martes, 11 de junio de 2024

MAS VALE TARDE LA SEXTA - BICICLETA - La lotería - Cruz Roja - La loteria jueves - LA NOCHE ABIERTA - Ciclismo - Embarazoso bicicleta ,. / Hora Punta, el programa de TVE de Javier Cárdenas - Paliar,.

 

 TITULO:  MAS VALE TARDE LA SEXTA - BICICLETA - La lotería - Cruz Roja - La loteria jueves   -   LA NOCHE ABIERTA  - Ciclismo -   Embarazoso  bicicleta,.

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 LA NOCHE ABIERTA ,.

Resultat d'imatges de la noche abierta 

Progroma presentado por Pedro Ruiz, entrevistas por La 2 los martes a las 22:30, un gran espacio de música, foto etc.

 

  Embarazoso  bicicleta,.

 

 Embarazo y bicicleta: pedalear (por dos)

No recuerdo nada, ni siquiera cómo empezó. Solo unos destellos. Las ventanas abiertas en el piso, una tarde veraniega sofocante, ranas enloquecidas desde el río Vuka. Me abro paso entre los sillones y canturreo «Quien dice que Serbia es pequeña miente». Papá dobla el periódico y se gira hacia mí, noto su nerviosismo. «¿Qué estás cantando?», me pregunta. «Nada, se lo he oído a Bora y a Danijel». «Es la última vez que te oigo cantarlo, ¿está claro?». «Vale, ćale» [*]. «Yo no soy ningún ćale, soy tu papá, ¡la madre que te parió!».

 

Hacemos las maletas para ir a la playa. Por primera vez mi hermano y yo vamos solos. Él tiene dieciséis años y yo nueve. También va nuestra vecina Željka, un año menor que mi hermano. Yo quiero ser como ella y estoy muy emocionada porque su madre y la mía le han encomendado que cuide de mí. No logro dormirme en toda la noche. En la mesilla, entre la cama de mi hermano y la mía, están los pasaportes. La luz de la habitación está apagada y le pregunto a mi hermano si puedo ir a su cama. «¿Para qué los pasaportes, si solo vamos a la 

 

 

playa?», susurro. «Papá ha dicho que, si las cosas se ponen feas, vayamos a casa del tío en Alemania», responde. No entiendo qué es lo que podría ponerse feo, pero me huelo que es algo relacionado con la política, porque todo el mundo habla sin cesar de ello. También yo tengo un monito que se llama Meso, por Mesić, nuestro presidente, porque se le parece un poco. Nos intentamos imaginar cómo es vivir en casa de nuestro tío en Alemania. Mi hermano dice que allí todos son muy ricos y que en pisos como el nuestro solo viven los gitanos. Yo quiero a mi tío. Nos visita en verano con su joven mujer alemana, todos lo escuchan mientras habla y huele muy bien. Este verano su mujer trajo un caniche llamado Gina, y los yayos no querían dejarlo entrar en casa y dijeron que tenía que dormir en el cobertizo. Se armó la gorda, la yaya dijo que iba a envenenar al chucho y papá tuvo que tranquilizarlos. Gina se quedó en la casa. El tío nos trae siempre regalos y mazapán. Este año me ha traído un balón de cuero para jugar al voleibol, pero no conseguimos hincharlo. A mi hermano, un balón de fútbol, pero él nunca lo ha usado. Mi hermano me manda enseguida de vuelta a mi cama y yo sigo fantaseando un largo rato sobre todas estas cosas.

 

La estación de autobuses de Vukovar huele muy mal, es temprano por la mañana, tengo sueño y habría preferido quedarme en la cama. Papá me lleva en brazos, aunque soy grande, me lleva todo el camino. Viste pantalones blancos y una camiseta azul. Nos despedimos y nos besamos en la boca, haciendo primero unos jeribeques y luego fingiendo que nos damos un gran beso. Es algo muy nuestro. En la estación hay muchos niños y nos reparten en cuatro autobuses. Los padres hacen señas con la mano, también nosotros agitamos la mano, ya no veo a mis padres, pero saludo a otros que no conozco, y ellos a mí. Sonríen y gritan que tengamos cuidado, algunas madres incluso lloran. Varias de ellas corren detrás del autobús hasta el cruce.

