TITULO : Noche de Cine - Veteranos de guerra,.
Veteranos de guerra,.
foto / La población, especialmente en el centro del país, que, habiendo perdido su presente y su futuro tras la ya llamada «Gran Recesión» de 2007 a 2009, empezó a sobrevivir a base de merodear como nómadas por varios estados, viviendo en furgonetas y caravanas y encontrando empleos temporales con los que ir tirando, siempre de acá para allá. Una buena parte de estos transients, que a veces viven en una especie de campamentos y a veces en solitario, son gente de una cierta edad, incluyendo personas que ya deberían estar jubiladas y cobrando una pensión, pero que debido a varias circunstancias, a veces comunes y a veces específicas de cada caso, no se lo han podido permitir, y lo único que poseen es el transporte en el que duermen y el último dinero que hayan podido cobrar. El libro, de esos que provoca asombradas reacciones en el lector del tipo de «no tenía yo ni la más mínima idea de que las cosas habían llegado a este punto», recibió varios premios y fue convertido también en un documental titulado CamperForce.
La conversión a película no podía faltar, y con este material tenía que venir directamente con marchamo de barrer en todos los premios de la temporada. En ese año tan extraño y descolocado que fue 2020, se estrenó el mismo día en los festivales de Venecia y Toronto, siendo premiada en ambos (la única vez que eso ha ocurrido). De ahí pasó a la plataforma Hulu y después a Star, la sección con la que Disney quiere demostrar que puede ser algo diferente a la Disney de toda la vida. También ha ganado ya dos Globos de Oro, a película y director, y es una de las grandes favoritas en los Oscars, que se entregarán el 26 de abril. Quienes todavía tengan una imagen de los Oscars como algo que ganan películas como Bailando con Lobos, Titanic, Braveheart, Gladiator o El retorno del rey, o sea, grandes éxitos de acción, presupuesto y taquillas, podrá ver por las nominaciones más modernas que la cosa está cambiando, con más sabor internacional invitado a la fiesta (el año pasado ganó una película no rodada en inglés por primera vez en la historia), y con más sensibilidades diversas y alternativas reflejadas. O sea, que ya no puede uno coger la lista de nominados y confiar en que cada una de ellas dé para un atracón «entretenido» de palomitas al estilo blockbuster.
Dicho lo cual, tampoco es que Nomadland sea un bajón que le deje a uno chafado. Como se puede ver por el tema tratado, es una película de impacto social, que refleja la parte menos glamurosa del sueño americano, pero sin descender al pesimismo naturalista más decimonónico. De entre las muchas personas a las que se podría seguir para contar la historia de este fenómeno, el libro y la película escogen la del pueblo de Empire (Nevada), cuya población dependía tanto de una sola industria local, US Gypsum, fabricante de materiales de construcción, que cuando esta cerró en 2011, tras 88 años abierta, la gente se fue de allí en un número tan grande que siete meses después les quitaron hasta su código postal. La protagonista, Fern (Frances McDormand), que además de perder su trabajo y su pueblo entero también ha perdido a su marido por cáncer, se convierte al borde de los 60 en otra más de las personas abocadas a vivir en un vehículo rodante, pero se enfrenta a ello con remango y entereza y encontrando a su alrededor muchas muestras de apoyo, generosidad y hasta reconocimiento. Es decir, que abundan las muestras de humanidad en medio de una desgracia provocada por los propios defectos humanos de la avaricia económica y el corporativismo capitalista llevado al extremo. No le roban, ni la violan, ni ha de prostituirse, ni le ocurre nada particularmente tremebundo (aparte de lo que ya le ha pasado al perder empleo, pareja y hogar) así que la película ha de recurrir a otras maneras de crear interés sin llegar a esos excesos. Y ese interés, realista y bien observado, viene de las relaciones humanas que se establecen en medio de la aridez del paisaje, tanto físico como económico.
Además, Fern tampoco es que no tenga ninguna otra opción en la vida. Cada vez que se encuentra con conocidos, estos le ofrecen un lugar donde quedarse un tiempo, y se nota que no lo dicen por quedar bien. «I’m not homeless, I’m just house-less», les dice. «No estoy sin techo, solo estoy sin casa». En algunos lugares donde hace una rasca particularmente notable, se le ofrece cama durante la noche en algún albergue o iglesia local, y es ella quien rehúsa. Fern, además, tiene familia, sobre todo una hermana casada y con casoplón, pero, como resultará familiar a muchos que lean esto, hay familias con las que uno preferiría no tener mucho contacto, y tampoco por que les haya ocurrido algo gordo en su pasado, sino que simplemente no te llevas con ellos, o que cada vez que hay conversación se acaba discutiendo: el ejemplo que aparece en esta película es que la gente que frecuenta la casa de la hermana es de la que justifica que quien se deje engañar por las promesas de meterse en hipotecas y sueños que no pueden pagar es culpa suya, y no hay más que hablar.
