro español, Francisco de Hoces, quien lo descubrió y lo recorrió por primera vez en 1526. No fue Francis Drake el primero. Fueron los barcos de Hoces los que estuvieron allí. A veces parece que nos da vergüenza contar lo que hemos hecho. Somos algo acomplejados en esto.
—La ciudad de Valdés.
—Viajé hasta llegar allí. Un nombre español. El primero de los exploradores que tocaron tierra allí. Lamentablemente, no queda nada de la huella de su paso. Hubo un maremoto y fue todo arrasado. Hoy solo queda una ciudad americana muy pequeña. Se pesca el salmón. Es un puerto pesquero. No tiene nada que ver con el Valdés que me esperaba. También llegó la fiebre del oro allí, y con eso se borró la huella de ese pasado definitivamente. Preguntamos a sus habitantes si sabían de algo, pero ni siquiera tenían demasiado claro cuál era el origen del nombre. Pero no importa, porque el trayecto fue emocionante y divertido.
—¿Qué es una moto?
—Para mí, sin duda, es el mejor medio de transporte que existe para viajar, porque a diferencia del transporte público, como el tren, que me alucina, el avión o la bicicleta, la moto es capaz de llegar más lejos y a lugares donde no puedes acceder con un coche o con una bicicleta. Debes pensar que es un medio totalmente permeable, porque sientes el frío, el calor, la humedad, el polvo, que en un coche, en cierta medida, te pierdes. Cuando vas en moto oyes el ruido del neumático en el camino, notas el viento y si vas despacio y desaceleras puedes percibir perfectamente los árboles, escuchar los pájaros. Si hay flores puedes olerlas, y si la tierra está húmeda también. Si hay un río lo escuchas. En la moto tienes todos los sentidos a tope. Además, cuando llegas con una moto a los lugares, enseguida percibes que despierta una enorme curiosidad en los habitantes de las aldeas que atraviesas. Da igual la edad. Entre los mayores y los niños. Es muy interesante esto. Al levantar la visera, enseguida entras en contacto con las personas, que te rodean y comienzan a preguntarte cosas. Si usas gasolina o si gastas diésel. La gente se suele interesar por lo que consume, si gasta mucho, de dónde vienes y a dónde vas. En coche es muy distinto, por ejemplo, porque es como ir encerrado dentro de una burbuja. En cambio, la moto atrae a las personas de manera instantánea. Con las bicis sucede algo parecido, pero claro, no en todas partes tienen motos así y no tan grandes para viajar. Las motos te llevan hasta donde quieres, y después la curiosidad que producen en los demás te permite entrar enseguida en contacto con las poblaciones.
—¿Cuántas motos tiene?
—Una solo. ¿Para qué dos? Ahora tengo una Ducati Scramble, en la que llevo viajando unos seis años. La BMW, «Descubierta», la vendí. Me daba pena que nadie la usara, porque era una máquina para moverse. Sé que la tienen en Madrid, porque alguna vez alguien me ha dicho que la ha visto, pero la verdad es que la Ducati que ahora utilizo me gusta tanto… No me dio pena deshacerme, porque las experiencias que viví con «Descubierta» las tengo en vídeo, en mi cabeza, en el libro que he escrito… Seré honesta. Soy de despegarme de las cosas, durante los viajes aprendes a hacerlo. Las cosas te anclan a los sitios, y yo quiero ser libre.
—Una lección que haya sacado de dar la vuelta al mundo.
—Hay una que me sorprendió. No me esperaba que el ser humano fuera bueno por naturaleza. No hay que tener tanto miedo como nos meten. Por tener miedo a los demás nos encerramos en nosotros mismos. Una mujer sola puede viajar igual que un hombre solo, y las cosas malas suceden por igual a unos y otros, pero son las menos. Luego, y este es otro aprendizaje que conviene reconocer, tuve una verdadera cura de humildad cuando salí de Europa. Siempre pensamos que este es el mejor continente, la mejor parte que existe en el planeta, junto a su educación y la forma de vivir la vida que tenemos. Pero enseguida, cuando dejas atrás estos países, te das cuenta de que existen otras formas de vida distintas y que todas ellas son igual de válidas y también igual de buenas. Con mucho menos seríamos igual de felices. Eres europea, eres española y has estudiado, pero tienes que ser humilde y no tratar de implementar eso a los demás. Un ejemplo: en un sitio había unos arroyos y vi a varias mujeres lavar a mano. Son pobres y lavan a mano en agua fría. Nosotros tenemos lavadoras pero, por otro lado, me dije: «Qué suerte la de estas señoras que se pueden juntar cotidianamente para charlar, mientras lavan, contar sus problemas, reírse». A veces creo que no nos vendría mal algo más de vida social. A lo mejor debemos mirar cómo viven los demás, porque a lo mejor ellos viven bien así.