No he estado nunca antes en una isla. Estoy ansiosa por llegar, viajamos tanto tiempo que ya he vomitado dos veces, y no soy la única. Ya hemos visto desde el autobús varias veces el mar, pero siempre desaparece detrás de una montaña. Me da pena porque hoy no vamos a llegar a bañarnos, pero a la vez también me asusta un poco porque no sé nadar. Nos bañamos a menudo en la playa del Danubio, pero allí te cansas de andar antes de que el agua empiece a cubrirte y por eso en realidad nunca he tenido que nadar. Al Danubio solo nos llevaba la abuela, que solía decir que antes se mantendría a flote una piedra que ella y solo me permitía mojarme los pies y la cara mientras yo miraba a los otros niños con sus flotadores.

Cuando por fin llegamos, me metieron en una gran habitación que tenía que compartir con doce niñas más de mi edad que no conocía. Ya me había instalado en una de las camas cuando entró Željka con la monitora y dijo que nosotras no podíamos separarnos. Así terminé en el cuarto con las chicas mayores. Estaba feliz y asustada. A algunas les molestaba que me hubieran metido allí porque seguramente iba a espiarlas y a chivarme de todo a la monitora, pero al final no tardamos en hacernos amigas. Hablaba poco y no les daba la lata a la vez que era muy afable con todas. Ellas me llamaban «pequeña» y yo estaba fascinada con sus tirantes, desodorantes, sombras de ojos y sus peinados de ondas revueltas. Cada tarde, en la terraza de la residencia escolar que habíamos apodado Villa Desastre, se organizaba una discoteca. A mí me seguía todo el tiempo un chico que no conocía, pero todos me decían que debería bailar con él porque era hijo de una actriz famosa. Por el día jugábamos al parchís y nos bañábamos. Una tarde mi hermano me llevó a dar una vuelta al paseo marítimo y, cuando llegamos al final del muelle, me tiró al mar. Empecé a manotear y a gritar, me entraba agua en la boca, y él estaba inmóvil en el muelle y chillaba «¡Nada, nada!». No sé cómo, pero de pronto me encontré en la orilla. Rompí a llorar, tenía la ropa mojada y, en los pies, solo uno de los zapatos blancos de charol. Mi hermano dijo: «Ya ves que sabes nadar».

Así aprendí a nadar.

Ya llevamos en la playa dos semanas más de lo que teníamos previsto quedarnos. Hace unos días, estábamos en el autobús y nos dirigíamos hacia el puerto, cuando de repente nos hicieron regresar. Otra vez a deshacer las maletas. Mi hermano, inclinado sobre el lavabo, lava nuestra ropa interior y camisetas porque no nos queda nada limpio. Casi todos los días tenemos de comida pescado frito y cada vez añoramos más la vuelta. A menudo vamos a la tiendecita y nos compramos un bocadillo de fiambre con aceitunas y otras verduras y un yogur. Ahora me da pena haber dejado en casa, por miedo de que alguien me la robara, mi Barbie más nueva con las piernas de goma que se doblan y haberme traído en su lugar solo las de plástico.

Una mañana, al salir al patio de la residencia, vi de repente a mi madre. Nunca he sido tan feliz. Nos invitó a un helado de cuatro bolas y luego me llevó a la peluquería, donde me hicieron un corte a capas. A ella y a la madre de Željka las alojaron en una habitación separada en la buhardilla, y yo dormí esa noche con ella en su cama. Las oí hablar de no sé qué recorridos a través de maizales, de Mira, que en el noveno mes de embarazo montaba en bicicleta, y de un tren en el que todas las cortinillas tenían que estar corridas, pero para mí simplemente era agradable estar en su cama. Sé que se ha peleado con papá, eso me dijo mi hermano, porque no quiso llevarlas en coche ni siquiera hasta Vinkovci para que alguien no pensara que huía y que más adelante, supongo que esa misma persona, nos señale con el dedo. Por eso ni pregunto por él, para no entristecerla, aunque me gustaría saber cuándo va a venir.

Hace ya un mes que estamos en la playa, empieza el nuevo curso escolar y debemos matricularnos en algun colegio para no perder el primer semestre hasta que volvamos a casa.