Antes de todo esto, Fern tenía un currículum laboral de currante decente: trabajó en recursos humanos en la empresa que luego cerraría, luego de cajera en una tienda y también cinco años de profesora suplente. Después del cierre de la fábrica, su primer destino es Amazon, que ahora mismo está muy de actualidad en el país por la forma en la que tratan a sus empleados: por un lado han adoptado el salario mínimo de 15 dólares por hora que el gobierno estadounidense de Donald Trump no quiso y el de Joe Biden no va a conseguir aprobar, con seguro médico para sus empleados (privilegio que en los USA no es ninguna tontería), pero por otro sus trabajadores están sometidos a tal control de cada segundo de su jornada laboral que hay multitud de casos de gente orinando en botellas y defecando en bolsas para evitar sanciones automáticas impuestas por algoritmos que detectan bajadas momentáneas de productividad. Quede claro que nada de esto aparece en la película; más bien al revés, en las breves escenas que ocurren en la planta de empaquetado y envío Fern encuentra solamente compañeros animosos y agradables, con los que habla de los tatuajes que llevan con letras de The Smiths o comparte consejos de seguridad en el trabajo, y se muestra deseosa de volver al año siguiente cuando haga falta gente de refuerzo otra vez. Sin embargo, está ahí colocado de una forma muy sutil el que Amazon forme parte, aunque sea solo de manera adyacente y sin acusaciones, de esa cadena de acontecimientos que retratan la «América» de hoy en esta película.
Después de Amazon, Fern pasará por hasta siete otros estados del país en año y medio, a menudo en empleos estacionales relacionados con el turismo en parques nacionales como el de Badlands, en Dakota del Sur, o en la típica hamburguesería del sector servicios, o a cosechar remolacha en Nebraska, o incluso vendiendo piedras minerales a coleccionistas urbanitas que así no tendrán que esforzarse siquiera por encontrarlas ellos mismos. Durante su peregrinaje, si así se lo puede comparar, tiene multitud de pequeños momentos con gente como ella, como cuando describe las mejoras que ha hecho a su furgoneta y los truquitos para aprovechar el espacio al máximo, entre ellos la antigua cesta de pescar de su difunto marido y los preciosos platos que le regaló su padre. Porque además, la furgoneta de cada uno de estos nómadas, o una autocaravana si has tenido una potra tan inmensa en la vida, tiene nombre, a falta de dirección postal. La de Fern se llama «Vanguard», y la de otra mujer negra que encuentra después se llama «Paint» («because she takes me where I ain’t», «porque me lleva adonde no estoy»).
Simplemente cruzarse con otra persona que esté haciendo lo mismo que tú es en este caso una invitación a compartir lo que te ha llevado a esa situación, y así todos los nómadas se convierten en una especie de grupo de apoyo e incluso de terapia de grupo. Se empieza hablando de cierres de empresas, de problemas con el alcohol, de veteranos de guerra, de pérdidas de pensiones, de temas de salud que el seguro no cubre, o de simple hartazgo con una vida de mulo de carga, y se acaban confesando dolorosas muertes en la familia o pensamientos suicidas que finalmente no se llevaron a cabo por la única razón de que no podías hacerle eso… a tus perritos. Después de oír esto, Fern, unas escenas más tarde, decide no quedarse con el perro, ahora sin amo, de otro vecino fallecido, y no acabamos de saber si es porque no le gustan, porque no quiere una carga extra… o porque tampoco querría en el futuro cargar con la amargura adicional de tener que abandonarlo o sacrificarlo si un día ella decide que ya está bien de tanto valle de lágrimas.