—¿Cómo le ha influido viajar?
—Soy más dura y soy más valiente. Pero también sé ahora que soy cabezona, que tengo que aprender a pedir ayuda y recibir. Uno no es menos por pedir y recibir ayuda. Yo he aprendido a recibirla. Pero, sobre todo, soy más valiente. Pensaba que me iba a dar más miedo dar la vuelta al mundo, pero al hacerla…
—¿Qué es la valentía, ahora que la ha mencionado?
—Para mí el miedo ha pasado a ser valentía cuando he intentado superarlo. Todos tenemos la posibilidad de ser valientes y de tener miedo. Valientes son los que intentan superar el miedo. Cuando das ese paso ya no es miedo, ya es valentía, porque te encuentras con esa capacidad para dar ese paso imprescindible hacia el vacío y que necesitas para superar un obstáculo. Cuando viajé de la India a Australia me dio miedo, porque la moto iba en un barco y yo en avión, y yo no sabía si iba a coincidir a la llegada. Conocía la India, pero ese salto a Australia me daba miedo, sobre todo por no entenderme con la gente de allí, porque el inglés lo llevaba justo, por no encontrar un lugar donde dormir, no poder comunicarme bien, pero nada más llegar pude entenderme con las personas que se pusieron en contacto conmigo. Tienes miedo, y luego me di cuenta de que los australianos también tienen miedo, que son personas normales, iguales que los africanos. Todos los seres humanos somos iguales. Todos estamos rodeados de gente, y a todos nos gusta tener techo y algo de olla para no desfallecer. No importa de dónde seamos.
—La comunicación. Hablar, entenderse uno…
—Es de las cosas que más me han angustiado. De verdad. Me repetía que me iba a encontrar con personas, que había que mantener una conversación… pero después no es tan complicado como piensas. Te manejas por signos, o con lo que sea, aunque esto de los signos puede variar según el país. Tengo una anécdota respecto a eso.
—¿Cuál?
—En Kazajistán iba por una carretera, una recta, cuando se enciende el piloto de la gasolina. Entro en una gasolinera, que son unos surtidores. Allí había un señor con un Kaláshnikov. Hay que tener en cuenta que en España y en las sociedades europeas no estamos acostumbrados a ver a personas armadas, pero la realidad es que en muchos países es así, y eso, es inevitable, da cierto temor. Pues ese señor, además de ir armado, me hizo una señal. Se pasó de lado a lado el dedo por el cuello, como si me lo fuera a cortar. Entonces me dije: «Alicia, vuela de aquí inmediatamente». Salí de allí sin haber repuesto la gasolina, a toda velocidad, pero claro, tenía que parar. Y lo hice sesenta kilómetros más adelante, en otro surtidor. Me detengo y me encuentro con otro señor con otro Kaláshnikov. Y hace el mismo gesto pero repitiendo la palabra «full». El gesto, esa señal de pasarse el dedo por el cuello, no significaba que me lo fuera a cortar, sino que era el signo de preguntar si quería el depósito «lleno». En ese momento me dije: «Eres tonta, Alicia». Pues así me han pasado mil cosas.
—Pero también lo ha pasado mal.
—Al pasarlo mal… bueno, no te queda más remedio que tirar hacia adelante. Al final eres tú mismo el que se ha puesto ahí, no te queda otra. Siempre leo sobre el país que voy a visitar, también alguna novela, si hay escrita, si han tenido una guerra reciente, qué tipo de nación es, qué cosas están bien vistas y qué mal vistas. Te tienes que enterar de eso. Luego tienes que ir avanzando y sonreír mucho. Existe una cosa bastante curiosa: si vas con una sonrisa, eso lo entiende todo el mundo. Hables con quien hables. Esto tranquiliza a la gente y hace que sea más receptiva. A veces te enfadas porque has pinchado. Pero eso es ridículo. He organizado viajes muchas veces y es normal que pase algo, como pinchar una rueda. No ocurre nada. Llega alguien, mete la moto en una pickup y comienzan también otras buenas aventuras ahí. Enfadarse es inútil. Al sonreír se te quita el miedo, y esa sonrisa ayuda a las demás personas.