En la estación central de Zagreb nos esperaba el tío. Recorrimos en coche la ciudad, que resplandecía bajo el sol otoñal. La casa del tío estaba lejos del centro y a mí me pareció que habíamos salido de Zagreb, pero entonces me enteré de que todo aquello era Zagreb. La ciudad era enorme. La casa tenía varios pisos. Ellos vivían en la planta baja, en una pequeña vivienda de dos dormitorios, y a nosotros nos alojaron en la primera, que estaba vacía. Yo dormía a menudo abajo, en el cuarto de mis primas, salvo cuando nos habíamos peleado. Al principio lo pasábamos muy bien juntos. Todo el mundo nos mimaba a mi hermano y a mí, y en el nuevo colegio casi no tenía que estudiar. De todos modos, me daban siempre sobresalientes. Una tarde mi prima y yo regresábamos del colegio y mientras subíamos por el camino de gravilla hacia la casa empezaron a sonar las sirenas. Era una alarma aérea y yo empecé a gritar y a llorar. Presas del pánico, nos refugiamos en la casa de unos vecinos. No ocurrió nada, pero fue el inicio de una nueva época. La casa de nuestros parientes se hacía cada vez más angosta. Una vez que quise entrar al baño, mi prima mayor me cortó el paso y dijo: «Esta es mi casa, yo voy la primera». Otra mañana, mientras desayunábamos, su hermana pequeña le dijo a mi madre: «Te vas a comer todo nuestro pan». Al principio se hacían pasteles sin cesar, pero con el paso del tiempo y la escasez cada vez mayor de productos se perdió esta costumbre, y nosotros nunca abríamos solos la nevera. A veces, cuando nos acostábamos, se oían sus voces en la cocina. Papá solía llamar cada tres días, pero luego pasaron ocho días sin que nadie de allí se pusiera en contacto con nosotros. Los sábados por la mañana nos encontrábamos en la plaza central de la ciudad con Željka y su madre. Nos abrazábamos y besábamos como si no nos hubiéramos visto en años. También ellas dos vivían en casa de parientes, mientras que el padre de Željka y el mío seguían juntos en Vukovar. Hablábamos de cómo sería el regreso. Luego íbamos a veces tomar un burek [†] o un helado. De camino a casa, por lo general, guardábamos silencio.

Al principio, los zagrebienses eran sin más personas mejores. Vestían con más gusto, paseaban por las anchas calles y grandes plazas, viajaban en el tranvía dando la impresión de no hacer nada emocionante. Tenían tostadoras y lavavajillas, y telarañas en los rincones de las habitaciones. Así los veíamos. Pronto nos movíamos también nosotros en tranvía, gratis, con la tarjeta amarilla de desplazados, y dominábamos varias líneas de transporte público. Podía viajar todo el día y no comer más que panecillos salados porque constantemente teníamos que acudir a oficinas municipales, a la Cruz Roja y a Cáritas para obtener víveres. Yo estaba encantada. Una vez recibimos en Cáritas una bolsa llena de golosinas y cargábamos con ella hacia el barrio de Črnomerec en un tranvía repleto de gente cuando en nuestro vagón una señora emperifollada le dijo a su compañera que los refugiados abarrotan los tranvías porque se pasan el día entero deambulando de acá para allá. Yo la miré y sonreí porque sabía que nosotros éramos desplazados, y que los refugiados eran de Bosnia.

Al cabo de dos o tres meses en Zagreb, algunas cosas en nuestra vida se hicieron cotidianas. El otoño avanzaba y llegaron las lluvias. Poco a poco todo empezaba a ser menos divertido. Probablemente ya habíamos gastado los trescientos marcos alemanes que mamá había traído consigo. De Vukovar salía cada vez menos gente que podía proporcionarnos noticias de nuestros familiares. Entonces un día nos enteramos de que habían matado a los yayos. Así llamábamos a los padres de mi padre. Los habían degollado. Oí con claridad esta palabra. Me escondí detrás del radiador eléctrico que separaba el pasillo de la cocina. Creo que los adultos sabían que estaba allí, pero fingían no verme, y yo fingía no haberlos oído. Todos se volvieron amables los unos con los otros, y yo me olvidé del episodio. Cada vez con más frecuencia mamá solía entrar en el baño y regresar con los ojos hinchados. Hacía algún tiempo que papá no daba señales de vida. En esa época mi prima pequeña y yo rezábamos. Nos arrodillábamos delante del sofá y rogábamos a Dios en voz alta para que todo el mundo lo oyera, y por cualquier cosa que se nos ocurriera. Por la paz, por la salvación de la Guardia Nacional Croata, por la ciudad de Petrinja, por César y Cleopatra, y luego hacíamos el ganso y nos reíamos, pero sin que nos viera nadie. Los adultos nos elogiaban por ello y yo les decía a todos que pensaba hacerme monja. Íbamos tan lejos que fingíamos celebrar una misa y durante una de nuestras sesiones llamó a la puerta el cartero. Traía una carta de mi padre. Nos escribía que estaba bien y que no estaba herido, y que nos echaba mucho de menos y que nos veríamos pronto. Los adultos consideraban que era una buena señal y que si alguien nos iba a salvar de este infierno serían los niños como nosotros. Mi prima y yo estábamos orgullosas. Unos días más tarde me fijé en Luka, él se convirtió en mi primer amor, a pesar de que iba a un curso superior. Entonces desistí de la idea de hacerme monja, pero continué rezando con devoción durante bastante tiempo.