En algunos casos hay espacio incluso para que algún personaje con un poco más de don de gentes se convierta en una especie de faro, guía o gurú para los demás nómadas, incluso usando internet para compartir trucos y consejos, y así, excepto la propia McDormand y los Strathairn (David y Tay, padre e hijo en la vida real y en la ficción en esta película), los demás actores son nómadas reales que se interpretan a sí mismos, o al menos a una versión muy similar con la que comparten nombre, como Swankie y Linda May. Uno de ellos es Bob Wells, el barbudo veterano con pinta de Santa Claus que con sus vídeos en YouTube atrae a sí a los novatos hacia auténticos campamentos de entrenamiento en Arizona, y que ni siquiera supo, como muchos de los demás, que McDormand era una famosa, cotizada y multipremiada actriz hasta que terminó el rodaje. McDormand, por supuesto, se había tomado el rodaje al estilo «método», viviendo en su furgoneta durante más de cuatro meses, decorándola y haciendo las reparaciones ella misma, pero al final tuvo que acabar aceptando que «era mejor para la salud fingir estar exhausta que estar exhausta de verdad». Wells enuncia brevemente su visión y objetivos: «Lo curioso es que no solo aceptamos la tiranía del dólar, la tiranía del mercado, sino que la aceptamos con gusto, tirando del yugo toda nuestra vida, como un caballo de batalla dispuesto a trabajar hasta la muerte o hasta que te pongan a pastar. Si eso nos ocurre como sociedad, entonces nosotros, los caballos de labor, tenemos que juntarnos y cuidarnos mutuamente. El Titanic se está hundiendo, y mi objetivo es llevar a la mayor cantidad de gente posible a los botes salvavidas». Menciona también, inevitablemente, lo de la conexión con la naturaleza a la que lleva esta vida, pero sin pasarse tampoco de mística de eco-guerrero. En fin, que empiezas así y acabas cantando con toda esta peña «On Our Vans Again», una versión tuneada del clásico country de Willy Nelson «On the Road Again».
En el libro, uno de los fenómenos que se repiten constantemente es el de los nómadas comparándose a sí mismos con los pioneros del Far West. La propia hermana de Fern lo dice: «Ella forma parte de una tradición americana». Esto es lógico por al menos dos razones. Una, porque es un tipo de imaginería nacional que tienen muy metida en la cabeza, y la comparación se le ocurre a cualquiera, y dos, porque una manera de enfrentarse al encontrarte en una situación humillante es buscarle la parte heroica a la situación, si es posible encontrársela: en este caso, si lo has perdido todo en la vida y te agarras a este tipo de existencia nómada, no eres un perdedor despreciable, sino que estás demostrando agallas, espíritu indomable, mentalidad positiva, «can do» attitude, como lo llaman en inglés. Así que es normal que esa imagen del pionero de carromato y cafetera de metal se te aparezca en medio del sol ardiente de los veranos o del frío extremo de los inviernos, pero al menos hay que decir que ninguno de los nómadas suele llevar la comparación mucho más allá: una cosa es un icono inspirador al que agarrarse y otra cosa es el autoengaño más dañino. Cuando los pioneros se subían a sus carromatos, sabían dónde iban y al llegar tenían delante de sí la promesa de un futuro mejor, a cambio de duro trabajo y de soportar crueldades a menudo, tanto naturales como impuestas por sus semejantes que los explotaban. Ahora no es así: el viaje ya no es de este a oeste, sino en círculos estacionales, y ese círculo no promete un futuro mejor, sino un eterno regreso al mismo punto cada año, mientras que el tema de la explotación de la mano de obra se sigue produciendo. El leit motiv del Manifest Destiny con el que los Estados Unidos se dieron a sí mismos licencia para extenderse de costa a costa ha quedado destruido y convertido en las osamentas fósiles de factorías desventradas y oxidadas o, peor aún, se ha transformado en la rueda de un hámster, de la que se no se puede uno bajar. Pero bueno, si imaginarte descendiente de los pioneros de la fiebre del oro de California o del reparto de Oklahoma en el siglo XIX te mantiene con el ánimo suficiente un día más, bienvenido sea.