—Las averías… ¿un temor?
—Con las motos poco se puede hacer a ese respecto. Puedes cambiar una cadena, un neumático, un cable y ya. Normalmente no tiene averías. Se ha desgastado la cadena, no tiene aceite… En Japón tuve un leve percance. Y en Nepal, pero llamé a Ducati Katmandú, o a BMW. Como mucho te toca esperar. Esa semana aprovechas para descansar. Te dedicas a organizar las fotografías, a conocer el lugar donde estás… No pasa nada.
—¿Cómo fue irse sola? ¿Qué le decían al ser una mujer?
—Pues fue bonito, porque despierta admiración y porque donde las mujeres tienen menos libertad te miran con orgullo, te lo demuestran con gestos. Para ellas es como si las representaras. Están orgullosas de verte en una moto. En Estados Unidos iba sola y algunos hombres alucinaban. Se quedaban perplejos. «¿Cómo puedes con esa moto?», me preguntaban. Pero siempre, todos me han tratado con respeto. La gran ventaja de las mujeres cuando viajamos solas es que no cargamos con la agresividad del hombre. Muchos ven a una madre, a una hija, a una novia y nos quieren ayudar. En cada país que he pisado me han apoyado. Recuerdo Egipto, que estuve una semana, antes de la primavera. Estaba lleno de cristianos coptos y musulmanes, pero no había niños y mujeres por la calle. Este es un buen indicativo. Si hay niños y mujeres es que ese país está normalizado; si no hay, es que algo pasa. Las únicas mujeres las encontraba en farmacias. Estaban tapadas. Algunas limpiaban. Yo iba visitando el país, pero cogía hoteles donde siempre trabajaban mujeres, porque me daba mejor rollo. Muchas veces son referencia, y entre nosotras nos entendemos con la mirada. Eso da tranquilidad.
—¿Y las fronteras?
—Ese es un ejercicio de paciencia. Ahí te encuentras con gente que ostenta poder y que te lo va a demostrar. Quiere hacerlo. No es lo que me gusta. Debes tomarlo con mucha calma y filosofía. Son lugares donde un solo personaje tiene el poder de que puedas pasar o no. Tiene tu vida con el sello que da. Uno jamás se puede enfadar, aunque estés tres horas al sol o ellos se pongan a orar o a comer un bocadillo, porque si te mosqueas, lo más probable es que tengas que esperar más. No he dado mordidas, pero recuerdo como una frontera miserable la que hay entre Mongolia y Rusia. Allí estuve cuatro días durmiendo en un hotel donde las camas eran como una piedra, con los cuartos de baño fuera, el agua a menos cinco grados… Lavarte era un acto de fe que tenías que repetir cada mañana. Los mongoles no nos permitían pasar, por la matrícula. Tuvimos que insistir y, al final, el segundo día, nos dejaron pasar. Pero al llegar al lado ruso, había una señora, una especie de señorita Rottenmeier, que dijo que con esa moto no pasábamos a Rusia. Cada día nos devolvía a Mongolia. Yo ya no podía más, hasta que casualmente, un día, había un chico. Me acerqué allí, estuve coqueteando un poco, tuve feeling con el muchacho y nos sellaron los pasaportes. Armas de mujer. Y una de las armas de mujer es ponerte a llorar. Te van a entender en cualquier lado.
—Antes mencionaba las armas.
—Me dan miedo. Pero hay países como Israel, Estados Unidos, Kazajistán, Rusia, Japón… donde las ves. Yo lo llevo mal, pero para ellos es normal. Lo que sucede es que no estoy acostumbrada. Luego te habitúas y se te pasa el miedo. Sucede que a veces llegas a lugares y no te gustan en un principio, pero después reparas en las flores, los valles, otras cosas. Es el mismo lugar, pero ya reconoces la belleza que tiene. Al principio no las ves y te da miedo.
—Los animales son un riesgo para los motoristas.