TITULO: Hora Punta, el programa de TVE de Javier Cárdenas - Paliar,.

Paliar,.

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foto / Como sucede en otras disciplinas, también en el caso de la filosofía podemos distinguir entre la historia oficial y la real. Entre los hechos y las interpretaciones, por decirlo con Nietzsche. Y no es que carezcamos hoy de relatos que busquen paliar esos silencios inexcusables; no faltan, en verdad, ensayos que proponen reconocer el papel desempeñado por las mujeres en la larga tradición del pensamiento.

En este caso no se trata solo de eso. Han aparecido recientemente dos libros sobre un grupo de cuatro filósofas, amigas entre ellas, que no solo alzaron la voz para hacerse oír, desafiando estereotipos y miopías, sino que contribuyeron —y eso es lo más relevante— a transformar, en tiempos recientísimos, el curso de la filosofía moral.

"Algunos se quedaron, pero como las universidades se desangraban, se tomó la decisión de dejar que deambularan por sus claustros las mujeres"

Para ello fue indispensable que muchos astros se alinearan, lo que demuestra que no decía Hegel tantos disparates al hablar de la astucia de la razón. O sea, que la verdad va jugando con los hombres, desvelándose, aprovechando los resquicios que dejan la historia y sus dramas sucesivos. Así, para que Anscombe, Murdoch, Food y Midgley —el cuarteto que se conoció y afrontó penurias y bienaventuranzas comunes en Oxford— pudieran sentarse en esos pupitres avejentados y llenos de sabiduría, la guerra mundial tuvo que desterrar a los varones, transportándolos de las aulas a las trincheras. Algunos se quedaron, pero como las universidades se desangraban, se tomó la decisión de dejar que deambularan por sus claustros las mujeres.

Lo que vino después fue, en términos filosóficos, una auténtica revolución. Cada una a su manera, sin abdicar de sus idiosincrasias y pasiones —unas, más filosóficas; otras, literarias; unas, con inclinación para la vida familiar; otras, independientes y ambiciosas, como amazonas salvajes—, compusieron poco a poco una novedosa sinfonía sin la intención de enfrentarse a sus maestros, pero que a la postre sirvió de tragaluz para airear la ética con cierta rebeldía. Su legado ha sido fecundo, a pesar de que no se reconoce suficientemente.

"Anscombe criticó al propio Truman, por ejemplo, o conversaba con Wittgenstein, mientras vivía rodeada de chiquillos"

Para revelar la altura de estas mujeres y su impacto, nada mejor que consignar, como hacen Clare Mac Cumhaill y Rachael Wiseman en Animales metafísicos (Anagrama), las opiniones de sus profesores y tutores en una universidad demasiado masculinizada. De ellas dijeron que podían mirar de tú a tú a los grandes genios, aunque en muchos casos las obligaciones familiares y los lastres de género impactaran negativamente. Ahora bien, tras el perfil que trazan de cada una de ellas sería difícil pensar que su condición femenina les hubiera pesado tanto como para obligarlas a agacharse ante la presión del otro sexo. Eran suficientemente inteligentes como para saber que solo acaba siendo esclavo el que no aspira a reconocer su independencia. Lo que estoy queriendo decir es que, más allá de sus éxitos o fracasos, solo se les cerraron las puertas que ellas mismas se negaron a abrir. Anscombe criticó al propio Truman, por ejemplo, o conversaba con Wittgenstein, mientras vivía rodeada de chiquillos.