Chloé Zhao es la directora de la película, y es por sí misma otra razón para atraer votos de festivaleros, críticos y académicos. Nacida en Pekín en 1982 (su nombre real es Zhao Ting), sus padres la enviaron a un internado británico a los 15 años, sin saber casi inglés, y de allí pasó a Los Ángeles y Massachusetts. Su madre trabajó en un hospital y también formó parte de uno de esos grandes grupos de actuaciones en masa, al estilo ceremonias olímpicas, que los chinos dominan como nadie. El gen artístico que ya traía de Oriente floreció en Occidente, y esta película, su tercera, está siendo su consagración. En todas ellas se ha repetido hasta ahora el ser historias de americanos marginales (incluyendo nativos indios) protagonizadas por actores no profesionales. Su forma de dirigir, en esta película, tiene un tono lírico, pero no superlento (la película solo dura 102 minutos más créditos) y acompaña la buena fotografía con elipsis abruptas que el espectador ha de rellenar mentalmente o que reflejan cómo la vida puede cambiar rápidamente. Un ejemplo de lo primero es el cursillo de Bob Wells, que promete «los diez mandamientos del aparcamiento sigiloso». Corte. Aparece Fern haciendo un agujero en un neumático, mientras el instructor le dice que lo agrande más, sin más explicaciones. Ya podemos imaginar cuál es uno de esos consejos. Más adelante se habla de cubos de cinco galones de capacidad (22 litros), de dos galones si vas en un Prius, y de siete galones, más altos, y que se recomiendan para la gente con problemas para doblar las rodillas. Dejo a la imaginación del lector/espectador el adivinar para qué uso están destinados esos cubos. Ejemplo de lo segundo es el personaje de Dave, el nómada que parece interesarse por Fern, y que en su afán por llamar su atención intenta ayudarla a sacar cajas de su vehículo… desfondando una y rompiéndole los apreciados platos de su padre. La próxima vez que volvamos a saber de Dave estará en el hospital tras una laparoscopia debida a una diverticulitis. Dave más tarde resume su (falta de) relación con su hijo como «él estaba a lo suyo y yo a lo mío», sin necesitar más. Es una manera de contar la película (Zhao es también la montadora ella misma) que resulta efectiva, sorprendente y que obliga al espectador a estar atento todo el tiempo, a la vez que permite a veces respirar a alguna escena unos segundos extra. Sin embargo, sus críticas a China han hecho que todas las referencias a Nomadland hayan desaparecido de los medios de comunicación chinos, y aunque no se ha cancelado su estreno allí, se prevé que se silencie todo lo posible, incluyendo el éxito que sería para el país tener una directora ganadora de, posiblemente, cuatro Oscars (producción, dirección, guion y montaje, los mismos cuatro, por cierto, a los que el marido y el cuñado de McDormand, Ethan y Joel Coen, fueron nominados por Fargo). Este tipo de controversias a menudo vienen bien para la publicidad, pero quién sabe hasta dónde llegan los tentáculos del dinero chino a la hora de hacer presión internacional.
Aunque resulte trillado, hay que decir que el espacio físico es aquí otro personaje más. La película se rodó por siete estados diferentes, al aire libre, y la fotografía saca buen partido de esos amplios espacios naturales: cuando un día varios nómadas van a una exposición de autocaravanas de lujo y fingen, como niños, que se van a ir de viaje en ella, alguien bromea: «Al este no, que allí no hay sitio para meter esto». Estamos muy alejados de las abigarradas metrópolis de la costa oriental, como Nueva York o Boston. Estos son lugares donde cuesta pillar una emisora en el radiocasete de los 80 que todavía sobrevive, donde hay lavanderías en las gasolineras y dinosaurios como reclamo para parar y estirar las piernas.
La película no tiene una trama como tal, o si la tiene, podría decirse que es el espacio de tiempo, unos dos años, que van desde que la fábrica cerró en Empire hasta que Fern, tras su peripatética travesía del (a veces literalmente) desierto, vuelve al pueblo, vende lo poco que había dejado en una de esas naves alquiladas por meses y se aleja hacia el horizonte. ¿Es un final abierto? Más bien es un no-final, como es el de cualquier día de cualquier persona que no se haya muerto todavía. Es sin duda un final de capítulo, o de volumen de una saga, o un punto y aparte, pero mientras hay vida hay esperanza, o desesperanza, según se lo tome cada uno, porque la vida real no acaba como en las películas. El propio Bob lo dice: «Lo que me gusta de esta vida es que nadie dice adioses definitivos. He conocido a cientos de personas, y siempre les digo «ya nos veremos por el camino». Y a menudo ocurre». Por ese camino precisamente, en ese estilo de road movie tan querido del imaginario norteamericano, Fern ha decidido aceptar, al menos por ahora, esa forma de vida que desde fuera parece fácil contemplar de forma un tanto romántica, y también ha decidido, en el mismo momento, no aceptar el interés por ella de otro de los nómadas, Dave. Si Fern quería poner fin a esa humillación de tener que vivir en una furgoneta que se cae a cachos, lo tenía fácil, pero durante este tiempo ha encontrado algo en sí misma que aunque no se explica con palabras, se transmite a través de la interpretación de Frances McDormand, una de las mejores actrices del momento. Por el camino han quedado sus momentos con Swankie o Linda May, o aquella vez en la que le recitó un poema de Shakespeare a un chaval que buscaba qué escribirle a la novia que tiene a cientos de kilómetros de distancia. Fern nunca se quiso ir del pueblo, porque sentía que si se iba sería como si su marido, y hasta cierto punto gran parte de ella misma, nunca hubiera existido. «Lo que se recuerda vive». Tras pasar dos años de pruebas, llega el momento de encontrar clausura, y este es tan buen final como otro cualquiera.