—¡Desde luego! De hecho, no me gusta conducir cuando cae el sol. A esa hora ya me gusta haber llegado al destino. A esa hora es cuando empiezan a moverse los animales domésticos y los salvajes, los niños y los que van en bici. Es la hora en que las personas regresan a su casa. Yo creo que es muy peligroso ese momento. Yo recuerdo ir esquivando sapos en una carretera de la isla de Tasmania porque me daba pena pisarlos. En Alaska te podías cruzar con ciervos, bisontes, alces… Los osos hay que tener cierta distancia con ellos, porque además son muy curiosos, muy cotillas, y te huelen a distancia. Dan miedito. En África no nos dejan estar solos en los parques nacionales, porque somos una presa fácil. Luego en las carreteras te puedes tropezar con burritos, niños con bicis, zorros… En Sudamérica existen muchos perros asilvestrados, sobre todo donde la gente tira comida. Por la mañana los puedes acariciar, pero al caer el sol se transforman, te persiguen y te muerden la bota, van ladrando detrás de ti o se te pueden cruzar por delante. En Centroamérica viajaba con un compañero y yo iba detrás de él y, de repente, veo que frena y me dice: «Mira lo que tenemos delante». Era de noche, no se veía, pero ahí había un caballo negro, en medio de carretera. Nos percatamos porque la luz se reflejó en los ojos.
—Recorrió la Great Ocean Road, una carretera mítica.
—Sí, es impresionante. Vi los Doce Apóstoles, una de las playas donde se hace surf, que tiene unos acantilados impresionantes y esas doce formaciones rocosas moldeadas por la erosión. Bordeas el mar.. Es una de las carreteras más bonitas que he recorrido, pero también la carretera austral, entre Chile y Argentina, es una de las más impresionantes del mundo y llegas hasta casi el final del mundo. Es un territorio al sur, lleno de nieve, que vive de la pesca del salmón y la madera. Es uno de los lugares más increíbles. Hay bosques primitivos, animales silvestres… La famosa Ruta 66 es una línea recta. Es un parque de atracciones y no es original. La original va en paralelo y está medio destruida, pero hay pueblos importantes, porque tienen historia y estaban en los recorridos de los trenes.
—¿Nepal?
—Es una tierra de gente buena. Son muy amables, cariñosos, muy espirituales. Viven contentos y sobre todo dan paz. En especial si vienes de la India. Son más cordiales y pobres, más humildes. De Nepal tengo muy buen recuerdo. Allí planté una serie de árboles para compensar mi huella de CO2 y también para recolectar al año siguiente. Ayudé a reunir dinero para ayudarlos después del terremoto. Conducir en esas ciudades… En Asia existe una especie de caos ordenado, pero fuera tienen unos caminos que son increíbles. Allí puedes ver la fuerza de la naturaleza. Recuerdo que una vez entró una nube negra, empezó a llover y el agua bajaba trayendo piedras consigo. Tuvimos que dejar las motos y pegarnos a la pared. Estuvimos parados hasta que un tractor retiró la tierra acumulada y pudimos continuar. En treinta segundos había cambiado el tiempo y un caudal seco se convirtió en un río que bajaba a mucha velocidad. Y esto sucede en otros muchos sitios. Cuando hay lluvias hay que tratar de refugiarse para que no te pille una riada, porque aunque estés en un puente esa ola puede superarlo y también la carretera, y te lleva la moto tres kilómetros más abajo. Cuando haces alta montaña hay que estar atento.
—¿Y la Transiberiana?
—Da más miedo, porque no hay gente. Lo que pasan son camioneros, que van zurrando. Es fácil que te roben. Reza que no pase un oso. Es de los lugares más duros. La Transiberiana va paralela a la vía del tren. Hay apeaderos donde para. Los trabajadores descansan allí. Yo tenía que salir por un camino de tierra para llegar a poblaciones, hechas de edificios de cemento, con gente bastante extraña. Los rusos dan un poco de respeto, pero luego, con confianza, son amables. Te quieren llegar, pero hasta que pasas y les llegas es jodido comunicarse. Con eso es inevitable no estar en tensión. Se nota. En las zonas altas hay colinas donde todo es verde, con pueblos campestres. Es lo que más me gustó. Luego descubres Jabárovsk, que es una mega urbe, con grandes avenidas, edificios gubernamentales y toda esa arquitectura rusa… Todo es muy gigantesco.
—África. Sudán. Unos días durísimos.