A diferencia de Animales metafísicos, que destaca por su exhaustividad a la hora de relatar el paso de estas intrépidas de la filosofía por los jardines oxonienses, el libro de Benjamin J. B. Limpscomb las sigue incluso más allá de la universidad, contándonos con igual prolijidad los caminos que ya de adultas tomaron. Por eso, El cuarteto de Oxford (Shackleton Books), complementa perfectamente la biografía coral de Mac Cumhaill y Wiseman. Hay —no merece la pena ni comentarlo— algunas repeticiones, pero en conjunto merece la pena leer los dos volúmenes sucesivamente porque se gana en profundidad y comprensión. Que haya coincidido su publicación es una suerte y una forma de rendir un auténtico homenaje a quienes, sin pretenderlo, cambiaron el rumbo de la filosofía práctica.

"Murdoch se fijó en Platón; el resto, volvió a Aristóteles; pero las cuatro entendieron que la moral no podía renunciar a su conexión con las verdades de la existencia"

Los estilos de los ensayos son distintos; los enfoques no tanto. El de las profesoras es quizá más académico, una auténtica investigación. Y no es que Lipscomb carezca de rigor, pero este imprime un mayor ritmo narrativo y abunda más en la anécdota, resultando más divulgativo. Lo más interesante es el punto de partida de ambos y la analogía que establecen entre el desierto que dejó el reclutamiento bélico y el poco ubérrimo campo de la ética. En efecto, los protagonistas de la filosofía moral inglesa esbozaron un sistema meramente formal que descafeinaba las exigencias del bien. De Ayer y Hare procedía una manera de pensar que restaba gravedad a las conculcaciones de la dignidad humana, ya sea transformando la moral en una disquisición más o menos aguda sobre las palabras, ya sea apuntando que lo bueno y lo que no es tanto dependen del enfoque de cada sujeto. Las cuatro amigas, conscientes de la tragedia del nazismo y de que vivían en un momento crucial —conscientes, al fin y al cabo, de que no podían titubear a la hora de escoger el lado correcto de la historia— indagaron en la objetividad de los valores y criticaron, con la dureza de su sagacidad, aquellas corrientes —masculinas— más conniventes con la injusticia. Desafiaron al establishment, sin dudarlo.

Uno de los principales problemas de la reflexión moral —y, en general, de la academia— es la lejanía con los problemas de la vida. Lo que hicieron estas oxonienses no fue tanto sacarse de la chistera soluciones para acallar los dilemas morales como abrevar en la tradición griega, ahondando en las mismísimas raíces de la ética. Murdoch se fijó en Platón; el resto, volvió a Aristóteles; pero las cuatro entendieron que la moral no podía renunciar a su conexión con las verdades de la existencia. Si acertaron o no, que lo decida cada uno; ahora bien, nadie puede hurtarles el mérito de regenerar la filosofía moral, un logro que conquistaron relacionando el bien con la felicidad humana.

"Lo que vincula a este grupo, además de la amistad, es el convencimiento de que las aspiraciones humanas desbordan lo meramente material"

Sería difícil destacar lo que conseguido por cada una de ellas. Pero queda claro es que vivieron al cien por cien, tanto intelectual como sentimentalmente. Las dos biografías se inmiscuyen en los vericuetos de su amistad y de sus pasiones, de sus celos, enamoramientos e infidelidades, reflejando la proximidad que ya el discípulo de Sócrates atisbó entre la llama de la filosofía y la del amor erótico. Aunque eran diferentes, todas se encontraban dotadas para la filosofía y compartían un mismo dogma: lo más importante era la verdad y vivir de acuerdo con sus exigencias.

Desde este punto de vista, es sumamente acertado el título del ensayo aparecido bajo el sello de Anagrama, Animales metafísicos. Porque lo que vincula a este grupo, además de la amistad, es el convencimiento de que las aspiraciones humanas desbordan lo meramente material. Necesitamos comer y beber o que otros acudan solícitos a paliar nuestras necesidades: en eso, los profesores de Oxford y estas mujeres estaban de acuerdo; pero lo que más ansiamos es desentrañar lo que somos, descubrir el sentido de nuestra existencia. Anscombe, Murdoch, Foot y Midgley nos enseñan dónde reside y recuerdan algo básico; que hemos de seguir esforzándonos por ser buenos.

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