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Un hastiado presentador de radio recibe amenazas telefónicas en antena. Pronto se da cuenta de la oportunidad, aunque peligrosa, que tiene entre manos.
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Yo soy Erasmus - Colegio - Ecos ,.
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Colegio - Ecos ,.
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Yo soy Erasmus - Colegio - Ecos ,.
Sabado - 6 - Julio , la 13:25 por La 2, fotos,.
Colegio - Ecos ,.
De un tiempo a esta parte, me vengo dando cuenta de que Madrid ya no es la misma. Está sufriendo una metamorfosis lenta, casi inapreciable. Como un deshielo o una descomposición, que se hace evidente solo si se ve a cámara rápida. Pareciera que un parásito mora en sus entrañas y la posee poco a poco, modificándola. El colegio en el que estudié ya no existe, pero sí se mantiene en pie su edificio en la calle de Serrano. Pero es ya una cáscara vacía. Como la piel de las serpientes cuando mudan. El hospital de San Rafael, en la misma calle, donde me llevaban de niño cuando me rompía o fisuraba algún hueso, ya no es ese hospital amable y leve, donde no existía la muerte: ahora está cubierto con un velo de tristeza, porque allí estuvo mi padre poco antes de morir. Da vértigo ser testigo del cambio de la fisonomía urbana. Deja sin aliento.
Las calles de Malasaña ya no son aquellas calles en las que bebía y fumaba y experimentaba la euforia de la juventud y la belleza. Ahora ni fumo ni bebo ni juventud ni belleza. Ahora el descafeinado de máquina, el aperitivo y olisquear el humo del cigarrillo de los demás.
Las canchas de fútbol en las que jugué ya no son nuestras. Los parques. Las tiendas que antes eran cines. Los teatros que ahora son bares y que serán en breve chinos. Los restaurantes en los que comimos y ya nunca comeremos… fantasmas de hormigón, cristal y metal. Ecos de voces que jamás recobraremos.
Ya llevo tres casas en mi biografía personal más otras tres que habité con mis padres, seis. Una, la segunda de esas seis, ya ni existe. Cuatro portales en los que ha quedado prendido mi pasado.
Así, poco a poco, edificios, calles e incluso barrios se van cubriendo de un polvo gris, invisible para todos. Solo lo veo yo. El polvo.
Madrid antes era nueva. Virgen. Excitante.
Ahora es como ese amigo, querido, pero al que a veces quieres evitar.
Madrid ya no es una ciudad. Es una historia llena de historias. Ya es mía. Yo soy ese parásito, ese gusano que la va devorando por dentro. Ya soy ella.
Los exfumadores nos fumamos los suspiros.
Desde que el dream team griego de la filosofía, Sócrates, Platón y Aristóteles, cada uno pupilo del anterior, sentaran las bases del conocimiento occidental y fundaran, por así decir, nuestra civilización, hemos vivido con un implacable mandato de aprendizaje y progreso (no es baladí, en este sentido, que el mayor filósofo de la sospecha, Nietzsche, fuera un convencido presocrático). Quizá seamos los occidentales los más tercos organizadores del mundo, por una parte y, por otra, los más obstinados en tratar de iluminar todos aquellos lugares umbríos del conocimiento, una aspiración absurda por irrealizable y dolorosa porque solo nos ha de llevar a la decepción.
Yo, que llevo seis años improvisando tirando a mal en esto de ser padre, he llegado a la conclusión de que, aunque vaya en contra de nuestra estructura mental, habríamos de empezar a desaprender. O, mejor dicho, a aprender a desaprender.
Cargamos las formas y modos de nuestros padres, que a su vez adquirieron de los suyos, y así de una forma casi interminable y atávica. Quizá educamos hoy a nuestros hijos, en algunos aspectos, como en el siglo IX. Les inoculamos, de forma involuntaria, la pretensión del conocimiento absoluto. La adicción a lo unívoco. Y les negamos así, el placer secreto que proporciona el misterio. La libertad de sentirse insignificante. Les traspasamos la necesidad, quizá no fatal, de progresar. Les transmitimos, como cantaba Serrat, nuestras frustraciones con la leche templada y en cada canción.
Es difícil dar el primer paso, criar en contra de todo, pero quizá deberíamos de hablarles de conservación, antes de progreso, de bondad antes de éxito, de amor antes de conocimiento. Hablémosles de la maravilla de no saber. Desaprendamos. Regalémosles la posibilidad de ser más libres que nosotros.
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