—Eso fue desierto puro. Una línea recta. Desierto a ambos lados. Hay minas de oro, ves cómo trabajan niños, mujeres, hombres, en agujeros al aire. Para deshacer el oro utilizan líquidos, sustancias que destrozan las manos, los pulmones… Es muy pobre. Allí es difícil encontrar dónde comer. Hay gente, y de vez en cuando te ofrecen sentarte y comer un arroz con sémola. No hay cubiertos, no hay platos, todos comen del mismo lugar. Eso sí, los dátiles te los regalan, pero después de tantos dátiles suspiras por un bocata de jamón. Al menos los dátiles te dan mucha energía, pero cuando no hay comida… Eso me pasó en la carretera de Etiopía a Nairobi. Ahora es una maravilla, pero antes era una carretera destruida, con el asfalto reventado, llena de arena, piedras… No puede ser peor, siempre con más arena, más barro. Ahí pasamos hambre. Tuvimos que parar en un pueblo para dormir y comer pollo frito con arroz que compramos a una señora y que el marido cocinó, aunque a su ritmo, despacio. Tenía tanta hambre… Recuerdo que el resto del camino iba comiendo los dátiles y que me dolían las muñecas. Setenta kilómetros en diez horas. La moto se me caía, y aquel solazo. En otro lugar nos ofrecieron una comida, patatas. Me terminé el plato y le pregunté si me podía poner otro, pero me dijo aquel señor que no, que no podía repetir ración, porque yo no era tan importante como para repetir, porque nadie se iba a quedar sin comer. Aquellos eran trabajadores y me habían dado parte de su comida. Ellos también necesitaban comer. Todo el día estaba muerta de hambre. Lloré un montón. Estaba con los guantes y el casco, repitiéndome que no podía más. Me dolía todo el cuerpo, no dormía nada. En una chabola recuerdo el concierto de burros que había alrededor… hasta que se me rompió la moto. El aceite. Me dije: «Hasta aquí hemos llegado. Va a pasar lo que sea, pero he terminado. Cerca había un campamento chino y les pedí meter la moto en una pickup hasta el pueblo más cercano. Entre todos metimos la moto en la parte de atrás. Ese fue el final.
—¿Es esencial para el aventurero escribir libros?
—Vives tantas cosas que escribir un libro de tu viaje es una especie de catarsis. La novela que publiqué está basada en mi viaje por el mundo. La protagonista es un avatar, no soy yo, pero le regalé muchas cosas de mí. La manera de pensar, el viaje, las experiencias. Llegar al fondo del viaje es un acto de contrición. Hay que meditarlo, ver lo que has hecho y lo que tienes. Te das cuenta de lo que has hecho, de tus aciertos y tus errores. Siempre somos más duros y más valientes de lo que creemos. Te das cuenta de lo que has aprendido y ya no se te olvida.
TITULO: Ven a cenar conmigo - EL HOROSCOPO - Juan José Millás - Que se nos escapa sin ruido al morir,.
Juan José Millás - Que se nos escapa sin ruido al morir,.
foto / Juan José Millás,.
En un sótano del barrio de Prosperidad, en Madrid, hay una ventana con vistas a la calle que un día Juan José Millás atravesó. Era un niño y la realidad cobró, tras ese evento, una intensidad difícil de habitar de forma permanente, así que decidió volver, por el mismo lugar, a la realidad de siempre.
“La extrañeza que el escritor debe sentir ante la realidad” es la que Millás —con más de treinta obras publicadas, traducciones a más de quince idiomas y varios premios, entre los que destacan el Nacional de Narrativa, un Nadal y un Planeta— invita a buscar al medio centenar de alumnos que le escuchan. Lo hacen entre la admiración y la sorpresa, en el marco de un taller organizado por Cursiva —la escuela de escritura del grupo editorial Penguin Random House— en colaboración con la revista literaria digital Zenda.
“Hay que estar muy atento”, avisa, porque a veces no te das cuenta de lo que ocurre, atentos para seleccionar los hechos que formarán parte del relato o del reportaje.
Como periodista, actualmente publica cinco artículos a la semana en El País y colabora cada domingo en el programa A vivir, que son dos días de la Cadena SER, con una sección, Las edades de Millás, premiada este año con un Ondas.
Prosigue: “Un buen reportaje periodístico tiene la obligación de ser un buen cuento porque, entre ellos, no hay apenas ninguna diferencia” más allá de esa barrera que separa la ficción de lo que ha tenido que ser visto u oído para ser contado.
Al contrario de lo que sucede en la novela, incluso en la autobiográfica, “yo jamás he inventado nada en los reportajes”, reitera. Sin embargo, para elaborarlos, admite, “hago el mismo proceso que con un cuento. Cuando digo reportaje periodístico podéis oír cuento”, “el secreto está en seleccionar los materiales y articularlos”.
“¿Con qué criterio se seleccionan los datos?”. Él mismo pregunta y se responde, porque es capaz de sostener una respuesta larga y coherente de forma admirable, casi como quien escribe directamente un borrador que no necesita ser revisado porque sale bien a la primera. Aunque eso, como se encarga de advertir, en realidad no sucede. “Te tienes que buscar la vida para conmover al lector”, asegura.
Va encendiéndose a medida que conversa. La escritura, y la posibilidad de hallazgos que nos proporciona, “los aciertos expresivos” o la posibilidad de “entender”, parece ser el origen de esa luz, que contrasta con la que va alejándose progresivamente de la buhardilla llena de libros desde la que se ha conectado a la clase.
En un momento de la charla rescata de la librería uno de Leila Guerriero. Lo hace exactamente después de que un alumno le pregunte a quién escogería para escribir su biografía. Tras un momento de duda y de un “¿dónde está el catálogo para escoger”?, lo ve claro, sería ella. La considera, probablemente, “la mejor cronista viva” en lengua española.
Pero ¿cuál era la respuesta?, “¿cómo se seleccionan los datos?”. En este caso responde sin dudarlo: “Tú seleccionas aquellos hechos que puedes poner al servicio del significado” y, para hacerlo, “no hay que ir al centro, hay que ir a la periferia, porque el significado, si está en algún sitio, está en la periferia”. “El escritor es el que ve lo que no ven los demás”, sentencia.
Aunque no se refiera a esta periferia, sino a la periferia de los hechos, el madrileño barrio de Prosperidad —el de la ventana, el sótano y la infancia de Millás— surgió como barrio periférico. Lo mismo sucede con el barrio de Prosperitat de Barcelona, en el que crecí y desde el que miraba a la calle con esa extrañeza que, tal vez por eso, me resulta familiar. Me imagino a los dos barrios, La Prospe en ambos casos, uno como el reverso del otro y con un niño a cada lado preguntándose “eso que tiene que preguntarse el escritor”, según Millás: “¿cómo lo hago para pertenecer?”.
TITULO: Batalla de Restaurantes - Cocina -Un restaurante maravilloso,.
Un restaurante maravilloso,.
El restaurante con una de las mejores terrazas de Toledo y con un menú degustación de 7 platos por 30 euros,.
Este establecimiento se encuentra dentro de la selección por parte de 'Raíz Culinaria' en cuanto a restaurantes destacados por sus impresionantes y acogedoras terrazas
Castilla-La Mancha es conocida además de por sus bellos paisajes y su rica historia, por su excelente gastronomía. En este sentido, el reconocido proyecto por la defensa de la auténtica cocina castellano-manchega denominado 'Raíz Culinaria'ha realizado una selección de restaurantes destacados por sus impresionantes y acogedoras terrazas y por la representatividad de la gastronomía manchega en sus elaboraciones.
Entre estos establecimientos se encuentra el siguiente restaurante que cuenta con una de las mejores terrazas de Toledo y con un menú degustación de 7 platos por tan solo 30 euros por persona. Hablamos de La Clandestina de las Tendillas, un lugar idílico ubicado en pleno casco histórico de la capital regional, concretamente en la calle Tendillas 3 y que cuenta con un Sol de la Guía Repsol desde el año 2021.
Si no te decantas por el menú degustación puedes disfrutar de su oferta gastronómica de diversas maneras, compartiendo los platos con tus acompañantes o bien elegir su 'Menú Mercado' disponible de martes a viernes a mediodía donde ofrecen "productos seleccionados cada semana del Mercado para traerte lo mejor a un precio mucho más competitivo", tal y como explican desde el propio restaurante.
El chef al mando de este maravilloso restaurante es José Manuel Gallego quien ha interpretado el recetario manchego a su gusto siempre cuidando el producto local.
"Cocina de guisos y caldos a fuego lento, elaboraciones cuidadas en cada paso, respeto al producto, pero siempre intentando optimizar sus virtudes con esfuerzo y trabajo", así se definen en su propia página web.
El edificio que acoge a La Clandestina de las Tendillas eran antiguamente una confitería famosa por sus meriendas y destaca su fachada de estilo modernista, la decoración floral y un lienzo de 10 metros de longitud realizado por el reconocido pintor del siglo XIX, José Vera. Así mismo destacar la majestuosa bodega de este restaurante que cuenta con cerca de 200 referencias de vino, especialmente denominaciones de origen de Castilla-La Mancha y Toledo.
Sin duda, si quieres disfrutar de una vanguardista comida manchega en una de las mejores terrazas de Toledo y de la región, La Clandestina de las Tendillas es de obligada visita.
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